Reseña bibliográfica del libro

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Especial
Hay libros que se leen como quien hojea un manual; otros se sienten como la primera luz que atraviesa una cúpula oscura: no iluminan solamente datos, sino la manera de mirar. Dios, la ciencia y las pruebas pertenece a esta segunda estirpe. No es un tratado técnico de física ni una apología sentimental, sino un acto de inteligencia ordenada que busca reconciliar la razón empírica con la razón primera.
El mérito de la obra no radica en querer “demostrar” a Dios en el sentido experimental del término, sino en restituir la dignidad de la pregunta por el origen. ¿Por qué hay algo y no nada? ¿Por qué las leyes físicas son inteligibles y constantes? ¿Por qué, en un universo tan vasto, aparece la conciencia que interroga su sentido? Preguntas antiguas, que la modernidad había relegado, reaparecen aquí con el peso renovado que la ciencia misma les ha devuelto.
El método de los autores es doble. Primero, aseguran la base empírica —los hechos firmes que la física y la cosmología han establecido—; luego los interpretan a la luz de la filosofía clásica, no como sustituto de la ciencia, sino como una lectura superior de su significado causal y metafísico. El resultado es una obra que combina rigor documental con una modestia intelectual poco frecuente: no pretende clausurar el debate, sino abrirlo en su altura correcta.
Desde las primeras páginas se percibe que no se trata de un libro de polémica, sino de restitución: restitución del pensamiento en el lugar del ruido, de la inteligencia en el sitio del escepticismo. Su estructura es armónica, casi arquitectónica; cada argumento está fundado sobre una piedra de experiencia y coronado con una clave de razón. Quien avanza por sus capítulos descubre que el itinerario no es lineal, sino ascendente: del hecho a la causa, del cosmos al Logos, del dato a la idea.

El libro se sostiene sobre tres pilares. El primero, el descubrimiento de que el universo posee un comienzo: la expansión cósmica, la radiación de fondo y la composición elemental apuntan a una realidad finita en tiempo y energía que exige explicación. El segundo, la constatación del llamado ajuste fino: la precisión extraordinaria de las constantes fundamentales —gravitatoria, electromagnética, nuclear— que hacen posible la existencia de la materia y de la vida. El tercero, la emergencia de la conciencia: el paso de la física al pensamiento, del dato al sentido. Cada uno conduce a una misma conclusión implícita: el universo no puede explicarse únicamente desde dentro de sí mismo.
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En el primer gran movimiento, los autores nos conducen a través de la historia científica que desemboca en el concepto moderno de universo finito. Desde el abandono del mecanicismo newtoniano hasta la formulación de la relatividad y la expansión cósmica de Hubble, la visión de un cosmos eterno, homogéneo e infinito cede su lugar a la imagen de un universo en gestación. El Big Bang no es, en este contexto, una simple teoría astrofísica: es una herida —profunda y luminosa— en la autosuficiencia del materialismo. El tiempo tiene un punto de partida; el espacio, un origen común; la energía, una densidad inicial que hace posible todo cuanto existe.
Cada evidencia científica —la radiación de fondo, la proporción de elementos ligeros, la expansión observada— refuerza una constatación filosófica: si el universo comenzó, entonces no es necesario, sino contingente. Lo que tiene comienzo no se explica a sí mismo. Esa afirmación, sencilla en su lógica, posee una densidad metafísica que la ciencia no puede eludir sin volverse incoherente. El universo, al emerger del cero físico, se convierte en signo de una causalidad trascendente.
Los autores muestran cómo, a lo largo del siglo XX, la ciencia fue confirmando una intuición que la filosofía poseía desde los presocráticos: el ser no se da por sí mismo, sino que participa. La cosmología moderna, lejos de refutar la creación, la ha vuelto pensable en términos matemáticos. La expansión del universo no es el eco de un azar, sino la manifestación temporal de un acto inicial de donación del ser. En esa línea, el libro recuerda que el tiempo y el espacio no son absolutos, sino condiciones del ser creado: no hay un “antes” del Big Bang, porque el “antes” no existía. La creación no es un proceso físico, sino el fundamento de todo proceso.
Esta primera sección culmina en un punto de convergencia entre física y metafísica. El universo, al ser finito, apunta hacia una causa no finita; al ser temporal, hacia una causa eterna; al ser dependiente, hacia un ser que sea en sí mismo. El argumento clásico de la contingencia encuentra aquí su traducción contemporánea: las ecuaciones de la astrofísica no sustituyen la pregunta por el origen, sino que la profundizan.
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En el segundo movimiento, los autores despliegan uno de los capítulos más fascinantes de la ciencia moderna: el ajuste fino de las constantes universales. No hay exageración al afirmar que todo cuanto existe pende de una serie de equilibrios tan precisos que cualquier desviación mínima haría imposible la vida. La gravedad, la carga del electrón, la constante cosmológica, la velocidad de la luz, la relación entre fuerzas nucleares: todo parece calibrado con una exactitud que excede la probabilidad.
No convierten este fenómeno en argumento teológico directo; lo presentan como un hecho que interpela la razón. Si el universo es fruto del azar, la probabilidad de que haya dado origen a la vida es tan baja que resulta, en la práctica, nula. Si, en cambio, posee una racionalidad intrínseca, la existencia del hombre deja de ser un accidente. Lo admirable del libro es la sobriedad con que trata esta cuestión. No busca el aplauso del creyente fácil ni la irritación del escéptico: expone los datos, mide sus implicaciones y deja que la lógica siga su curso.
Desde esta perspectiva, el cosmos aparece como un texto: cada constante es una letra, cada ley una palabra, y su conjunto forma un lenguaje que sólo puede leerse si se admite que hay un sentido. El universo, dice implícitamente el libro, no sólo es posible: es inteligible. Y la inteligibilidad es la primera firma del espíritu.
El capítulo dedicado al ajuste fino desemboca en una idea de notable profundidad: el universo no sólo es ordenado, sino ordenante; no sólo permite la vida, sino que la convoca. Las leyes de la naturaleza no son coincidencia estadística, sino manifestación de una racionalidad que se comunica a través del número. Allí donde la matemática describe, la filosofía interpreta; y donde la ciencia mide, la razón contempla. El mundo no es un mecanismo ciego, sino una estructura de sentido.
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El tercer eje del libro aborda la cuestión de la conciencia. Si la materia, organizada en complejidad creciente, ha producido un ser capaz de conocer, amar, crear y buscar la verdad, entonces la naturaleza misma se ha elevado por encima de su propio nivel. La conciencia es el punto donde el universo se vuelve reflexivo: el cosmos pensante.
Este fenómeno no puede explicarse por la simple acumulación de información biológica. La conciencia no es consecuencia cuantitativa de la materia, sino un salto cualitativo que introduce interioridad, libertad y responsabilidad. La física puede describir el cerebro, pero no puede dar cuenta del pensamiento. La biología puede explicar la evolución de las especies, pero no la aparición del yo. En ese punto, la ciencia calla y el pensamiento comienza.
El libro se detiene aquí con una delicadeza admirable. No pretende definir el alma ni demostrar su inmortalidad; se limita a señalar que la existencia de la autoconciencia implica una dimensión que trasciende lo material. Si el hombre puede pensar el infinito, es porque en él hay una chispa de lo infinito. Si puede reconocer el bien, es porque participa de una medida que lo supera. En este tránsito de lo físico a lo espiritual, el universo alcanza su culminación.
El capítulo dedicado a la conciencia se convierte así en un puente entre cosmología y antropología. El cosmos ya no se entiende sólo como estructura externa, sino como camino interior: la materia que se reconoce a sí misma en el espíritu. Los autores logran expresar, sin retórica, la antigua intuición de que el hombre es microcosmos y mediador; en él confluyen la ley del cielo y la libertad de la tierra.
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Tras este recorrido, la obra alcanza su punto más alto: la relación entre ciencia, filosofía y fe. Los autores no oponen estos órdenes; los jerarquizan. La ciencia describe el cómo; la filosofía, el porqué; la fe, el para qué. Cuando cada una ocupa su lugar, el conocimiento humano recupera su unidad perdida. Lo que en el siglo XIX se fracturó —la idea de que saber y creer eran actos contrarios— aquí se restituye con naturalidad luminosa.
El libro muestra que la verdadera fe no comienza donde termina la razón, sino donde la razón se cumple. Creer no es abdicar del pensamiento, sino llevarlo a su límite más alto: el reconocimiento del misterio. Los autores logran hacer inteligible esta afirmación sin teologizar la ciencia ni cientificar la teología. Su mérito radica en la claridad, no en la exaltación.
En sus últimas páginas, la obra enlaza el orden físico con el moral. Si el universo es racional, el bien no es una convención, sino una participación en el mismo Logos que rige las estrellas. Así, la cosmología desemboca en ética: la inteligencia que ha descubierto la ley del cosmos se descubre también sujeta a una ley interior. El hombre que conoce la armonía del universo no puede vivir en el desorden sin traicionarse a sí mismo.
La causa que sostiene al ser no es energía ciega, sino inteligencia que ama. Ese pensamiento atraviesa el libro sin necesidad de declararse: se siente en la estructura, en la medida y en el tono. La creación no se presenta como un hecho del pasado, sino como un acto permanente: el ser es don, y cada respiración del cosmos es memoria de ese don.
El estilo de Dios, la Ciencia y las Pruebas merece mención aparte. Es una escritura sobria, de arquitectura clásica. No abunda en metáforas, pero está llena de música interna. Cada capítulo avanza con la precisión de un razonamiento y la serenidad de una oración. No busca convencer por emoción, sino por evidencia interior. Esa sobriedad, tan poco frecuente en la divulgación contemporánea, es una forma de respeto: hacia el lector, hacia la ciencia, hacia la verdad.
El libro entero parece guiado por una certeza silenciosa: que el pensamiento humano, cuando es fiel a sí mismo, conduce inevitablemente a la trascendencia. En ese sentido, su lectura no deja indiferente. El escéptico encontrará un desafío; el creyente, una confirmación; el filósofo, una estructura impecable; y el hombre común, un motivo para mirar el cielo con humildad renovada. Ese es, quizá, el mayor logro de la obra: recordarnos que el saber no termina en la respuesta, sino en el silencio lúcido donde la verdad, humilde y eterna, se deja amar.
