O como el bien se convirtió en eslogan después de perder su raíz

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: HeungSoon vía Pixabay
I. De cómo cortar una flor se convirtió en programa filosófico
Hay una idea moderna que brilla por su genialidad suicida: la de conservar la flor después de cortar la raíz. No como gesto romántico, sino como sistema moral. Se enseña en universidades, se legisla en parlamentos y se predica en campañas con eslóganes de colores. Y todo sin tierra.
Porque, al parecer, el hombre ilustrado ha descubierto que no necesita una naturaleza para tener dignidad, ni una finalidad para tener deberes, ni una verdad para tener opiniones. Le basta con sí mismo. Y si puede decorar su salón con flores artificiales, también puede construir su moral sin fundamento. El problema —pequeño detalle— es que ni las flores ni las virtudes sobreviven mucho sin raíces.
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II: El gran descubrimiento del siglo: el bien sin ser
Los antiguos creían que la ética tenía algo que ver con la realidad. Que el hombre era algo —no todo— y que su bien consistía en realizar su naturaleza, no en reinventarla cada lunes. Pero el mundo moderno, cansado de verdades, ha descubierto que se puede hablar del bien… sin saber qué es el hombre.
Así, los tratados de moral actuales se parecen a menús sin cocina: llenos de opciones, pero sin ingredientes. Se proclaman derechos como quien reparte caramelos, pero nadie pregunta de dónde salen. Y cuando alguien osa decir que el bien está en la naturaleza del hombre, lo acusan de autoritario. O de medieval. Que, para el caso, es lo mismo.
El problema, sin embargo, no es solo cultural, ni siquiera político: es filosófico.
UNA ÉTICA SIN ONTOLOGÍA ES COMO UNA ARITMÉTICA SIN NÚMERO, COMO UNA GEOMETRÍA SIN ESPACIO, COMO UNA GRAMÁTICA SIN PALABRAS.
EL JUICIO MORAL EXIGE QUE ALGO SEA ANTES DE DECIR SI ESTÁ BIEN. SI SE ARRANCA EL SER, NO QUEDA EL JUICIO: QUEDA LA CONSIGNA.
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III. La voluntad se toma el trono y rompe la corona
La virtud, que antes era una conquista del alma, hoy se ha vuelto una opinión con hashtags. El valor supremo ya no es la verdad, sino la elección. Poco importa qué se elige, siempre que se elija “con libertad”. Pero una libertad sin verdad es como una brújula que aplaude cada vez que te pierdes.
Se dice que cada quien debe ser “auténtico”. Pero si la autenticidad es obedecer a impulsos sin forma, los tigres también son auténticos. Lo difícil, lo verdaderamente humano, era ser virtuoso: convertir la libertad en fidelidad a lo que somos.
Hoy, en cambio, se ha tomado la voluntad, se la ha sentado en el trono… y se le ha dado una corona sin reino.
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IV. La moral del simulacro: bonita, muerta y de plástico
Lo más fascinante de esta moral moderna es que conserva las palabras, pero vacías. Dignidad, justicia, libertad… todas desfilan por los discursos, pero ninguna recuerda su origen. Como viejas estatuas llevadas a una discoteca: siguen siendo nobles, pero nadie sabe qué hacen allí.
Se construyen sistemas morales que tienen estructura, citas, tecnicismos… pero no huelen a nada. Son como flores de plástico: brillantes, simétricas, incorruptibles… e infecundas. La flor real, al menos, muere cuando la cortas. La flor falsa no muere porque nunca vivió.
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V. Lo radical es regar las raíces
Frente a esto, la verdadera revolución no es cambiar de valores. Es volver al suelo. Reconocer que el bien no se crea, se recibe. Que la ley moral no es una orden externa, sino el eco de lo que somos. Que la libertad sin verdad es una comedia, y que la dignidad sin ser es un discurso electoral.
Volver al ser no es retroceder: es recordar. Es tener el coraje de admitir que lo más antiguo no es lo más viejo, sino lo más real. Y que toda flor que aún quiere florecer debe volver a hundir su raíz en la tierra del ser.
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VI. Epílogo con pájaros, flores y una advertencia final
El mundo moderno vive en una casa decorada con flores sin raíz, cuadros sin santos y palabras sin carne. Todo es bello… hasta que alguien pregunta si es verdadero.
Y, sin embargo, el orden sigue allí. Las estaciones no han dejado de girar. El trigo sigue creciendo hacia el cielo. El agua aún corre hacia el mar. Y el alma —mal que le pese a los expertos en ética aplicada— sigue deseando el bien.
Es posible que el siglo siga vociferando valores sin sustancia. Nosotros, mientras tanto, volveremos a plantar. Y cuando florezca la verdad, recordaremos que lo más sorprendente no fue que el bien necesitara del ser… sino que lo hayamos olvidado tanto tiempo.
