Nada de esto es accesorio. Supone trasladar al aula una antropología completa, según la cual la identidad humana no se recibe, sino que se produce

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Captura de pantalla
I. El hecho y su alcance
La Secretaría de Educación Pública ha puesto en circulación el documento “Infancias y adolescencias trans y no binarias en la escuela”, destinado al Consejo Técnico Escolar, con directrices al magisterio: reconocimiento de identidades de género diversas; adaptación de pronombres y uniformes conforme a la autopercepción; uso de baños según esa autopercepción o la habilitación de opciones neutras; protocolos contra la transfobia; y formación docente periódica sobre diversidad sexo-genérica.
Se promueve además el uso de materiales institucionales, como el posicionamiento del CONAPRED 2019 sobre el uniforme neutro en la Ciudad de México, y recursos audiovisuales de Canal Once para “sensibilizar” a la comunidad educativa.
Nada de esto es accesorio. Supone trasladar al aula una antropología completa, según la cual la identidad humana no se recibe, sino que se produce.
¿Puede una política pública definir quién es el hombre sustituyendo la realidad por el sentimiento?
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II. De la inclusión al programa antropológico
El texto oficial invoca la dignidad como centro del proceso educativo. Pero al desligarla de la naturaleza, la dignidad se vuelve un espejo emocional. El maestro es llamado a validar cada autodefinición, como si la autopercepción bastara para constituir verdad.
El cuerpo, antes signo de unidad entre alma y mundo, queda reducido a materia de construcción simbólica.
Si la dignidad ya no reposa en lo que somos, sino en lo que decimos ser, ¿qué puede sostener aún el sentido común de una escuela?
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III. Familia, escuela y límites de la autoridad
El documento desplaza silenciosamente el ámbito natural de la familia. Invita a que la conciencia del menor se forme dentro de un marco institucional y a que los padres sean “sensibilizados” en torno a la nueva visión.
Proteger de la violencia es un deber; pero una cosa es amparar y otra redefinir la esencia humana.
¿Dónde termina la legítima tutela del Estado y comienza la intromisión en la intimidad moral del hogar?
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IV. El eje filosófico: naturaleza, verdad y libertad
Todo descansa en una premisa: el ser humano no tiene naturaleza, sino identidad elegida.
Si esto es así, la educación deja de conducir hacia el conocimiento del bien para transformarse en validación de emociones.
Una escuela puede ser compasiva, pero no puede enseñar a negar la realidad sin destruir su propio fundamento.
¿Puede la libertad subsistir cuando se separa de la verdad?
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V. Lenguaje, norma y el nuevo poder blando
En nombre de la inclusión, el documento introduce un lenguaje obligatorio. Pronombres, símbolos y protocolos se convierten en pruebas de adhesión.
El poder ya no necesita imponer: basta con redefinir las palabras para determinar lo que puede o no pensarse.
¿No es irónico que, bajo el lema de la diversidad, se instaure una uniformidad mental donde toda disidencia es sospechosa?
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VI. Acompañamiento y verdad: la medicina justa
El sufrimiento de quienes viven una visión subjetiva de la identidad exige respeto, protección y acompañamiento responsable.
La tarea del educador no es juzgar ni negar, sino acompañar con prudencia y humanidad, ayudando a cada persona a encontrar equilibrio interior.
La educación auténtica integra siempre empatía y verdad, porque la comprensión sin claridad se vuelve sentimentalismo, y la claridad sin comprensión se vuelve dureza.
El compromiso educativo consiste en escuchar, cuidar y orientar con delicadeza, recordando que el bien del alumno no se alcanza enfrentándolo, sino iluminando con respeto su camino.
¿Puede haber verdadera educación sin respeto a la persona y sin apertura al bien que toda conciencia busca sinceramente?
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VII. Lo que está en juego
Si este modelo se impone, la escuela dejará de enseñar lo que el hombre es para confirmar lo que el yo declara ser. El lenguaje se reducirá a instrumento ideológico; la familia, a observadora marginal; y la verdad, a categoría sospechosa.
No se discute una moda, sino la estructura misma del conocimiento: si educar será abrir la inteligencia al ser o encerrarla en la fluctuación del deseo.
¿Queremos una paz fundada en acuerdos con la realidad o una paz de silencios forzados ante la confusión?
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Epílogo: la libertad de ser natural
El discurso oficial habla de inclusión y no discriminación. Sin embargo, ¿dónde queda la libertad de quienes eligen vivir conforme al orden natural?
¿No es también un acto de libertad reconocer el cuerpo tal como fue dado, afirmar la diferencia sexual como riqueza y no como opresión?
¿Por qué la decisión de permanecer fiel a la naturaleza es tratada con sospecha o tachada de intolerancia?
Si se proclama el derecho a la autoidentificación, ¿por qué se niega el derecho a vivir según la verdad biológica y moral de la propia existencia?
¿No se convierte la “inclusión” en exclusión cuando una ideología impone sus símbolos y reprueba silenciosamente a quien no los comparte?
En nombre de la no discriminación, se ha creado un nuevo condicionamiento social: la obligación de adaptarse al discurso dominante. El maestro que prefiere hablar de naturaleza es señalado; el alumno que conserva la visión tradicional es marginado.
Así se reemplaza una forma de discriminación por otra más sutil: la discriminación de lo natural.
Ser congruentes en la no discriminación implica respetar también a quienes creen que el orden natural tiene sentido y dignidad. Si toda identidad merece reconocimiento, ¿por qué no también la identidad enraizada en la realidad del ser?
La libertad, cuando se niega a la verdad, se vuelve tiranía del sentimiento. Pero la libertad que se abre a la verdad natural es la que libera realmente.
Y más aún, los datos de la propia realidad mexicana confirman que esta visión no es marginal, sino mayoritaria. Encuestas nacionales y registros del INEGI muestran que más del 90 % de los mexicanos consideran que un niño necesita padre y madre, que el 97 % valora a la familia como lo más importante, y que los matrimonios entre personas del mismo sexo apenas representan una fracción mínima de los enlaces anuales. La Ley General de Educación y la Ley General de Ninos, Niñas y Adolescentes (LGDNNA) reconocen expresamente el derecho y deber de los padres en la formación moral de sus hijos.
Por tanto, lo que se presenta como política de inclusión corre el riesgo de transformarse en una imposición cultural contraria a la costumbre y a la tradición mexicanas, que no discrimina, sino que defiende la verdad natural sobre la cual la mayoría de los ciudadanos vive, ama y educa.
La verdadera libertad exige que también esa mayoría —la que reconoce el orden natural del hombre y de la familia— sea escuchada y respetada.
Porque la inclusión, si no incluye a la verdad, termina convirtiéndose en exclusión de la realidad.
