Por Mario Rosales Betancourt (*)
Imagen ilustrativa: pexels.com
Si sólo hay un ventilador que puede salvar la vida a uno de dos enfermos de coronavirus, (uno, es un gran profesor universitario, de 65 años de edad, que por 40 años ha formado a valiosos profesionales útiles a la sociedad y que —de salvarse— podría seguir con su valiosa actividad por 15 años más; el otro, es un joven delincuente de 20 años, que ha cometido graves crímenes contra la sociedad y que —de sobrevivir— viviría 50 años más, los que pasaría o dañando a la sociedad o en la cárcel, de acuerdo a los criterios «bioéticos» del Consejo de Salubridad General, se tendría que asignar al segundo y dejar morir al primero.
El llamado triage, inicialmente significa la separación del trigo de la paja; pero en medicina es la clasificación de pacientes en situaciones de emergencia, privilegiando la posibilidad de supervivencia, dándole prioridad a unos —en este caso a los jóvenes, sobre los viejos, en particular si estos, como lo somos muchos de nosotros, estamos enfermos de diabetes, hipertensión o enfermedades coronarias—.
En primer lugar, ética y jurídicamente, no se debe en materia del principal derecho humano, el derecho a la vida, discriminar a personas por cualquier razón como género, raza o edad. Por ello, lo primero es que no se tenga que llegar al triage, pues —en el caso que nos ocupa— condenará a muerte a viejos, para salvar a jóvenes.
Para ello se tienen que aplicar —como se hace en otras partes del mundo— medidas que hagan efectivo el aislamiento; en México, sólo son recomendaciones, sin sanciones, por su incumplimiento.
Lo que estamos viendo es que en general los mayores de 60 años, particularmente los que por nuestras enfermedades somos más vulnerables, sí estamos cumpliendo estrictamente con las recomendaciones; en cambio, vemos cómo muchos de los jóvenes, incluso familiares y alumnos, no las cumplen.
Los hay, incluso, que están de vacaciones, siguen teniendo reuniones y fiestas o, por lo que sea, no están en sus casas. Estos jóvenes saben que si les da el Covid-19, en general, por su edad, pasará de forma benigna y de ser grave, tendrían prioridad para su atención.
Creemos que como lo vimos y vemos en otros países, estas deben ser medidas enérgicas y con sanciones, para quienes las incumplen.
Más vale una colorada que muchas descoloridas. Un aislamiento voluntario como el que tenemos es el peor de los escenarios porque produce daños económicos y sociales, y no evita los contagios.
También es importante que antes de que se tenga que llegar a esa terrible decisión —de que a falta de infraestructura hospitalaria, se nos condene a muerte a los viejos— se tomen medidas efectivas de prevención y protección para los viejos —y no sólo de palabra— como la de hacernos prioritariamente pruebas para que podamos estar más tiempo y mejor atendidos en nuestro aislamiento, que tendrá que ser mayor al del resto de la población.
¿Por que se debe valorar más lo que puede alguien hacer que lo que ya hizo otro ser humano, y por mucho tiempo? ¿Quién asegura que un joven no pueda morir, por un accidente o un crimen, poco después de haber sido tratado con éxito de coronavirus? ¿Y que el viejo al que se dejó morir, podría haber vivido más tiempo y haber hecho cosas muy valiosas para los demás?
Se puede entender si sólo es algo que se ve como estadística; pero cuando ya se trata de seres humanos concretos, es muy difícil decidir —como un emperador romano— quién vive y quién muere.
Por eso, lo mejor es tratar de que no se llegue a esto. Para ello se requiere que las medidas de aislamiento sean obligatorias, y que realmente existan medidas de protección efectivas, en favor de los más vulnerables: los adultos mayores.
(*) Abogado, periodista y profesor universitario
