La programación de la subjetividad en la tiranía del píxel

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Pexels
La imagen ha cambiado de oficio. Antes buscaba revelar el orden profundo de las cosas; ahora programa la conducta. Su misión ya no es elevar al pensamiento, sino garantizar que la atención —esa forma moderna de la vida— permanezca bajo control. En el brillo incesante de las pantallas no se juega la belleza, sino la docilidad útil que se logra cuando el deseo se vuelve predecible. El arte —que por naturaleza debe conducir al bien y a la verdad— ha pasado a servir al criterio único del rendimiento algorítmico. La cultura visual ha desertado de su vocación contemplativa para abrazar la lógica fría de la métrica. No estamos frente a una evolución del estilo, sino ante un corrimiento ontológico: el fin ha sido sustituido por el instrumento.
La pirámide del sentido se ha invertido con violencia silenciosa: la técnica —que debía obedecer— se ha convertido en soberana. La interfaz decide antes que el autor: ritmo, plano, interrupción, saturación, estímulo. Cada decisión formal apunta al mismo objetivo: impedir el reposo interior. Lo que se vende como “elección” es habitualmente una selección previa. La industria no quiere ciudadanos que piensen, sino usuarios que reaccionen. Lo más grave no es que la máquina no exija pensamiento: adiestra para que pensar duela.
La ilusión de diversidad esconde la uniformidad del molde. La gramática industrial del relato audiovisual —claridad inmediata, choque constante, cierre sin ambigüedad— produce un simulacro de pluralidad: mil colores para una sola estructura. La imaginación, que debía ser una reserva de símbolos y un órgano de ascensión, es prensada en plantillas de rendimiento. Aquello que no puede monetizarse es diluido, expulsado del mercado de lo visible. Se nos ofrece un mundo infinito cuya medida real es la rentabilidad de nuestra atención.
El paso siguiente es aún más profundo: la gamificación del vivir. La vieja pedagogía del espectáculo —ver sin vivir— ha sido superada por otra más eficaz: participar sin entender. Rachas, insignias, barras de progreso: una arquitectura de dopamina que convierte la voluntad en reflejo. El tiempo se privatiza; el aburrimiento —que fue cuna del pensamiento— se patologiza. Una cultura incapaz de soportar el silencio ya no puede oír la verdad. Una voluntad que solo reconoce premios instantáneos pierde el gusto por el bien arduo; y sin bien arduo no hay virtud… solo docilidad rentable.
Pero el verdadero drama trasciende el ámbito moral inmediato: es un drama metafísico. Al sustituir la verdad por el estímulo, el signo se emancipa del ser y la imagen se vuelve soberbia de apariencia. El hombre deja de participar del orden objetivo para encerrarse en una burbuja de sensaciones administradas. El mundo ya no se recibe: se impone. La política de la atención es, en rigor, la política del alma.
Para comprender la magnitud del desplazamiento, conviene escuchar a quienes, desde diversas trincheras intelectuales, han diagnosticado sus síntomas. Sus voces no compiten: convergen.
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Diagnóstico comparado de la homogeneización visual
Adorno y Horkheimer advirtieron que la cultura industrial “engaña perpetuamente” al consumidor al ofrecer diferencia empaquetada en una misma forma. Benjamin señaló que la reproducción masiva marchita el aura de lo singular. Debord mostró que la representación ha suplantado la vida. Baudrillard denunció el simulacro como tirano de la referencia. McLuhan recordó que el medio rehace al hombre antes de llenarse de contenido. Postman expuso la conversión de la política en espectáculo. Bordwell demostró la fábrica de plantillas narrativas de Hollywood. Bryman nombró la disneyización de la experiencia global. Zipes reveló la domesticación mercantil del arquetipo. Berger enseñó que ver es aprender un orden de mirada. Sontag, que la fotografía sustituye a la experiencia. Bettelheim y Tatar, que el cuento educa el deseo y estructura la imaginación moral.
Todas estas advertencias componen un solo veredicto: hemos sustituido la educación por el adiestramiento, el sentido por el rendimiento, el fin por el funcionamiento.
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Volvamos al hilo mayor. Si aceptamos que el problema es vertical —un desorden de fines—, entonces la salida también debe ser vertical: restaurar la jerarquía. La técnica subordinada al arte; el arte subordinado a la verdad y a la virtud; la cultura subordinada al bien que funda lo común. Tal restauración no es un gesto moralista, sino la recuperación de la realidad: sin orden de fines no hay forma; sin forma no hay criterio; sin criterio no hay autonomía. Por ello, el centro de esta batalla no reside en un servidor ni en un algoritmo, sino en el lugar más secreto de la polis: la mirada. Enseñar a ver es hoy un acto político mayor. Curar la atención, un deber cívico. Proteger el silencio, un servicio público de incalculable valor.
La industria actual teme el silencio porque sabe que el silencio devuelve al hombre a la soberanía de su principio. Ahí, en el intervalo sin estímulo, la inteligencia recupera su mando, el corazón deja de confundir dulzura con verdad, y la voluntad recuerda que la vida humana no es una simulación lúdica, sino una empresa moral y, por tanto, una vocación al tiempo largo y al destino eterno. Lo que se llama “economía de la atención” es, en verdad, una tecnocracia del alma.
Todo confluyó aquí: en la fractura del telos.
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El triple desgarro del hombre contemporáneo
Libertad sometida
No la libertad trivial de escoger entre íconos prefabricados, sino la libertad fundacional: la potestad de querer el bien y de ordenar la existencia hacia su finalidad. La cultura visual dominante no censura: encadena dulcemente. Vuelve trivial lo noble, ridículo lo arduo, sospechoso lo excelso. Convierte la decisión en reflejo, la voluntad en hábito, el criterio en estadística. Una sociedad que llama “libertad” al automatismo de los impulsos ha cedido la plaza sin combate.
Virtud anulada
Toda civilización se levanta sobre lo que admira. Y la nuestra admira la tregua de lo efímero. El bien arduo —paciencia, templanza, fortaleza, justicia— ha sido reemplazado por afectos rentables. ¿Cómo pedir ciudadanos que arriesguen si educamos espectadores que evitan? ¿Cómo invocar grandeza si condicionamos el deseo a la recompensa de azúcar? Sin virtud, la libertad se vuelve inoperante; sin heroísmo, lo humano se achica hasta confundirse con lo útil.
Tiempo robado
La eternidad no es sucesión infinita, sino plenitud del sentido. Y la única vía que tenemos para rozarla es el tiempo bien gastado. El condicionamiento visual contemporáneo no sustrae minutos: saquea la materia prima de la eternidad. La jornada sin silencio es abdicación de la interioridad; la noche sin lectura, traición a la memoria; el año sin contemplación, rendición del alma al suceder maquinal. Convertir la vida en racha y el ocio en flujo no es modernización: es pérdida de destino.
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Queremos menos pantallas y las que permanezcan, sometidas a su orden.
No pedimos nostalgia: pedimos altura.
No pedimos censura: pedimos criterio.
El siglo no se definirá por la resolución de la imagen, sino por la resolución de la voluntad. Y ahí, ningún algoritmo puede mandar.
Cuando caiga el último destello y vuelva el aire de la habitación, la pregunta final —la cifra de nuestro haber existido— no será una métrica: ¿fuimos dueños de nuestro telos o meros usuarios de un flujo? ¿Amamos la verdad o la consumimos? ¿El tiempo fue materia de eternidad o solo un deslizar digital entre los dedos?
Si estas líneas tienen algún propósito, es este: recordar, con la serenidad y la fuerza que exige la hora grande, que el hombre no fue creado para obedecer al clic ni para arrastrarse en la planicie del dato. Fue concebido para el ascenso. Y ese ascenso tiene un nombre y una cima: Dios.
