Todo se ha hecho al revés para satisfacer al gran tlatoani; los costos, de aprobarse como está, serán muchos; entre ellos, una reducción en los niveles de inversión privada

Por Mario Rosales Betancourt
Imagen ilustrativa: Especial
Las primeras palabras mayores de la presidenta electa Claudia Sheinbaum fueron órdenes: la primera al Tribunal Electoral, del cual recibía su constancia, para que le dieran la mayoría calificada a su coalición (cuando a los magistrados electorales se les abre ahora la posibilidad no sólo de reelegirse, sino de ser ministros de la Corte).
La segunda: a los legisladores de su «Transformación», para que, con esa mayoría calificada, aprueben antes que termine el mandato del presidente Andrés Manuel López Obrador la controvertida Reforma Judicial.
Así, por ello ya se ve como inevitable que lo anterior suceda, ya que volvemos a la época en que palabras del gran tloatani solo se acatan y obedecen.
Al día siguiente, diputados morenistas, encabezados por Ignacio Mier Velasco, presentaron un dictamen a la reforma, en donde se hacen, según ellos, más de 100 reformas a la iniciativa presidencial; pero estas solo incorporan las nuevas ocurrencias del presidente (como que pueda ser juzgador un recién egresado de una escuela de derecho, ya que bastará con que tenga su título un día antes de la convocatoria; o que haya insaculación, o sea, que se incorpore su idea de una tómbola. Lo demás, solo son cambios cosméticos, simple camuflaje; lo cierto es que se conserva todo el poder destructivo y su terrible veneno, haciéndola incluso más terrorífica para los actuales y los futuros juzgadores.
No estoy contra de que haya reforma judicial; esta es justa y necesaria. Toda la podredumbre que se menciona en los diagnósticos es cierta. Mucho menos se puede estar en contra de los propósitos que se señalan, como que la justicia sea honesta, imparcial, ágil; separada de todo poder económico, político y desde luego criminal; que se ajuste a la Constitución y a las leyes; que proteja los derechos humanos, etcétera.
En lo que se difiere (porque es de sentido común) es porque la propuesta no terminará con los males señalados ni logrará los propósitos señalados.
El grupo morenista, que ya tiene todo el poder y toda la legitimidad (como resultado de las pasadas elecciones), bien podría utilizar su enorme fuerza, en hacer una profunda, integral, exitosa, consensada, eficiente y eficaz reforma judicial; pero para eso se requieren apertura y tiempo, ya que para hacer un buen guisado, una sanación, una obra de arte, o una transformación, o lo que sea, se requiere, como dice la poesía de Renato Leduc: » Dar tiempo al tiempo» .
El problema es que esto lo inició el presidente López Obrador en las postrimerías de su gobierno; y por razones emocionales y personales quiere que quede aprobado antes de que termine formalmente su gobierno.
Su decisión es apoyada incondicional e irreflexiblemente por sus numerosos seguidores, incluyendo a la presidenta electa.
Por ello no aceptan transigir en los aspectos que AMLO cree fundamentales, como la elección de juzgadores, idea que por ello, no se puede tocar, y solo se aceptó que se hará en dos partes para agrandar la agonía. Y la segunda es que esto quede aprobado antes de que termine su mandato el presidente López Obrador.
Así, en los foros legislativos nunca hubo posibilidad de llegar a un análisis objetivo, a un una investigación seria de las mejores prácticas internacionales, de llegar a acuerdos, porque el oficialismo mandó a ellos a jilgueros y propagandistas, que no estuvieron dispuesto a que se discutiera objetivamente el tema. Por ello, tercamente se aferraron y se aferran, a una falacia: la de que el pueblo votó por la reforma judicial. Falso: se votó por candidatos presidenciales. Fue una elección presidencial, no una consulta popular sobre la elección de juzgadores.
Yo aplaudiría, si en lugar de hacer una iniciativa impositiva, el presidente López Obrador hubiera hecho solo un diagnóstico, con todas sus acertadas críticas, con las que los más, estamos de acuerdo. Y que también hubiera señalado los fines y propósitos que se deben lograr en esa materia en nuestro país para contar con un buen poder judicial.
Convocar además a una amplia y plural consulta de expertos, aceptando que él (el presidente López Obrador) no es un experto para que elaboren una propuesta, y luego, realizada esta propuesta por los expertos plurales, someterla a una consulta popular abierta y política con el fin de lograr el mayor consenso.
Finalmente, darle el resultado a la nueva presidenta de la República para que la incluya en su Plan Nacional de Desarrollo y entonces sí, hacer foros legislativos de los cuales surja la iniciativa de reforma judicial.
Hecha la iniciativa, seguiría su presentación a manera de propuesta social y colectiva, no la de una persona.
Todo, sin embargo, fue al revés: primero fue la iniciativa y solo después, los foros en los que jilgueros, propagandistas y expertos sofistas del gobierno solo buscaron y se preocuparon por hacer justificaciones a la iniciativa, y no por investigar la reforma más conveniente para el país.
El paso final sería para que después, se hiciera la iniciativa, la cual se hubiera presentado cómo una propuesta social y colectiva, y no la de una persona, pero todo fue al revés, primero fue la iniciativa, y solo después los foros, en dónde jilgueros, propagandistas y expertos sofistas del gobierno, sólo buscaron y se preocuparon, por hacer justificaciones a la iniciativa, y no por investigar la reforma más conveniente para el país.
Así, lo lamentable de todo esto es, que además de todos los costos (entre los que se incluye el menor crecimiento de las inversiones) es que se va a desperdiciar la gran oportunidad de hacer una reforma judicial integral; la que si lograría los propósitos que se plantean y que permitiría realmente que fuera una realidad lo que dice el artículo 39 constitucional: que exista un poder judicial que dimane del pueblo y se instituya «para beneficio de este».
