¿De quién es la tierra?

Toda civilización verdadera comienza allí donde esa pregunta se responde con reverencia; y toda decadencia comienza cuando se responde con codicia

Por Oscar Méndez Oceguera

Imagen: Vecteezy

No todo lo que se tiene se posee. No todo lo que se explota se habita. No todo lo que se inscribe se hereda. La tierra no se reduce al suelo físico ni al título de propiedad. Su posesión auténtica no se ejerce, se recibe. No es dominio, sino vínculo. No es poder, sino pertenencia. Y ese vínculo no nace de la voluntad, sino del deber: el deber de custodiar lo que no hemos creado, de honrar lo que nos fue entregado, de responder por aquello que no nos pertenece del todo, pero que nos ha sido confiado.

La pregunta “¿de quién es la tierra?” no es jurídica. No puede ser respondida en términos registrales, contractuales o administrativos. Es una pregunta de orden originario. Es moral, es política, es espiritual. Toda civilización verdadera comienza allí donde esa pregunta se responde con reverencia; y toda decadencia comienza cuando se responde con codicia.

La tierra es un bien, pero no un bien neutral. Tiene un fin propio. No puede ser comprendida desde el utilitarismo. La tierra no es materia disponible, sino criatura ordenada. Está destinada a fecundar, a sostener, a unir. Y todo uso de la tierra que niegue ese orden natural se vuelve violento, degradante, destructor. Quien se arroga un dominio absoluto sobre ella, sin reconocer que es primero servidor, no es poseedor: es usurpador.

Como enseñó Álvaro d’Ors, “la propiedad, aunque sea de derecho natural, no puede ser entendida como un poder ilimitado, sino como un derecho ordenado al bien común”. Todo verdadero derecho de propiedad está envuelto en el deber de que la tierra no se convierta en botín, sino en bien ofrecido.

Quizá te haya pasado, lector, al volver un día a la casa de tu infancia —si es que aún existe— y tocar con la mano aquella pared donde apoyaste los primeros pasos, que algo se removiera dentro. No era la piedra: eras tú. Habías vuelto a ti. Porque no basta vivir en un lugar para pertenecerle. Solo se pertenece cuando se ha amado, cuando se ha ofrecido, cuando se ha llorado sobre él. Por eso, la tierra no se da al que llega, sino al que permanece.

El orden natural exige que la tierra se reciba como heredad, no como conquista. Como responsabilidad, no como botín. Y esa herencia no es solo biológica ni sentimental: es objetiva, real, concreta. Se hereda la tierra cuando se continúa el sacrificio, cuando se prolonga la fidelidad, cuando se honra a los que la habitaron y se prepara para los que vendrán. Heredar es transmitir sin romper. Poseer es conservar sin profanar. Administrar es servir sin apropiarse.

En palabras del mismo d’Ors: “el hombre no puede tratar a la tierra como un objeto; la posesión implica deberes esenciales: de custodia, de conservación, de transmisión. El propietario es más bien un servidor de una estructura que le trasciende”.

Y sin embargo, ¿cuántos de nosotros —quizá tú también— hemos sentido esa extraña ligereza del que no puede echar raíces? Se cambia de casa, de ciudad, de ocupación, sin que nada nos ate realmente a un lugar. Todo es funcional, todo provisional. Se viven años en un sitio sin conocer el nombre de un solo vecino, sin plantar un árbol, sin mirar el cielo como quien lo necesita para orar.

El verdadero poseedor de la tierra no es el que la cerca, sino el que la consagra. No es el que la calcula, sino el que la siembra y la recibe. No es el que extrae de ella rendimiento, sino el que entrega en ella su cuerpo, su nombre y su bendición.

La tierra pertenece solo a quien deja en ella tres huellas: su hogar, su altar y su tumba.

El hogar convierte la tierra en espacio de vida transmitida, no solo vivida. Donde no hay hijos, no hay heredad. Donde no hay mesa, no hay raíz. Donde no hay generaciones, la tierra es solo terreno.

Quizá hayas comido muchas veces solo, frente a una pantalla, sin bendecir los alimentos, sin escuchar el relato de los abuelos. No es pobreza: es orfandad. No es carencia: es desarraigo. Y en ese desarraigo, se marchita la tierra y se enfría el alma.

El altar convierte la tierra en espacio de sacrificio. Quien no ha ofrecido en ella lo mejor de sí, no la ha tocado todavía. Donde no hay acción de gracias, no hay pertenencia. Donde no hay liturgia, todo es economía.

Tal vez tu vida haya estado llena de actividades, éxitos, publicaciones, viajes. Pero ¿has ofrecido algo de eso como sacrificio? ¿Has consagrado algo de lo tuyo —de tu tiempo, de tu pan, de tu cuerpo— como don?

La tumba convierte la tierra en promesa. El que no está dispuesto a morir en ella, no es digno de poseerla. Solo el que entrega su cuerpo al mismo suelo que ha trabajado y amado, sella con sangre el pacto que lo une a la tierra y a su destino.

Y puede ser que alguna vez hayas sentido miedo de esa palabra: muerte. Pero ¿no es justamente ella la que da gravedad a la vida? ¿No es la certeza de morir en una tierra lo que le da sentido a haberla habitado?

Pero la tierra no es fin. Es signo. Y todo signo apunta más allá de sí. Por eso, si la tierra no nos eleva hacia el Cielo, nos hunde en el polvo. No basta con habitar la tierra: hay que habitarla con el alma vuelta a Dios. La tierra bien poseída se vuelve altar porque en ella se rinde culto al Creador, no a la criatura.

Y en esto se cumple lo que d’Ors advirtió: “el error moderno consiste en suponer que el tener equivale a poseer, y que la posesión equivale a disponibilidad. Nada más lejos de la verdad: solo se posee aquello en lo que se ha inscrito la vida”.

El mundo moderno ha roto el pacto con la tierra. Ya no la habita como altar, sino como mina. Ya no la recibe como herencia, sino como inversión. Ya no la custodia, sino que la consume. El hombre errante, funcional, abstracto, ha convertido la tierra en cifra, en dato, en mercancía. Y por eso la tierra se ha vuelto muda. Ya no habla. Porque solo habla a quien se arrodilla.

Y si alguna vez —en medio del ruido digital, del plástico de los supermercados, de la prisa incesante— has sentido que algo te falta, quizá lo que falta no es comodidad ni eficiencia. Falta tierra. Falta arraigo. Falta altar. Falta tumba. Falta algo que no se pueda comprar ni alquilar: una pertenencia que atraviese el cuerpo y el alma.

La posesión verdadera no se garantiza por ley humana. Se sostiene por obediencia al orden. El derecho positivo no crea la legitimidad, solo la reconoce cuando es justo. Y el justo título no basta si no se apoya en una vida conforme a la verdad de las cosas. La tierra no se entrega al que llega primero ni al que firma mejor, sino al que sabe servir. Al que no usa, sino que honra. Al que no extrae, sino que consagra.

Según advirtió Álvaro d’Ors, “hay un derecho natural de posesión cuando existe una continuidad objetiva entre el hombre y la tierra, verificada no por títulos, sino por hechos: permanencia, cultivo, fidelidad”. La tierra reconoce a sus hijos, no a sus compradores.

Poseer es una forma de obediencia. Solo el que sabe obedecer a lo que la tierra es —a su destino, a su vocación, a su límite— puede tenerla sin profanarla. La posesión verdadera exige reconocer que hay un orden anterior a nosotros. Que hay una ley no escrita que precede a todo contrato. Que la tierra no es materia disponible, sino criatura confiada.

Esa conciencia no es sentimiento: es justicia. Tiene un nombre antiguo, noble, silencioso: pietas. La pietas es el alma de toda posesión legítima. Es la virtud que ata al hombre con lo que lo precede y lo excede. Es la fidelidad a los padres, la obediencia al origen, la humildad ante lo que no se controla. Solo el hombre que posee pietas puede poseer tierra sin mentir.

Donde hay pietas, hay bendición. Donde no la hay, todo se vuelve cifra. Hay casas sin hogar, tumbas sin nombre, templos sin sacrificio. Hay campos cultivados sin gratitud, ciudades fundadas sin altar, vidas consumidas sin pertenencia. La tierra se degrada, y con ella el alma del que la niega.

Por eso la verdadera posesión es alianza. No se firma, se vive. No se registra, se consagra. Y cuando esa alianza es real —cuando hay hogar, altar y tumba— la pregunta puede volver a hacerse con verdad:

¿De quién es la tierra?

Del que la recibe con temblor.

Del que la custodia como quien cuida un don.

Del que la embellece sin codicia.

Del que la sirve sin cálculo.

Del que la habita como altar.

Del que muere en ella con los ojos puestos en el Cielo.

Porque al final, toda tierra bien poseída es figura del Reino.

Y toda posesión verdadera es un eco de la promesa.

Y todo suelo fielmente habitado es ya semilla de eternidad.

Y la tierra no es del que la adora, sino del que adora al Creador sobre ella.

No del que la domina, sino del que la consagra.

No del que la posee por fuerza, sino del que la bendice con gratitud.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.