Crítica filosófica a los libros de texto mexicanos

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Dreamstime
La educación del hombre no comienza en la pizarra, sino en el alma. Y el alma del niño, cuando aún no se ha corrompido por la arbitrariedad de los adultos, es el lugar donde Dios escribe su primera ley: la del orden, la verdad y la pureza.
Por eso, cuando el Estado penetra ese santuario con su pedagogía de laboratorio, cuando hace del aula un experimento ideológico, la educación deja de formar hombres y comienza a fabricar seres descentrados.
Eso es lo que hoy acontece con los libros de texto mexicanos. No enseñan: reprograman. No informan: inducen. No forman: deforman.
La educación se ha convertido en un campo de batalla metafísica donde se dirime el destino del alma humana.
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I. LA DESTRUCCIÓN DE LA VERDAD NATURAL
El primer error de estos libros no es de información, sino de ontología. En su intento por enseñar la sexualidad, niegan la naturaleza misma del ser humano.
Allí donde Santo Tomás enseñaba que el hombre es una unidad sustancial de cuerpo y alma, los autores de la llamada “nueva escuela mexicana” presentan al cuerpo como un territorio de experimentación y al alma como un accidente cultural.
La sexualidad, que según la ley natural es una potencia ordenada al amor y a la procreación, es reducida a un “derecho de autodefinición”.
El niño deja de descubrir lo que es y aprende a inventarse a sí mismo.
Pero lo inventado no tiene raíces. Y lo que no tiene raíces, no florece.
De esta sustitución ontológica —del ser al parecer— nacen todos los males modernos: el subjetivismo, la disolución de la identidad, el divorcio entre libertad y verdad.
Cuando un libro enseña que “cada quien decide quién es”, en realidad enseña que nadie es nada.
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II. LA PEDAGOGÍA DE LA EXPOSICIÓN: EL PUDOR DEMOLIDO
El pudor no es vergüenza de la carne; es su custodia.
Pero los manuales actuales ridiculizan el pudor como un residuo de represión. A los ojos de los nuevos pedagogos, el niño debe “explorar su cuerpo”, “expresarse” y “conocerse” sin límites.
Sin embargo, el cuerpo del niño es un lenguaje aún no pronunciado; abrirlo prematuramente es quebrar el sentido antes de que haya madurado la palabra.
El resultado psicológico es brutal: la imaginación se erige en tirano, la razón queda en servidumbre, el deseo se impone sobre el juicio.
Así nace la inquietud permanente, el vértigo de estímulos que deviene ansiedad, la incapacidad de reposar en lo simple.
Lo que debía ser escuela de virtud se transforma en laboratorio de excitaciones.
Y en esa excitación constante, el alma pierde su centro.
Un niño que no conoce el silencio interior no podrá jamás comprender la castidad, porque no sabrá habitarse.
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III. LA CORRUPCIÓN DE LA VOLUNTAD: DEL AMOR AL DESEO
El amor no es un instinto; es un acto racional que busca el bien del otro.
Pero cuando la escuela enseña que el amor es “lo que sientes” o “con quien te identificas”, el deseo sustituye al amor y el instinto toma el lugar de la virtud.
El niño crece sin disciplina interior, confundiendo libertad con espontaneidad.
En la adolescencia, su alma ya no busca el bien, sino la experiencia; no el sacrificio, sino la sensación.
Y aquí yace la raíz de la futura sociedad sin fidelidad: la escuela que entrena al impulso prepara ciudadanos incapaces de prometer, trabajadores incapaces de perseverar, matrimonios incapaces de durar.
El eros sin logos desemboca inevitablemente en el nihilismo de la carne.
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IV. EL ECLIPSE DEL PADRE Y LA USURPACIÓN DE LA AUTORIDAD
Los libros de texto introducen un principio político nuevo y perverso: el Estado educa mejor que la familia.
Al hablar del “derecho de los niños a decidir sobre su cuerpo”, se debilita el vínculo de obediencia filial.
El padre, convertido en obstáculo, es sustituido por el pedagogo ideológico.
La autoridad natural —que enseña con el ejemplo y el amor— es reemplazada por la autoridad artificial de un burócrata que habla en nombre de “los derechos”.
El resultado es un niño sin jerarquía interior.
No distingue autoridad de autoritarismo, corrección de humillación, norma de violencia.
Y de esos niños descentrados brotan los adultos incapaces de gobernarse.
Cuando el aula reemplaza la casa, la república se queda sin cimientos.
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V. LA COLONIZACIÓN DEL LENGUAJE: LA INGENIERÍA DE LA CONCIENCIA
Los libros sustituyen el vocabulario moral por un léxico sentimental: diversidad, género, expresión, placer responsable.
Esta gramática no describe, sino que impone. Cambia la estructura del pensar.
Porque el lenguaje no sólo expresa ideas: las crea.
Cuando el niño aprende que la palabra “sexo” no significa “diferencia natural”, sino “identidad sentida”, su mente ya no ve lo que es, sino lo que la emoción sugiere.
Y cuando la emoción sustituye a la razón, la verdad se disuelve.
De este modo, la escuela contemporánea ha dejado de enseñar a pensar para dedicarse a enseñar a sentir.
Pero quien no piensa según la verdad, termina sintiendo contra ella.
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VI. LAS LESIONES INVISIBLES: EL DAÑO PSÍQUICO DEL NIÑO
El alma infantil, sometida a esta pedagogía erótica, sufre heridas invisibles que se manifiestan años después como neurosis, confusión afectiva y vacío existencial.
1. Lesión de la inocencia: El niño ya no sabe si su pureza es un valor o una vergüenza.
2. Lesión del apego: La desconfianza hacia los padres genera una orfandad emocional que lo vuelve presa fácil del mercado afectivo.
3. Lesión de la identidad: Al enseñarle que puede “elegir su género”, se le roba la estabilidad interior que sostiene su psiquismo.
4. Lesión del tiempo: La excitación precoz lo acostumbra a la gratificación inmediata; su sistema nervioso aprende la prisa y olvida la paciencia.
5. Lesión de la conciencia: Entre la culpa confusa y el cinismo precoz, pierde la brújula moral y cae en el tedio.
El resultado es un niño fragmentado, incapaz de concentrarse, incapaz de orar, incapaz de amar.
Es el “nuevo ciudadano” de la pedagogía posmoderna: dócil a los estímulos, rebelde ante la verdad.
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VII. LAS CONSECUENCIAS SOCIALES: EL DESORDEN COMO POLÍTICA
De esta deformación íntima brotan los males sociales que luego el mismo Estado finge combatir:
• Familia: El matrimonio deja de ser vocación; se vuelve contrato frágil. Crecen los hogares rotos, los hijos sin padre, los afectos intermitentes.
• Economía: Donde no hay templanza ni disciplina, hay improductividad, absentismo, desgano. El desorden moral termina siendo un problema fiscal.
• Demografía: La cultura anticonceptiva reduce la natalidad; un país que desprecia la vida envejece.
• Cultura: El arte pierde belleza y se convierte en desahogo; el cuerpo sustituye al alma.
• Seguridad pública: El niño sin freno interior se transforma en adulto sin ley interior. La violencia es la prolongación del deseo sin virtud.
Así, el problema de la educación sexual no es moralmente parcial: es civilizatorio.
De su éxito depende la forma de la ciudad; de su fracaso, la forma de su ruina.
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VIII. LA ENFERMEDAD DEL CUERPO: EL DESORDEN SOMATIZADO
El alma enferma se imprime en el cuerpo.
El niño adiestrado en la excitación constante crece con un sistema nervioso saturado, en perpetuo estado de alerta.
Aparecen el insomnio, la ansiedad, la fatiga crónica.
La psicología moderna lo llama “estrés”, pero es, en realidad, una teología truncada: el cuerpo grita lo que el alma ha perdido.
Un cuerpo sin virtud vive en guerra con su biología.
Y así como el alma sin Dios se disuelve en la nada, el cuerpo sin castidad se destruye en el placer.
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IX. EL LLAMADO A LA RESTAURACIÓN
La escuela no puede ser un laboratorio de ideologías. Debe volver a ser la prolongación de la familia y la servidora de la verdad.
Educar no es instruir: es custodiar el orden del ser.
Y la primera educación sexual —la única legítima— es la que enseña el respeto al misterio del cuerpo, la reverencia ante la vida y la obediencia al fin natural de la unión humana.
Padres primeros educadores; escuela auxiliar, no ingeniera; Estado garante, no reformador del alma.
Castidad como gramática del amor, pudor como su escudo, fidelidad como su música.
Porque sólo en el orden se aprende la alegría, y sólo en la pureza se puede mirar de frente al cielo sin sentir vergüenza de haber sido hecho a imagen de Dios.
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X. EPÍLOGO: RESTAURAR EL ORDEN DEL SER Y DEL ALMA
No hay patria sin paternidad, ni paternidad sin la conciencia de un orden que la antecede. El drama de México —y del mundo moderno— no es la pobreza ni la ignorancia, sino la rebeldía metafísica contra el orden de la creación.
Los libros de texto no son sino la manifestación visible de esa rebelión: páginas que respiran el aire viciado del relativismo, tinta que niega la forma de lo real.
Educar sin referencia al fin es corromper el principio.
Y cuando se instruye al niño en el capricho de decidir lo que es, se le condena a no saber nunca lo que será.
Así, el Estado moderno —que en nombre de la “autonomía” destruye la dependencia amorosa del hijo hacia el padre, del alumno hacia el maestro, del hombre hacia Dios— está edificando una generación sin metafísica: seres que sabrán usar pero no venerar, que sabrán reproducirse pero no amar, que sabrán comunicarse pero no escuchar.
El alma infantil, que debía ser el semillero de la virtud, se ha vuelto campo de batalla ideológica. Y allí, en esa lucha, se juega la supervivencia misma de la civilización cristiana.
Porque una nación no se mantiene por decretos, sino por principios vividos; no se sostiene con leyes, sino con hábitos que reflejan la ley eterna.
Dejar que la escuela reemplace a la familia es abdicar del derecho natural y entregar la inocencia al Estado.
Dejar que los libros suplantan la verdad por la emoción es abdicar del logos y entregar la razón a la pulsión.
Dejar que la virtud sea ridiculizada es abdicar de la esperanza y entregar el alma a la entropía.
Todo orden humano comienza en un acto de reconocimiento: reconocer que no somos autores del bien, sino custodios; que no somos fabricantes de la verdad, sino sus siervos; que la libertad no es la negación del orden, sino su perfección.
Por eso, restaurar la educación es restaurar la creación.
Volver a enseñar que el cuerpo no es propiedad, sino don; que el amor no es deseo, sino entrega; que la diferencia sexual no es accidente, sino signo de comunión; que la maternidad no es límite, sino vocación.
Cuando la pedagogía vuelva a arrodillarse ante la naturaleza, y el maestro reconozca que su deber no es crear almas sino guiarlas hacia la verdad, entonces los niños volverán a aprender con asombro, las familias volverán a educar con ternura y el Estado volverá a gobernar con modestia.
Porque el orden de la sociedad no es otra cosa que el reflejo visible del orden invisible del alma.
Y una patria que educa en la virtud de la castidad, en la modestia, en la obediencia, en la verdad, engendra ciudadanos capaces de justicia, fidelidad y sacrificio.
Que los padres vuelvan a ocupar su trono moral.
Que el maestro vuelva a enseñar mirando al cielo y no a las estadísticas.
Que el niño vuelva a sentir vergüenza del mal y alegría del bien.
Entonces México volverá a ser cristiano, y la escuela volverá a ser casa de luz.
