Por Mario Rosales Betancourt (*)
Foto ilustrativa: Pixabay.
Sólo escuché «¡El bebé!». Vuelvo la cara y veo a dos personas con pistolas de alto calibre en sus manos. Uno apunta hacia mí; el otro a mi hija que estaba acomodando a mi nieta, de apenas un año, en su sillón especial de la parte trasera de mi automóvil.
Con un sudor frio giré a quien me apuntaba y le dije: «Me matas pero no tocas a mi nieta». Con voz imperativa me contesta, mientras corta cartucho y sostiene su arma con las dos manos, en la forma profesional, la de alguien que sabe tirar.
«No lo hagas complicado, sólo nos interesa el coche; bajen al bebé». Mi hija la saca de su silla de auto y la cubre con su cuerpo.
Ya con la relativa tranquilidad de que no pretendían robarnos a la menor o secuestrarnos, entregué las llaves, los celulares y obedecimos en lo que nos pidieron, en especial con la orden de no verlos.
Nos volvimos contra la pared durante unos segundos, que se hicieron eternos, y sólo volteamos hasta que oímos que encendieron el motor y se marcharon, llevándose con el vehículo, celulares, mi portafolio, y diversos objetos personales, algunos imperantes para mis tareas académicas.
En ese dia, el asunto de los asesinatos en la Plaza Artz, o el robo con violencia a Julio César Chávez; los crímenes, como el del fiscal regional en Jalisco; los de Guanajuato, Guerrero y en otros muchos lugares más, fueron los que acaparaban las noticias, por lo que el robo de mi vehículo sólo es un dato más en las alarmantes y crecientes cifras delictivas.
El daño no fue el material, incluso disminuido un poco por el seguro del vehículo; fue el psicológico, el terror e impotencia sufridos, grave en un viejo enfermo del corazón, en una madre con su única hija e, incluso, el de la bebé que aun en su inconsciencia percibió, sin duda, nuestros corajes y miedos.
La actual criminalidad hace que no nos sintamos seguros ni en nuestras casas; que tengamos que hacer nuestras actividades normales confiando sólo en la Providencia. Y efecto de la impunidad que crece como bola de nieve es el creciente número de personas que se atreven a delinquir.
La pobreza no es la causa de la creciente criminalidad, lo es la reducida probabilidad de que un delincuente reciba la pena que señalan las leyes. No sólo hablamos de las sentencias contra los grandes capos, sino de las que no se aplican contra los delincuentes que afectan nuestra vida todos los días. Los que dañan nuestra salud, nuestro patrimonio, a nuestros seres queridos.
No importa el color del gato, ni su ideología e intenciones, lo que nos importa es que sea un efectivo cazador de ratas.
(*) Abogado, profesor universitario (con 44 años de trayectoria en la UNAM) y periodista.
