Un ensayo sobre la negación del ser en la cultura contemporánea

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: René Descartes (cuemath.com)
«El error moderno no está en pensar, sino en comenzar a pensar desde uno mismo».
Danilo Castellano
I. EL DÍA EN QUE LA DUDA SUSTITUYÓ AL SER
Todo comenzó el día en que un filósofo —sentado frente al fuego, encerrado en su casa, aislado del mundo por método— decidió que lo más real no era el mundo, ni Dios, ni el ser… sino su propia duda.
El problema no fue que Descartes pensara —todo hombre está obligado a hacerlo—. El problema fue desde dónde pensó. Como si un niño dijera: “No sé si hay sol, pero veo mi sombra. Confiaré en ella”.
Y desde entonces, toda la cultura occidental se fue pareciendo a ese niño: brillante, inquieto y peligrosamente desorientado.
Y condenado a vivir en la penumbra.
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El cogito fue un terremoto metafísico.
“Pienso, luego existo” no descubrió al hombre: lo amputó.
Le quitó el suelo del ser y le dio una prótesis: el yo como certeza privada.
Una prótesis que parece funcional, pero que impide caminar hacia la realidad.
La certeza cartesiana es una sombra disfrazada de sol.
Y toda la filosofía posterior pareció confiar en esa sombra como si fuera luz.
Pero no lo era.
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La cultura moderna no nació de un amor a la verdad, sino de una desconfianza radical ante lo que es.
La duda dejó de ser un camino para llegar a la verdad, y se convirtió en un trono.
La conciencia del yo se hizo altar.
Y el mundo —con su orden, su ser, su ley, su belleza— fue reducido a hipótesis funcional; útil si sirve, desechable si no.
Lo que no puede reducirse al yo, se volvió sospechoso.
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Así comenzó la gran desontologización del mundo.
El ser ya no era lo primero.
Lo primero era mi impresión.
Lo primero era mi pensar.
Lo primero era mi yo.
La verdad dejó de ser lo que es, y pasó a ser lo que yo puedo afirmar sin contradecirme.
Y con ello, la realidad se volvió formal, solipsista, técnica.
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Y sin embargo —como lo advirtió Castellano—, el error no estuvo en pensar, sino en comenzar a pensar desde uno mismo.
Es allí donde se rompe el vínculo con el ser, donde la inteligencia ya no escucha lo que es, sino que se encierra en su propio eco.
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Una vez que el yo se convierte en punto de partida absoluto, el ser se vuelve prescindible.
Y cuando el ser es prescindible, la verdad se vuelve negociable.
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II. LA RAZÓN MODERNA: FORMALISMO SIN FONDO
Kant, discípulo lejano y reformador riguroso de Descartes, intentó salvar la razón…, pero la encerró en un laboratorio.
Allí, la razón se volvió hermética a la realidad exterior. Solo podía conocer lo que ella misma ponía.
Todo lo demás —la cosa en sí, el ser, Dios, el alma— fue declarado incognoscible.
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Así, la razón moderna se volvió ciega a la verdad del ser.
Y lo que es peor: se jactó de su propia ceguera como si fuera lucidez.
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La inteligencia ya no era capacidad de recibir el ser, sino facultad de organizar fenómenos.
El conocimiento dejó de ser contemplación, y se volvió fabricación mental.
La verdad ya no se reconocía, se construía.
Y toda construcción era válida si respetaba la forma.
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El triunfo del formalismo kantiano no fue solo filosófico. Fue político. Jurídico. Cultural.
Se podía legislar horrores… siempre que se hiciera con el lenguaje correcto del procedimiento y la tolerancia.
Se podía suprimir el alma, la patria, la infancia o el orden natural… siempre que se conservara la etiqueta ilustrada del contrato racional.
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Ya no se buscaba la justicia.
Se cumplía con la forma de la ley.
Y donde no había ley, se creaba un reglamento con el tono debido.
La razón moderna se volvió así una administradora sin verdad, una calculadora de consensos, una ingeniera de sistemas. Pero dejó de ser inteligencia abierta a lo que es.
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III. EL YO SIN SUJETO: PERSONA SIN NATURALEZA
Cuando el ser se diluye, el yo se disocia de su naturaleza.
Ya no soy alguien, sino una autoafirmación flotante.
Ya no soy cuerpo, alma, historia, vocación, límite.
Soy solo una construcción emocional en constante reescritura.
“Yo soy porque siento que soy algo”.
Un constructo efímero, sujeto a la volubilidad del sentir.
Una arena movediza sobre la que intentar construir una vida.
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Así, la dignidad humana se convirtió en una medalla emocional, no en un fundamento ontológico.
Y al ser emocional, esa dignidad es frágil y revocable; dependiente de la aprobación externa, del sentimiento fluctuante, de la mirada ajena.
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Los derechos humanos dejaron de fundarse en la verdad del hombre, y comenzaron a fundarse en el deseo subjetivo.
Cada deseo pedía ser derecho.
Cada inclinación, identidad.
Cada sentimiento, ley.
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“Cuando todos tienen derecho a todo, nadie tiene responsabilidad de nada”.
No es un chiste.
No es una exageración.
Es el programa educativo de las Naciones Unidas.
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IV. EL DERECHO SIN JUSTICIA: CUANDO LA LEY OLVIDA LO JUSTO
Cuando la ley deja de fundarse en la naturaleza del hombre, pierde su vocación de justicia y se convierte en instrumento del poder.
El derecho ya no protege lo que es verdadero, sino lo que es deseado.
Y la voluntad, sin verdad, es una tiranía educada: solapada, insidiosa, implacable.
Una opresión que habla de libertad y castiga con sonrisa democrática.
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Ya no se enseña lo justo.
Se enseña a cumplir con el procedimiento.
A no ofender.
A no discriminar.
A no pensar fuera del marco.
El derecho moderno ya no enseña a ser justo, sino a no ser incorrecto.
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Pero si la corrección reemplaza a la verdad, ¿quién nos defenderá de una injusticia políticamente correcta?
¿Quién se atreverá a tirar del freno de emergencia?
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V. LA CULTURA COMO SIMULACRO: LA TÉCNICA SIN VERDAD
La técnica tomó el lugar de la sabiduría.
La gestión, el lugar del gobierno.
La eficiencia, el lugar del sentido.
Nos volvimos pragmáticos sin verdad.
Tecnológicos sin alma.
Libres sin dirección.
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Una civilización que exhala hedor a muerte bajo una capa de brillo.
Un cadáver maquillado.
Perfectamente presentado para la ceremonia…, pero muerto por dentro.
Y a los que lo habitan, se les exige que aplaudan el espectáculo.
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¿Útil para sobrevivir… en un mundo donde ya no sabemos por qué vale la pena vivir?
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VI. CONCLUSIÓN: ESCUCHAR LO QUE ES
Hoy vivimos en un caos con internet, una anarquía algoritmizada, una rebelión del yo sin verdad.
Y sin embargo… el ser sigue ahí.
No se ha ido.
No se ha deshecho.
No ha muerto.
Sólo espera ser escuchado.
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Las cosas son.
No que parecen.
No que pienso.
No que me gustaría que fueran.
Que son.
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Porque al final, todo comienza no cuando uno se pregunta “¿qué quiero ser?”, sino cuando uno empieza a escuchar lo que ya está siendo llamado a ser.
