Nigeria: la Cruz entre llamas

Se trata de la lenta crucifixión de un pueblo que sigue creyendo

Por Oscar Méndez Oceguera

Imagen ilustrativa: Especial

Donde la fe se mide en sangre

En el corazón de África Occidental, el amanecer llega con el sonido de las campanas… o de los fusiles.

En Nigeria, rezar puede ser un acto suicida. Allí la Misa se celebra bajo la amenaza del machete; la Eucaristía, entre el polvo y el miedo.

Y, sin embargo, cada domingo los templos se llenan.

Desde hace más de una década, el cristianismo es la fe más perseguida del planeta, y Nigeria —el gigante africano, el país más poblado del continente— es hoy su punto más ardiente: más de cincuenta mil fieles asesinados en las últimas dos décadas, según la Sociedad Internacional para las Libertades Civiles (Intersociety), además de miles de templos reducidos a ruinas y comunidades enteras borradas del mapa sin que la prensa mundial pronuncie su nombre.

Pero el dato no basta. No se trata de estadísticas: se trata de la lenta crucifixión de un pueblo que sigue creyendo.

El origen del terror: cuando el fanatismo aprendió a hablar hausa

Todo comenzó en las arenas del norte, cuando un predicador llamado Mohammed Yusuf fundó, a comienzos de los años dos mil, una secta que pronto se volvió ejército.

La llamó Boko Haram, expresión hausa que significa literalmente: “la educación occidental es pecado”.

Su mensaje era tan simple como devastador: todo lo que provenga del mundo cristiano —sus escuelas, su ciencia, su moral— debe ser destruido.

En 2009, Yusuf fue ejecutado por la policía nigeriana, pero su muerte no trajo paz: su discípulo Abubakar Shekau tomó el relevo y convirtió aquella comunidad fanática en una máquina de guerra teológica.

Bajo su mando, Boko Haram atacó iglesias, secuestró niñas cristianas en Chibok, arrasó aldeas y proclamó su alianza con el Estado Islámico, adoptando el nombre de ISWAP, Estado Islámico de África Occidental.

Desde entonces, el grupo ha extendido su sombra por Nigeria, Chad, Níger y Camerún, dejando tras de sí centenares de miles de muertos y millones de desplazados.

Su objetivo es uno solo: borrar toda huella del Evangelio y someter el país entero a la sharía.

La persecución doctrinal: el odio que reza antes de matar

En el nordeste, donde la tierra se disuelve en polvo rojo, Boko Haram y su filial ISWAP han hecho del cristianismo su enemigo ontológico.

No buscan territorio: buscan almas.

Su ideología es una liturgia del odio, un credo de fuego que pretende que la cruz desaparezca del horizonte.

“No es una guerra por recursos. Es una guerra contra Cristo”.

— Arzobispo Jude Arogundade

Owo, Pentecostés de 2022

Era 5 de junio. Los fieles de la iglesia de San Francisco Javier, en Owo, escuchaban las palabras del sacerdote: «Recibid el Espíritu Santo».

Entonces entraron los asesinos.

Granadas, disparos, cuerpos cayendo sobre los reclinatorios. Cuarenta y una vidas segadas en el mismo instante de la consagración.

Los sacerdotes mártires

Nigeria es hoy el país con más sacerdotes católicos asesinados en el mundo.

Entre 2022 y 2024, más de veinte presbíteros fueron ejecutados, secuestrados o quemados vivos.

El padre Vitalis Echechukwu, párroco de Enugu, fue abatido al volver de celebrar misa.

El padre Isaac Achi, de Minna, murió quemado vivo en su casa parroquial mientras los atacantes gritaban «Allahu akbar».

Los misioneros africanos Paul Sanogo y Melchior Mahinini fueron torturados hasta la muerte tras su secuestro.

“Los sacerdotes ya no mueren por accidente: los buscan porque representan visiblemente la fe”.

— Cardenal Onaiyekan

La profanación como mensaje

Los ataques siguen un mismo ritual:

la iglesia se convierte en blanco, las Biblias son quemadas, la cruz derribada, el sagrario profanado, y en las paredes, pintada la amenaza: «No habrá más misa aquí».

“No se mata solo al hombre: se intenta asesinar el símbolo”.

No se mata sólo al creyente: se intenta extinguir la memoria visible de Cristo.

La fe usada como bandera

En el centro y noroeste —Plateau, Benue, Nasarawa, Kaduna— la violencia adopta otro rostro.

Los conflictos nacieron por tierra y agua entre agricultores cristianos y pastores nómadas fulani; pero el odio aprendió a pronunciar el nombre de Dios.

Las milicias armadas atacan aldeas cristianas sabiendo que lo son.

Eligen fiestas litúrgicas para golpear, incendian capillas y ejecutan familias enteras.

En la Navidad de 2023, mientras se preparaba la Misa de Gallo, arrasaron comunidades enteras en Plateau: más de 160 muertos, templos hechos ceniza, coros silenciados para siempre.

Los obispos nigerianos denunciaron:

“Es una estrategia de exterminio paulatino: matar en las fiestas, arruinar el calendario de la fe, sembrar el terror en los tiempos santos”.

El Parlamento Europeo, en febrero de 2024, condenó formalmente aquella masacre de Navidad y pidió que Nigeria sea reconocida como país de persecución sistemática.

Fue la primera vez que una institución internacional llamó a la violencia por su nombre: persecución religiosa.

El Estado ausente

Esta violencia sistemática ocurre ante la pasividad —o la incapacidad— del gobierno nigeriano.

A pesar de contar con el ejército más poderoso de África Occidental, las fuerzas de seguridad rara vez previenen los ataques o llevan a los perpetradores ante la justicia, creando una cultura de impunidad que los obispos locales han denunciado como una complicidad tácita.

Cada aldea arrasada es un testimonio de la ceguera del poder: un Estado que no protege a sus fieles, sino que mira hacia otro lado mientras los fieles entierran a sus muertos.

La mirada exterior: promesas de rescate y el vacío internacional

Mientras tanto, Estados Unidos ha comenzado a mirar hacia Nigeria con creciente inquietud.

Voceros del presidente Donald Trump han insinuado la posibilidad de una intervención limitada o de sanciones directas, alegando la necesidad de “proteger a los cristianos perseguidos” y frenar un genocidio silencioso.

Washington evalúa restablecer a Nigeria en la lista de países de “preocupación especial” por violaciones sistemáticas de la libertad religiosa.

Y, sin embargo, el resto del mundo calla.

Las cancillerías europeas prefieren hablar de “conflictos interétnicos”, las agencias internacionales se refugian en tecnicismos, y la ONU apenas emite comunicados sin efecto.

El contraste es brutal: mientras los fieles mueren en las aldeas, la comunidad internacional asiste al martirio con los brazos cruzados, como si la sangre derramada perteneciera a otro siglo.

La herida universal del cristianismo

Cada mártir nigeriano es una herida abierta en el costado de la Iglesia.

Cuando un campesino cae con el rosario aún entre los dedos, el mundo entero debería estremecerse.

No muere por un partido ni por una bandera, sino por el Nombre que está sobre todo nombre.

La sangre que empapa la tierra africana no es anónima: es la misma que corrió en Roma, en Lyon, en las arenas de Cartago.

Ser cristiano en Nigeria es afirmar, contra toda desesperanza, que Dios existe y que Su amor vale más que la vida.

La profecía de África

Nigeria, sin pretenderlo, se ha convertido en el nuevo corazón del martirio cristiano.

Allí donde el Occidente descreído abandona la fe, África la sostiene con su sangre.

Allí donde las catedrales se vacían, las chozas se vuelven templos.

Y en cada aldea que reconstruye una cruz de madera después de una matanza, el mundo ve cumplirse una vez más la promesa del Evangelio:

“La sangre de los mártires es semilla de cristianos”.

De esa tierra roja brotará la Iglesia del mañana.

Y cuando la historia mire atrás, comprenderá que en las colinas de Nigeria, Dios seguía engendrando santos, mientras el mundo dormía.

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