El golpe simbólico es devastador. En la capital que promulgó el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD), orgullo normativo de la Europa contemporánea, la realidad ha mostrado que ni siquiera los autores de la norma escapan a la lógica del mercado de vigilancia que ellos mismos consolidaron

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: PxHere
«L’homme ne se suffit pas à lui-même ; s’il devient sa propre loi, il se détruit».
(“El hombre no se basta a sí mismo; si se convierte en su propia ley, se destruye”).
Louis de Bonald
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En el corazón administrativo de Bruselas, donde los edificios de cristal reflejan las banderas de la Unión y los discursos sobre la “privacidad digital” se repiten como letanías del progreso, una paradoja ha herido la conciencia del continente. Una investigación transnacional —liderada por Netzpolitik.org y desarrollada con Le Monde, L’Echo, TechCrunch y BNR Nieuwsradio— ha demostrado que los movimientos de quienes redactan las leyes europeas de protección de datos pueden comprarse como una mercancía más, ofrecida sin misterio en los pasillos del mercado global de la información.
El golpe simbólico es devastador. En la capital que promulgó el Reglamento General de Protección de Datos (RGPD), orgullo normativo de la Europa contemporánea, la realidad ha mostrado que ni siquiera los autores de la norma escapan a la lógica del mercado de vigilancia que ellos mismos consolidaron. Europa, sorprendida, ha contemplado su propio reflejo: lo que devuelve el espejo no es su rostro jurídico, sino la silueta estadística de su existencia.
La investigación no necesitó espionaje de Estado ni ciberataques sofisticados. Solo una compra. Los periodistas obtuvieron un archivo de muestra gratuita ofrecido por un data broker —uno de esos intermediarios invisibles que comercian la información recolectada por aplicaciones móviles— y descubrieron 278 millones de puntos de localización, correspondientes a miles de dispositivos en Bélgica. Bastó proyectarlos sobre un mapa para que emergiera la anatomía del poder europeo.
Dentro de la Comisión Europea se identificaron 264 dispositivos activos; en el Parlamento, 756. Las rutinas, los trayectos, las pausas, los retornos a domicilio: todo podía reconstruirse. Las coordenadas se extendían incluso a las centrales nucleares de Doel y Tihange, y a bases de la OTAN. El mecanismo era tan simple como escalofriante: un Software Development Kit (SDK) insertado en miles de aplicaciones recopila la ubicación precisa del usuario y la asocia a un identificador publicitario; esos datos fluyen hacia subastas digitales donde son revendidos a la mejor oferta.
Los vendedores hablan de “anonimización”, pero basta cruzar dos puntos —el lugar donde un teléfono “duerme” y el lugar donde “trabaja”— para identificar al propietario con precisión matemática. Lo que se vende, a precios que oscilan entre 24 000 y 60 000 dólares anuales, es la respiración cotidiana de una burocracia continental. No hubo filtración, solo consentimiento: la rendición de un clic.
Las reacciones oficiales fueron tan prudentes como predecibles. La Comisión manifestó su “preocupación”, la OTAN su “conciencia de los riesgos inherentes”. El lenguaje administrativo sustituyó al juicio moral. El eurodiputado Axel Voss pidió “prohibir absolutamente el comercio de información que revele áreas críticas”. La diputada Lina Gálvez Muñoz calificó el caso como “una amenaza directa a la soberanía europea”.
Pero la verdadera amenaza no vino de fuera: nació del interior. El continente que dio al mundo el RGPD —baluarte jurídico de la privacidad— se ha convertido en víctima de su propia estructura. La intimidad europea ha sido vulnerada no por un enemigo exterior, sino por el sistema que se proclamaba su guardián.
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Toda civilización jurídica descansa sobre una distinción anterior a cualquier ley: lo público, que puede gobernarse, y lo íntimo, que por naturaleza es impenetrable al poder. Ese fuero interno —la conciencia, el juicio, la voluntad— no es una concesión estatal, sino el dato prejurídico que hace del hombre un sujeto y de la ley una orden de razón. Cuando la ratio se subordina a la voluntas del legislador o a la eficiencia del mercado, el derecho deja de custodiar la justicia y se convierte en simple contabilidad del poder.
La tradición clásica entendía la intimidad no como apéndice de la libertad, sino como su condición. Protegerla era un acto de justicia, no de pudor. El derecho no crea esa inviolabilidad; la reconoce. Cuando pretende regularla o venderla, deja de ser ley. El sujeto no es dominio del Estado ni del mercado: es su límite.
El drama contemporáneo es la sumisión al positivismo voluntarista. La ley ha dejado de ser ordinatio rationis —orden de la razón— para convertirse en voluntad pura. La intimidad se degrada a “dato personal”; el consentimiento digital, a ficción de libertad. La persona se disuelve en individuo, el ius en reglamento, la libertad en trámite. Lo anónimo sustituye lo íntimo; la masa reemplaza el alma.
El escándalo de Bruselas no es una anécdota tecnológica: es la autopsia de un fracaso jurídico. El RGPD colapsa porque ha confundido su objeto: protege el dato, no a la persona. Regula la superficie visible de la vida, ignorando su núcleo invisible. Al desligarse de la naturaleza humana, el derecho se queda sin fundamento: todo lo que puede hacerse se hace, y todo lo que se hace se justifica.
El consentimiento —esa firma sin conciencia— se erige en dogma y autoriza la venta de la propia sombra.
¿Puede un hombre consentir en ser tratado como objeto? El derecho moderno, al responder afirmativamente, ha renunciado a su vocación de justicia para volverse notario del poder. El RGPD no prohíbe la venta del alma; solo exige que el contrato esté bien redactado.
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La intimidad no es un derecho accesorio ni un privilegio moderno: es la manifestación jurídica de la interioridad espiritual del hombre. Protege el ámbito en que la persona piensa, decide, ama y cree sin ser reducida a objeto de cálculo. No es el “derecho a esconderse”, sino el derecho a ser sujeto, a permanecer inaccesible en lo que constituye la individualidad misma. Allí reside lo que los juristas clásicos consideraban el fundamento de toda libertad concreta: sin una zona inviolable, el hombre deja de ser persona y se convierte en instrumento.
En la filosofía del derecho que concibe la ley como orden de la razón —no como voluntad de poder—, la intimidad pertenece al orden natural. Su violación no es una simple infracción administrativa; es una agresión al principio que da sentido al derecho. La persona, no el Estado, es la medida última del orden jurídico.
El derecho a la intimidad garantiza la existencia de un espacio donde el hombre puede ser más que sus actos visibles. Sin esa reserva, no hay responsabilidad: toda decisión se vuelve pública antes de madurar. No hay libertad, porque toda voluntad queda condicionada por la mirada ajena. No hay verdad, porque la conciencia se disuelve en la exposición permanente.
El anonimato técnico —el “dato anónimo”— no sustituye esa reserva moral: lo anónimo no es lo íntimo, sino su negación.
En una tradición que ve en el derecho una exigencia racional y no un producto estadístico, la intimidad es el punto en que la justicia se encuentra con la verdad. Allí se decide si el poder respeta al hombre por lo que es o solo por lo que produce.
Todo orden jurídico serio reconoce tres dimensiones de la intimidad:
- la personal, que protege pensamientos, creencias y decisiones que no pueden ser objeto de injerencia;
- la familiar, que resguarda el círculo doméstico como ámbito de confianza y transmisión de valores;
- y la comunicativa, que impide que la información obtenida por medios legítimos se convierta en instrumento de control.
El derecho contemporáneo, al reducir a la persona a dato, ha debilitado esas tres capas. Legisla como si la privacidad fuera una propiedad transferible y no una condición ontológica. Pero en la perspectiva clásica —aquella que distingue entre lo que puede hacerse y lo que debe hacerse—, no hay título válido para comerciar con lo inalienable.
Ningún consentimiento puede legitimar que la esencia misma del sujeto se convierta en mercancía.
La libertad de aceptar “términos y condiciones” no autoriza el despojo de lo que el hombre no puede perder sin dejar de ser sí mismo. La intimidad no puede venderse porque no pertenece al dominio económico, sino al moral. Su naturaleza está más allá del mercado y del Estado.
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El escándalo europeo no es solo un incidente tecnológico: es un fracaso moral del derecho positivo.
Mientras los reglamentos proclaman la protección de la privacidad, la estructura jurídica que los sustenta ha permitido que la voluntad individual —expresada en un clic— se utilice como justificación para anular la propia intimidad. El consentimiento ha dejado de ser expresión de libertad para convertirse en coartada del poder económico.
Las autoridades, al limitarse a manifestar “preocupación”, confirman que el derecho ha renunciado a su función educativa y protectora. El lenguaje administrativo reemplaza al juicio moral. Así, la privacidad deja de ser derecho natural y se transforma en cláusula de contrato, sujeta al precio del momento y a la jurisdicción del servidor.
El orden que surge de esa renuncia ya no es jurídico, sino técnico: un sistema que mide legitimidad por la cantidad de datos procesados, no por la verdad del fin perseguido. La ley, que debería custodiar lo invisible del hombre, se inclina ante la eficiencia de las máquinas.
La frontera invisible entre el hombre y el sistema digital ya no se define por muros ni fronteras geográficas, sino por el espesor moral de una decisión: hasta dónde puede llegar el poder antes de dejar de ser legítimo. En ese límite, el derecho a la intimidad se convierte en la última defensa del ser humano frente al aparato que lo traduce todo en información.
Defender la intimidad no es defender un “privilegio” liberal, sino la arquitectura espiritual que sostiene toda libertad concreta. Cuando una civilización convierte su alma en dato, entrega también el principio que hacía posible el derecho. La intimidad es, en el sentido más literal, la frontera del bien común, porque en ella la persona sigue siendo fin y no medio.
Europa ha olvidado esa jerarquía. Ha sustituido el misterio por el archivo, la prudencia por el protocolo, la conciencia por el algoritmo. El caso de Bruselas no es un accidente administrativo: es la metáfora del continente que, habiendo querido proteger al individuo mediante reglamentos, terminó disolviendo a la persona en una estadística.
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Políticamente, el efecto es devastador.
Un funcionario rastreable no es libre: es vulnerable. Cada coordenada revelada de su vida cotidiana erosiona la soberanía de las instituciones que representa. La transparencia absoluta no es virtud pública, sino forma refinada de control. La “confianza” entre gobernante y gobernado se reemplaza por vigilancia recíproca. El Estado moderno —en nombre de la seguridad y la eficiencia— termina replicando los métodos del mercado digital que decía regular.
Económicamente, el nuevo extractivismo no se dirige ya al subsuelo ni al trabajo humano, sino al ser mismo. La economía de los datos es una minería ontológica: convierte en materia prima lo que antes era inalienable. En el capitalismo clásico, se explotaba la fuerza; en el digital, la existencia. Todo se registra, se predice, se monetiza. El hombre deja de ser actor económico para convertirse en insumo de la máquina estadística.
Socialmente, la erosión es más silenciosa. El hogar —oikos, en el sentido clásico— pierde su carácter de santuario. La tecnología penetra los espacios de intimidad más profunda: la habitación, la conversación, el sueño. La domesticidad se convierte en extensión del espacio público. Lo que antes era confianza, ahora es exposición; lo que era palabra, ahora es dato. Una sociedad así no puede engendrar ni virtud ni amistad: sólo conexión.
Jurídicamente, el fenómeno equivale a un suicidio normativo. El derecho que tolera la cosificación del sujeto se priva de su propia autoridad. La norma positiva, separada del orden natural, se vuelve servil a la técnica. No juzga; ejecuta. Su función ya no es orientar la conducta hacia el bien, sino administrar los daños del sistema. El jurista contemporáneo, reducido a intérprete de cláusulas, olvida que la primera función del derecho era decirle al poder que hay cosas que no puede hacer, aunque pueda.
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El bien común —ese concepto olvidado que unía justicia y prudencia— ya no se concibe como el conjunto de condiciones que permiten al hombre alcanzar su perfección, sino como la suma de eficiencias técnicas. Bajo esa lógica, la intimidad aparece como obstáculo, no como derecho. Pero sin ese espacio interior, el orden político pierde sentido: la república se transforma en red, la ley en protocolo, la autoridad en algoritmo.
Europa fue grande cuando supo poner límites. Su arquitectura jurídica nació del reconocimiento de una verdad más alta que el legislador. Hoy, en cambio, su derecho gira en torno al consentimiento como si la voluntad individual pudiera legitimar cualquier cosa. El clic ha reemplazado al juicio moral; la interfaz, a la conciencia.
Este desplazamiento no es neutro: tiene consecuencias metafísicas. Donde antes había persona —ser capaz de verdad y de culpa—, ahora hay usuario; donde había acto libre, ahora hay reacción programada. El consentimiento sin razón no es libertad: es automatismo.
Por eso, el escándalo de Bruselas es más que una crisis de privacidad. Es la señal de que el derecho europeo ha perdido su referencia trascendente. Se regula el flujo de datos con precisión quirúrgica, pero se ignora el misterio del sujeto que los genera. Se protege el instrumento, no la causa. La norma se ha vuelto instrumento de poder técnico, no de justicia racional.
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El horizonte tecnológico amplifica esta paradoja. La inteligencia artificial, la identidad digital y las interfaces neuronales avanzan hacia una cartografía total del ser. Lo que hoy se mide como geolocalización mañana será pensamiento anticipado. Si el fuero externo ha sido vendido, el siguiente objetivo será el fuero interno. Cuando la conciencia se vuelva transparente a la máquina, el hombre habrá agotado su libertad.
El futuro no necesita censura: bastará con la previsión. La predicción algoritmica sustituirá al juicio. Y cuando la ley se funde con la estadística, la responsabilidad individual desaparecerá. El escándalo de Bruselas no es el fin, sino el umbral de ese mundo.
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Pero incluso en medio de esta disolución hay una advertencia luminosa: el derecho puede renacer solo si vuelve a reconocer un límite sagrado. La intimidad no es un lujo ni una nostalgia del pasado; es el espacio donde el hombre aún puede decir “yo” sin intermediarios. Es el lugar donde la razón, la fe y la libertad se encuentran para decidir lo justo.
Restaurar el derecho a la intimidad no significa redactar mejores reglamentos, sino recordar que el derecho no es un producto del Estado, sino una exigencia de la naturaleza humana. Exige volver a la idea de ley como orden de razón y no como registro de voluntades. Exige juristas que vuelvan a pensar en términos de bien, de verdad y de límite.
El desafío no es técnico, sino moral. Una civilización puede conservar sus tribunales y sus códigos y, sin embargo, haber perdido el alma del derecho. Lo que distingue a un orden justo de un sistema de control no son las reglas, sino la conciencia de su origen. Allí donde la ley olvida que está al servicio del hombre —y no al revés— comienza la tiranía más peligrosa: la que se ejerce en nombre de la eficiencia.
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Europa, que un día defendió la dignidad del espíritu contra los imperios del hierro, debe ahora defenderla contra el imperio del dato. El derecho a la intimidad es la última forma de resistencia metafísica. No protege solo un espacio privado, sino la posibilidad misma de la verdad. Allí donde el hombre puede pensar sin ser observado, puede también amar, crear, orar y decidir.
Una sociedad que renuncia a ese secreto interior se condena a la uniformidad. Lo transparente no es lo puro: es lo vacío. Y lo que no tiene sombra no tiene profundidad.
El futuro del derecho —y con él, de la libertad— dependerá de que el hombre recuerde que su dignidad no consiste en ser visible, sino en ser inviolable.
Europa, que inventó la noción de persona, no puede permitirse convertirla en variable. Si olvida esta diferencia, perderá no solo su privacidad, sino su alma jurídica y espiritual. Porque el derecho, cuando deja de mirar hacia lo alto, termina inclinándose ante la máquina.
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Mientras los datos viajen sin memoria de su origen, la política será un trámite y la ley una estadística. Pero si el continente logra comprender que el derecho comienza allí donde termina la curiosidad del poder, podrá aún redescubrir la grandeza que le dio forma.
El verdadero progreso no consistirá en conocerlo todo, sino en conservar algo inviolable: ese espacio interior donde el hombre, en silencio, sigue siendo libre.
