El escándalo de la verdad: por qué la sabiduría molesta

Y algún día —cuando todo colapse bajo el peso de su propio relativismo— una nueva generación redescubrirá que educar es, ante todo, ordenar el alma al fin que la supera

Por Oscar Méndez Oceguera

Imagen ilustrativa:

“La sabiduría es conocimiento de las causas más altas y divinas”.
Santo Tomás de Aquino. STh II-II, q. 45, a.1

LA EXPULSIÓN DE LA SABIDURÍA

Imagine usted un aula blanca. Muy blanca.

Llena de luz artificial, protocolos inclusivos y objetivos educativos sin dirección metafísica.

Todo funciona. Todo fluye. Todo se mide.

Y sin embargo —como suele suceder en las historias que aún valen la pena— algo inesperado ocurre.

Entra al aula un personaje sin gafete, sin rúbrica y sin justificación presupuestal. Viste de forma extraña: no con traje, sino con un resplandor silencioso. No trae laptop, sino un libro sin fecha de edición. Y dice frases como:

—“La verdad no cambia”.

—“Todo lo que es, tiene un fin”.

—“El alma fue hecha para lo eterno”.

Al principio, la confusión es general. ¿Qué materia da? ¿De qué departamento viene?

Al no hallarse su registro, es invitada amablemente a retirarse.

—“No estás en el programa”.

Y así, la Sabiduría es expulsada.

No por intolerancia, sino por higiene curricular.

Porque su sola presencia recordaba —de forma insoportablemente luminosa— que el conocimiento tiene una causa, un orden… y un fin.

ENTRE SABER Y SABIDURÍA

Hoy sabemos muchas cosas.

Sabemos programar satélites, descomponer enzimas, manipular mercados y editar genes.

Pero hemos olvidado qué es la sabiduría.

Santo Tomás lo dijo sin pestañear:

“Sapientia est cognitio divinorum et causarum altissimarum.”

La sabiduría es conocimiento de lo divino y de las causas más altas.

(STh II-II, q. 45, a.1)

No es lo mismo saber cómo funcionan las cosas (scientia) que saber para qué existen (sapientia).

No es lo mismo conocer la estructura de una flor que reconocerla como don del Creador.

No es lo mismo dominar una teoría que conformar el alma al orden del ser.

La escuela moderna, con toda su maquinaria, sigue produciendo saberes.

Pero ha perdido su alma porque ha cortado el vínculo entre el saber y su causa final: Dios.

CUANDO LA VERDAD SE VUELVE SOSPECHOSA

El drama de nuestra época no es la ignorancia.

Es que ya no se cree que exista una verdad digna de ser amada.

Y como todo fin suena autoritario, la sabiduría —que consiste precisamente en ordenar todo a un fin supremo— se vuelve sospechosa.

En un mundo que tolera todo excepto lo que es firme, la sabiduría desentona.

No es neutral. No se puede relativizar.

Se parece demasiado a la luz, y por eso incomoda.

Y sin embargo, el alma la sigue deseando.

El niño que pregunta por el origen del universo.

La adolescente que llora ante una injusticia que “no debería ser así”.

El joven que intuye que el amor es más que química.

Todos —sin saberlo— están buscando a la Sabiduría.

IRÓNICAMENTE ETERNA

Lo irónico es que, en expulsarla, la escuela ha conservado lo que ella formó.

La gramática que aún se enseña, la lógica que aún se exige, la ciencia que aún se presume… todo eso nació cuando la Sabiduría reinaba.

Ella fundó las universidades, modeló el trivium, iluminó el quadrivium, dio forma a las catedrales… y hoy la despiden como si fuera un estorbo.

Pero aún expulsada, sigue llamando.

No grita. No se impone.

Simplemente está allí, como la Verdad que ya no necesita permiso para existir.

UNA PUERTA ABIERTA

La escuela moderna, por más que lo intente, no puede llenar el hueco que dejó la Sabiduría.

Puede entretener, puede entrenar, puede formar consumidores.

Pero no puede formar almas.

Y algún día —cuando todo colapse bajo el peso de su propio relativismo— una nueva generación redescubrirá que educar es, ante todo, ordenar el alma al fin que la supera.

Ese día, la Sabiduría volverá a entrar al aula.

No pedirá credencial.

No pedirá permiso.

Solo se sentará donde siempre debió estar: en el centro.

SABIDURÍA: EL SABOR DEL SER

“Sapientia est gustus veritatis”

— Santo Tomás de Aquino.

NO TODA LUZ ILUMINA

Hoy se habla de inteligencia emocional, artificial, creativa, financiera y transversal.

Pero nadie menciona ya la palabra sabiduría.

Quizá porque suena a monasterio. O peor: a verdad eterna.

Y sin embargo, es la más necesaria.

La más antigua.

La más olvidada.

Y también —como diría Santo Tomás— la más alta de todas las formas del saber.

“La sabiduría no se limita a saber cosas; saborea su causa, reconoce su fin, y canta su sentido».

Es el sabor del ser. El gusto por lo real.

No por lo útil. No por lo manipulable. No por lo intercambiable.

Por lo real. Tal como es.

NO SE PUEDE SER SABIO SIN AMAR EL ORDEN

Para Santo Tomás, la sabiduría es el conocimiento de las realidades divinas y de las causas más altas.

Pero no es una abstracción académica. Es una virtud del entendimiento que transforma el alma.

No consiste en pensar mucho, sino en ver bien.

Ver con el alma ordenada.

Ver lo que hay, y saber que no lo hicimos nosotros.

Ver el fuego y arrodillarse.

La sabiduría no es una destreza, sino una participación: una connaturalidad con el orden del ser.

“El sabio no es el que tiene más información, sino el que se deja iluminar por lo que no puede inventar”.

Hoy, la razón se ha vuelto fábrica.

Todo debe ser útil, aplicable, rentable.

Y por eso la sabiduría ha sido marginada: porque no sirve para nada… salvo para vivir bien.

SIN TELŌS, EL SABER SE DESINTEGRA

Aristóteles lo dijo con la naturalidad de quien respira lo real:

“El fin es lo primero en la intención y lo último en la ejecución”.

Y Santo Tomás lo repitió con precisión angélica:

“Omnia ordinantur in finem” — “Todas las cosas están ordenadas a un fin”.

— STh I, q. 1, a.6

El telos no es un adorno filosófico: es la columna vertebral del ser.

Es el fin por el cual algo es lo que es.

Y sin fin, no hay forma.

Sin fin, no hay bien.

Y sin bien, no hay educación, solo entrenamiento.

Hoy se enseña la estructura del ojo, pero no se dice que fue hecho para ver la luz.

Se estudia el corazón, pero no se enseña que fue hecho para amar y sacrificarse.

Y se estudia al hombre… como si no tuviera destino más alto que la funcionalidad.

Ese es el crimen pedagógico de nuestro tiempo: enseñar todo menos el fin.

Y eso no es enseñar: es preparar sujetos para vivir sin saber por qué viven.

DEL INTELLECTUS AL CANTO

La sabiduría no nace de la duda, sino del asombro.

No pregunta primero “¿cómo funciona esto?”, sino: “¿Qué significa que esto sea?”

Santo Tomás distingue entre ratio (el razonamiento discursivo) e intellectus (la captación luminosa de lo real).

La sabiduría no brota del análisis, sino de la apertura al ser como don.

Por eso el sabio no manipula: adora.

No clasifica: agradece.

No controla: se deja invadir por la luz.

Y al final, no explica… canta.

LO MÁS REAL NO ES LO MÁS ÚTIL

El moderno quiere saber para dominar.

El sabio quiere saber para amar lo que es.

El moderno mide el mundo.

El sabio se mide a sí mismo frente al misterio.

Y aquí entra la paradoja última: cuanto más verdadera es la sabiduría, menos se la puede programar.

Porque no responde a un esquema, sino al Ser mismo.

Y el Ser —como Dios— no se domestica.

SABER PARA ADORAR

Toda sabiduría verdadera culmina en alabanza.

No en producción. No en eficiencia.

En gratitud.

El alma fue hecha para ver, para conocer… y para bendecir.

Y eso —que la escuela moderna ha olvidado— es lo que vuelve a arder cada vez que alguien recuerda que aprender no es acumular, sino responder a una Voz que dice: “Yo soy el fin de todas las cosas».

ALMA HUMANA: POTENCIA PARA LO ETERNO

“Intellectus est quodammodo omnia”.

— Santo Tomás de Aquino, STh I, q. 14, a. 1

“El entendimiento, en cierto modo, es todas las cosas”.

NO TODO SUJETO EDUCATIVO ES UN ALMA

La educación moderna se construyó sobre una ficción burocrática: que el educando es un “individuo”.

Neutro. Intercambiable. Medible.

Un “recurso humano” con necesidades, habilidades y potencial productivo.

Se le puede entrenar.

Se le puede motivar.

Se le puede digitalizar.

Pero hay un pequeño problema: no es un recurso. Es un alma.

Y el alma no se deja catalogar.

No responde a métricas.

No cabe en planes de estudios.

Porque el alma no fue hecha para el sistema: fue hecha para el infinito.

SANTO TOMÁS Y LA GRAN REVELACIÓN

Para Tomás, el alma humana es una forma substancial inmortal, creada directamente por Dios, capaz de conocer la verdad, amar el bien y gozar de la gloria eterna.

No es simplemente principio de vida: es sede de la inteligencia, de la voluntad, de la libertad.

Es, como decían los antiguos, una chispa del Logos.

Y su operación más alta no es adaptarse al entorno, sino contemplar el orden del ser y rendirse ante él.

Por eso el alma no solo puede conocer.

Debe conocer.

Y no cualquier cosa: lo más alto.

No fue hecha para funcionar.

Fue hecha para ver a Dios.

CUANDO SE OLVIDA EL FIN DEL ALMA, NACE LA EDUCACIÓN TÉCNICA

Una vez que se niega el fin sobrenatural del alma, el resto se cae como fichas de dominó:

— Ya no hay verdad que amar, solo datos que gestionar.

— Ya no hay bien que seguir, solo normas que obedecer.

— Ya no hay belleza que adorar, solo estímulos que consumir.

— Ya no hay virtud, solo “competencias blandas”.

— Y ya no hay maestro, sino facilitador de procesos.

Y así, el alma se vuelve invisible.

No porque haya muerto, sino porque molesta.

EL ESCÁNDALO DE UNA ALMA QUE NO SE DEJA REDUCIR

He aquí la ironía más profunda: que el alma —por más que se la niegue— resiste.

Resiste siendo niña, cuando pregunta por qué hay algo en vez de nada.

Resiste siendo joven, cuando anhela una verdad que no se negocia.

Resiste siendo anciana, cuando mira la muerte y sabe que no es el final.

Resiste, sobre todo, cuando sufre por sentido.

Porque el animal puede ser condicionado, pero solo el alma puede llorar por una traición.

Solo el alma puede perdonar.

Solo el alma puede morir por una causa invisible.

Y eso —eso precisamente— es lo que la escuela moderna no puede procesar.

EL ALMA EDUCATIVA NO ES UN OBJETO: ES SUJETO DEL INFINITO

Para educar, no basta con enseñar.

Hay que dirigirse a una potencia viva, racional, espiritual, capaz de verdad, de bien y de Dios.

Eso es el alma.

Y eso es lo que Santo Tomás sabía con una claridad que corta:

“El alma es, por naturaleza, capaz de conocer todas las cosas”.

— Sth I, q. 76, a. 1

Y por eso la sabiduría no es un lujo: es la forma de respirar del alma.

Negarla es asfixiarla.

Y eso es lo que estamos viendo: generaciones que no respiran.

Que se distraen, que compiten, que rinden… pero no viven.

Y SIN EMBARGO, EL ALMA SIGUE HAMBRIENTA

Por más manuales, protocolos, plataformas y objetivos específicos… el alma sigue pidiendo lo mismo: una verdad que la ordene, un bien que la sostenga, y un fin que le dé sentido al tiempo.

Y hasta que la educación no vuelva a mirar al alma no volverá a formar hombres.

Solo continuará fabricando engranes obedientes con crisis de ansiedad.

LA EXPULSIÓN DE LA SABIDURÍA Y EL REINADO DE LA NEUTRALIDAD FUNCIONAL

“La inteligencia sin fin es como una flecha sin blanco: no es virtud, sino vértigo”.

CUANDO LA VERDAD MOLESTA, SE REORGANIZA EL FORMATO

La sabiduría no fue desterrada con fuego ni decretos.

No fue combatida con ira.

Fue reemplazada con amabilidad.

Se la eliminó del currículo no por lo que decía, sino por lo que implicaba: que existe un orden, una finalidad, un alma, un Dios.

Y esas cosas —aunque nadie lo diga— incomodan.

El sistema optó entonces por preservar la estructura externa del aprendizaje, pero vaciada de lo que podía herir: la verdad.

Y así comenzó la educación neutra: sin dogmas, sin jerarquías, sin alma.

DEL CONOCIMIENTO A LA ADMINISTRACIÓN DE CONTENIDOS

Ya no se enseña la naturaleza de las cosas, sino “contenidos contextualizados”.

Ya no se forman inteligencias, sino “competencias transferibles”.

Ya no se cultiva la sabiduría, sino “habilidades blandas”.

El contenido ha sido sustituido por el procedimiento.

El sentido, por la medición.

La finalidad, por la empleabilidad.

Y en medio de tanta precisión técnica, se ha olvidado para qué existe el conocimiento.

CUANDO TODO ES PROCESO, NADA ES VERDAD

El modelo pedagógico actual ha sustituido el telos por el protocolo.

Todo está orientado a “producir resultados”, pero nadie pregunta si esos resultados valen la pena.

La educación se ha vuelto un movimiento sin dirección, una preparación sin destino, un viaje sin mapa.

“La verdad no ha sido refutada; ha sido omitida por considerarse irrelevante para el formato de evaluación”.

Y así se produce un saber sin arraigo, una inteligencia sin alma, una escuela sin altar.

LA SUPRESIÓN DEL FIN PRODUCE LA FRAGMENTACIÓN

Santo Tomás enseña que el fin es aquello que unifica, lo que da forma y sentido a todos los actos humanos.

Sin fin, el entendimiento queda sin estructura.

Y sin estructura, el alma se disuelve en funciones.

Eso es lo que vemos hoy: jóvenes que piensan sin saber qué piensan, que opinan sin verdades, que actúan sin razones últimas.

Y no es culpa suya: es el fruto de una pedagogía que ha olvidado que sólo se educa cuando se ordena el alma al bien.

NO ES NEUTRALIDAD: ES OCULTAMIENTO DEL SER

La escuela moderna se presenta como “neutral”, pero no lo es.

Es una neutralidad activa, programada, teóricamente blindada, que ha elegido excluir toda referencia al orden del ser porque esa referencia implicaría reconocer un Autor, un Fin, una Verdad.

En su lugar, se ofrece un pluralismo superficial: todo es discutible… excepto la obligación de adaptarse.

Todo es relativo… excepto el lenguaje impuesto.

Todo es diálogo… excepto con la metafísica.

Y así se cultiva la docilidad sin sabiduría, y la obediencia sin alma.

UN SISTEMA QUE FUNCIONA… SIN VER

Lo más inquietante es que el sistema funciona.

Produce egresados.

Genera estadísticas.

Recibe premios.

Y sin embargo, bajo su superficie, las almas padecen hambre.

No de innovación, sino de sentido.

No de habilidades, sino de una verdad a la cual entregar la vida.

Porque el alma, como enseñaba el Aquinate, no se sacia con procesos: se ordena al fin último.

Y si ese fin es negado, todo lo demás se convierte en humo brillante.

LA SABIDURÍA SIGUE LLAMANDO, AUNQUE NO LA OIGAN

A pesar de todo, la sabiduría no ha desaparecido.

Fue expulsada, pero no destruida.

Está en la nostalgia de un alumno que quiere respuestas verdaderas.

En la fatiga de un maestro que ya no cree en los “objetivos”.

En el silencio que se forma cuando, sin esperarlo, alguien pronuncia la palabra “alma”.

Está allí.

Esperando que una puerta se abra.

Esperando que alguien recuerde que la educación no es un proceso… sino una ascensión.

MAESTRO Y DISCÍPULO: EL FUEGO Y LA ANTENA

“Veritas non est inventa, sed tradita”.

“La verdad no se inventa, se transmite”.

— Santo Tomás de Aquino, Super Evang. Jo., cap. 1, lec. 1

EL MAESTRO NO ES UNA FUNCIÓN: ES UNA PRESENCIA

Todo saber verdadero, antes de ser escrito, fue encarnado.

No nació en documentos, sino en rostros.

No se propagó con manuales, sino por testigos que ardían.

En los tiempos en que todavía se enseñaba para salvar, el maestro no era un operador del sistema: era un hombre que hablaba porque había visto.

Y eso hacía toda la diferencia.

No repetía conceptos: entregaba sentido.

No entretenía: hacía pensar hasta el temblor.

No corregía solamente errores: encendía la conciencia del ser.

DEL PROFESOR AL MAESTRO: EL PASO IMPOSIBLE

Un sistema puede fabricar profesores.

Pero sólo el fuego forma maestros.

Un profesor transmite información.

Un maestro genera interioridad.

No enseña desde su rol, sino desde su alma.

El profesor aplica un plan de estudios.

El maestro es testigo de una visión.

Por eso puede enseñar geometría… y que al mismo tiempo el alumno llore ante la proporción de los cielos.

ENSEÑAR NO ES DESCARGAR DATOS, SINO ALZAR EL ROSTRO

Hoy se pretende enseñar sin decir quién es el hombre.

Se intenta formar sin confesar el fin.

Se mide el avance sin saber hacia dónde se camina.

Pero el maestro verdadero sabe —como sabía Sócrates, como sabía Tomás, como sabe todo el que ha amado la verdad— que educar no es capacitar: es mostrar el camino del alma hacia lo eterno.

“Docere est lumen infundere”.

Enseñar es infundir luz.

Y esa luz no se improvisa.

No nace de las normas.

Nace de haber sido herido por la verdad.

El maestro enseña porque fue salvado por lo que enseña.

EL DISCÍPULO NO ES CLIENTE: ES ANTENA

El alumno moderno ha sido tratado como cliente: hay que entretenerlo, activarlo, retenerlo, validarlo.

Pero el discípulo —el verdadero— no es un consumidor de estímulos: es una antena orientada al misterio.

Tiene sed.

Tiene hambre.

No de métodos.

No de talleres.

De verdad. De unidad. De gloria.

Aunque no lo diga, quiere que le hablen del bien y del mal.

De la muerte. Del amor.

De aquello que no se puede medir… porque es lo que da forma a todo lo demás.

EL ENCUENTRO: DONDE VUELVE LA TRANSMISIÓN

Cuando un discípulo así encuentra un verdadero maestro, no necesita gamificación, ni plataformas, ni “ambientes enriquecidos”.

Le basta una palabra dicha de pie.

Una mirada encendida.

Un silencio que pesa.

Una frase que resuena veinte años después.

Porque lo que se transmite allí no es una técnica.

Es una herencia de fuego.

MAESTRO: EL QUE ESCUCHA PRIMERO A DIOS

En la teología de Tomás, todo magisterio verdadero es participación del magisterio de Dios.

El maestro no crea la verdad: la sirve.

No la adapta: se adapta a ella.

No la convierte en producto: la confiesa como misterio.

Y por eso su autoridad es real.

No viene de la institución, sino de la luz que lo ha transformado.

La sabiduría se transmite de alma a alma.

Todo lo demás es protocolo.

ENSEÑAR: HACER SONAR EL MUNDO COMO CUERDA VIVA

Decía Aristóteles que el verdadero maestro no solo enseña a razonar: enseña a ver lo que vale la pena ser amado.

Porque si el alma ve el bien… caminará hacia él.

Y eso —ese momento en que el discípulo reconoce que está hecho para más— es el acto educativo por excelencia.

Todo lo demás es prólogo.

CUANDO VUELVE EL MAESTRO, VUELVE LA ESPERANZA

Donde hay un maestro verdadero, aunque sea uno solo, aunque esté en un aula pobre, aunque nadie lo registre en los rankings… allí la sabiduría ha vuelto.

Porque alguien sigue diciendo: la verdad existe.

El alma fue hecha para el cielo.

Y aprender es comenzar a subir.

LA SABIDURÍA REGRESA COMO LLAMA Y JUICIO

No fue destruida.

No murió.

No se rindió.

La Sabiduría fue expulsada, sí —del aula, del currículo, del lenguaje— pero no del alma.

Porque el alma no olvida a quien la formó.

Y el que alguna vez saboreó la verdad, aunque sea un instante, ya no puede vivir del todo en la mentira.

La Sabiduría regresa.

No como nota al pie, ni como módulo optativo, ni como recurso pedagógico transversal.

Sino como llama que arde y juzga.

No pide permiso.

No exige votación.

No responde a indicadores.

Vuelve como la voz del Logos, como la luz que estaba en el principio, como la causa final de todas las causas: el Verbo, por quien todo fue hecho y sin el cual nada tiene forma.

Vuelve, y al volver revela: que el saber sin fin es vértigo; que el maestro sin alma es eco; que el alumno sin dirección es polvo disperso.

Y al volver, restaura.

Restaura el sentido.

Restaura el lenguaje.

Restaura la figura del hombre.

Pero sobre todo, restaura el horizonte.

Porque la sabiduría no baja al mundo para hacernos más eficaces, sino para recordarnos que estamos hechos para Dios.

“Initium sapientiae timor Domini”.

“El principio de la sabiduría es el temor del Señor”.

— Proverbios 1,7

Y eso, al fin, es lo que la escuela había olvidado.

Y lo que la humanidad, por fin, volverá a aprender.

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