Historia y vida del pulque en México

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Archiivo Casasola, INAH, Sinafo
El amanecer del altiplano no tiene prisa. Todavía el sol no asoma y ya un hombre silba entre las pencas. Se llama Raúl García, tlachiquero de los llanos, y su silbido es el mismo que aprendió de su padre y que su padre aprendió del suyo. Camina con paso lento entre el mar inmóvil de magueyes que la bruma apenas deja ver. A cada paso el aire huele a tierra húmeda, a savia y a silencio. Se inclina sobre una planta madura, raspa con la pala el hueco del corazón y acerca el acocote. El tubo se hunde, succiona el aguamiel y el sonido, leve y antiguo, parece un suspiro del mundo.
Raúl vacía el líquido en un odre de cuero. Lo observa con respeto: es dorado, tibio, vivo. Su abuelo le decía que el maguey respira, y que el tlachiquero debe oírlo antes de tocarlo, porque la planta sabe cuándo se la hiere. Por eso el oficio es casi oración: una comunión entre el hombre y la tierra.
Así comienza cada jornada, como hace siglos. El maguey pulquero —Agave salmiana— no es una planta sino una espera. Tarda de ocho a quince años en madurar, absorbiendo el sol, el polvo, los vientos y la memoria de los días. Cuando se abre su corazón, ofrece el aguamiel: savia blanca que guarda en sí el tiempo del campo.
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El licor de los dioses
Los antiguos lo llamaron octli. No era un licor sino un don. En los templos del Anáhuac se ofrecía a Mayahuel, madre del maguey, y a los cuatrocientos conejos, espíritus de la embriaguez sagrada: la que inspira, la que alegra, la que adormece, la que enseña. Cada jícara blanca era una plegaria líquida. Beber era honrar el orden del cosmos. Embriagarse sin causa era ofensa; hacerlo en los ritos, un modo de conversación con lo divino.
El pulque no era bebida sino vínculo: medicina, alimento, símbolo y consuelo. En los códices aparece como líquido luminoso, espeso, que bulle entre manos humanas y serpientes floridas. Era la bebida de los sabios, los ancianos, los agricultores y los muertos. En las bodas unía a los esposos; en los funerales acompañaba el tránsito del alma. Cada fermento era una resurrección.
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De tributo sagrado a negocio borbónico
La conquista cambió los templos por estancos. Los conquistadores observaron pronto que la devoción indígena podía ser renta. En 1668 la Corona instituyó el Estanco del Pulque, uno de los monopolios más rentables del virreinato. A finales del siglo XVII, cada cántaro que entraba a la capital debía pagar alcabala, y en 1778 la Dirección General de Alcabalas y Pulques extendió su red fiscal.
Los Borbones perfeccionaron esa maquinaria. El pulque dejó de ser sólo una bebida: se convirtió en un flujo económico que sostenía hospitales, cárceles, caminos y guerras. Los virreyes sabían que los odres valían casi tanto como los metales. La recaudación del “impuesto del pulque” servía para mantener el ejército y las obras públicas.
Desde los llanos de Apan, Tlalmanalco, Amecameca, Chalco, Texcoco y Tulancingo, miles de carretas cruzaban la madrugada cubiertas de petates húmedos. En las garitas de Peralvillo, San Lázaro y Buenavista, los cobradores de la Corona medían el volumen del fermento y anotaban con pluma y tintero su paso. El olor dulce del aguamiel se mezclaba con el hierro de los reales.
En tiempos de escasez, el pueblo burlaba el control. Carretas sin luces, odres disfrazados de aceite, fermentos mezclados con harina para confundir al recaudador: la astucia del campo contra la voracidad del fisco. El octli sobrevivía en secreto, protegido por los mismos campesinos que cultivaban la tierra.
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Las repúblicas del maguey
Al comenzar el siglo XIX, el altiplano mexicano era un océano de pencas. Cada hoja azulada brillaba al sol como una espada vegetal. En medio de ese mar verde se levantaban los palacios del aguamiel: las haciendas pulqueras.
Venta de Cruz, San Antonio Ometusco, Santa María Regla, La Gavia, Molino de las Flores, San Bartolomé del Monte, San Miguel Regla, San Lorenzo Soltepec, Santa Clara, San Andrés Zaragoza, San Cayetano, San Juan Hueyapan: nombres que aún suenan como letanías rurales. Cada hacienda era un pequeño reino con su capilla, su tinacal y su ejército de tlachiqueros.
Raúl García conoce esas historias. Su abuelo hablaba de los mayordomos que calculaban la fermentación al tacto, de los peones que cargaban los odres hasta las carretas que partían de madrugada hacia la Ciudad de México. El pulque era moneda y alimento: con él se pagaban rentas, dotes y entierros. En los patios se mezclaban el olor del fermento con el incienso de la capilla, y en las siestas las pencas se mecían como si rezaran.
Los viajeros extranjeros —Humboldt, Clavigero, Madame Calderón de la Barca— se maravillaron ante aquella industria blanca que nacía de una herida vegetal. Humboldt calculó que el pulque representaba un ingreso anual de más de un millón de pesos; Madame Calderón anotó en su diario que era “una leche del desierto, más pura que el vino”.
Durante la independencia, las haciendas cambiaron de manos entre insurgentes y realistas. A veces el ejército tomaba el tinacal como cuartel y las carretas servían para transportar armas. Sin embargo, el flujo del pulque no se detuvo. Era tan esencial a la vida del país que incluso en la guerra seguía corriendo.
Cuando llegó la República, los caminos se llenaron otra vez de carretas. El tren del pulque, inaugurado en la década de 1860, unía los llanos de Hidalgo y Tlaxcala con las garitas capitalinas. A su paso, los pueblos despertaban con el silbido de la locomotora y el aroma dulce del fermento.
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Las pulquerías: alma de la ciudad
El siglo XIX fue también el del vaso. En 1843 la Ciudad de México tenía más de trescientas pulquerías; en 1875, seiscientas; en 1900, más de mil. Cada una era un pequeño mundo, con su olor, su música y su santoral profano.
Al cruzar el umbral, el visitante entraba en otro clima. El aire era espeso de fermento, de cal y de aguardiente; las paredes, de un verde húmedo, mostraban vírgenes con aureolas de oro pálido, volcanes nevados, charros en postura heroica, águilas con cintas tricolores. Sobre el mostrador, la mesera, siempre erguida, gobernaba el recinto como una reina doméstica. El jicarero, con el mandil almidonado, servía el pulque espumoso en jarros de vidrio grueso. El piso de tierra apisonada absorbía los pasos; los rayos del sol entraban por las rendijas y se posaban en la espuma blanca de las jícaras.
Había un rumor continuo: discusiones sobre política, apuestas taurinas, chismes de vecindad, serenatas que se planeaban entre trago y trago. En una esquina, el organillo dejaba caer su tonada de vals; en otra, una pareja improvisaba un jarabe; y siempre alguien, con la voz áspera, soltaba un verso popular que todos festejaban con un “¡salud!”.
Las pulquerías tenían nombre propio y alma propia: El Recreo, El Nivel, La Risa, El Infierno, El Gallo de Oro, La Tlaxcalteca, La Gloria, La Cueva del Diablo, La Estrella Polar, La Abeja Obrera. En ellos se reflejaba la imaginación popular: el sentido del humor, la ironía, el doble filo de la palabra mexicana.
Eran espacios de convivencia libre en una sociedad de jerarquías rígidas. Allí podían coincidir el obrero y el estudiante, el aguador y el poeta, el charro y el soldado, sin más título que la sed. En los barrios de La Merced, San Juan, Tepito, Tacubaya y Azcapotzalco, las pulquerías eran templos del barrio: lugar de descanso, de negocio y de confesión.
En sus paredes se mezclaban lo sagrado y lo profano; sobre el altar improvisado se ponían flores a la Virgen y retratos de Zapata. En el muro opuesto colgaba una calavera pintada con la leyenda: “No hay pena que un buen curado no borre”.
El ambiente cambiaba con las horas: por la mañana, silencio y luz oblicua; al mediodía, bullicio de trabajadores; al anochecer, un coro de risas y brindis. El pulque unía los extremos del día y de la vida. Entre las jícaras pasaban los relatos, las nostalgias y las penas.
Para el viajero extranjero, aquellas salas eran un espectáculo insólito; para el mexicano, eran el espejo del alma nacional. Allí se aprendía a hablar con picardía y a escuchar con respeto; allí se cantaban los amores y se olvidaban las derrotas. En las pulquerías, México aprendió a ser pueblo.
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El ocaso del imperio blanco
El éxito fue su condena. Con la industrialización y la llegada de las cervezas alemanas, el pulque fue víctima de una campaña de desprestigio. Los anuncios de cerveza llenaron los periódicos con promesas de “higiene y progreso”. El fermento ancestral fue tildado de “sucio”.
La élite porfiriana, fascinada por Europa, abandonó el barro por el vidrio. La propaganda fue despiadada: se afirmaba que en el tinacal se usaban “mantas sucias”, que “los gusanos daban sabor”, que era “bebida del indio”. El racismo se disfrazó de modernidad.
El ferrocarril que había llevado su gloria transportó ahora su ruina. Las haciendas —San Antonio Ometusco, Venta de Cruz, Santa María Regla, Xala, Soltepec, La Gavia, San Bartolomé del Monte, Santa Clara— cerraron sus tinacales o los convirtieron en establos. El maguey, humillado, fue reemplazado por el trigo.
Pero el pulque no murió: se refugió. En las fiestas patronales, en las cocinas campesinas, en los mercados de Hidalgo y Tlaxcala, siguió fluyendo. Los tlachiqueros continuaron raspando de madrugada, aunque ya nadie los celebrara.
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El renacimiento y la ciencia
En los laboratorios modernos el pulque recuperó su dignidad. La ciencia confirmó lo que el campo sabía: es una bebida viva, un ecosistema microbiano donde conviven bacterias lácticas y levaduras que transforman el aguamiel en un fermento protector.
Contiene aminoácidos esenciales, vitaminas del complejo B, minerales y fructanos del agave, fibras que actúan como prebióticos. Junto a los probióticos propios de su fermentación, forman un simbiótico natural que equilibra la flora intestinal, fortalece el sistema inmune y mejora la digestión.
Lejos de las leyendas negras, se sabe hoy que el pulque posee propiedades antimicrobianas y antioxidantes, y que su acidez natural lo hace seguro cuando se elabora con buenas prácticas. Por eso, instituciones como el INIFAP, la UPFIM y la UNAM han documentado su valor nutricional, agronómico y biocultural, demostrando que el maguey pulquero es una tecnología campesina completa: captura carbono, conserva suelos, alimenta y sana.
Beber pulque —ese fermento que espera ocho a quince años en el corazón del maguey— no es un acto del pasado, sino una forma silenciosa de salud y de identidad: una ciencia blanca que respira.
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Hoy, en los mercados y ferias, los jóvenes lo beben con avena, piña, guayaba, maracuyá o cacao. Lo llaman curado, como sus abuelos. Los viejos sonríen: saben que el hijo pródigo ha regresado a la mesa.
Raúl García, el tlachiquero del amanecer, sigue raspando magueyes. Tiene ahora las manos más duras, pero la misma fe en la tierra. A veces su hijo lo acompaña y pregunta:
—¿Por qué haces eso cada día, papá?
—Porque el maguey no se olvida de los que lo escuchan —responde.
El sol sube sobre el altiplano. Las pencas se abren al viento. En el fondo del odre, el aguamiel tiembla como una promesa.
El maguey, que tarda de ocho a quince años en madurar, guarda en cada gota el eco de los siglos.
Su espuma, blanca y viva, es la memoria líquida de México.
