La coartada póstuma: anatomía del presente eludido

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Cuartoscuro, vía El Independiente
INTRODUCCIÓN
Hay frases que revelan más de lo que dicen.
Un viejo pensador escribió que la tradición de las generaciones muertas puede oprimir el alma de los vivos; también puede iluminarla, si hay quien la mire de frente.
Cuando Cayetana Álvarez de Toledo afirmó que “debemos dejar de pedir perdón por los muertos de hace quinientos años y pedir perdón por los muertos de ayer”, no estaba desafiando la historia, sino la costumbre.
Porque México —como buena parte de Hispanoamérica— ha cultivado un arte refinado: el arte de convertir la historia en refugio y el pasado en coartada.
No reparamos el presente: lo exorcizamos.
Invocamos los fantasmas de siempre para no enfrentarnos a nuestros vivos.
Este texto busca descifrar esa liturgia: la pedagogía de la irresponsabilidad.
No se trata sólo de política; es algo más hondo: una psicología, una estructura, una herencia que se transmite con las palabras y los gestos.
No está sólo en los gobiernos, sino en la forma en que cada uno de nosotros narra su culpa hasta volverla ajena.
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LA INOCENCIA COMO HERENCIA
Cada pueblo inventa un espejo donde reconocerse.
El nuestro tiene un don curioso: sabemos sentirnos inocentes incluso en medio del desastre.
A todo mal encontramos una causa externa: la fatalidad, el sistema, la historia, el otro. Nunca nosotros.
Desde la escuela hasta la tribuna, el relato se repite como un salmo: “nos conquistaron, nos explotaron, nos traicionaron”.
Y sí, ocurrió.
Pero en algún punto del tiempo, el verbo debió cambiar. Ahora somos nosotros quienes no nos cumplimos.
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COLÓN Y CORTÉS: EL PECADO ORIGINAL
La culpa mexicana nació antes que México.
Colón y Cortés dejaron de ser hombres para volverse emblemas. El primero, la herida universal; el segundo, la culpa local. Cada tanto los resucitamos cuando necesitamos absolvernos.
Así, los males de hoy se explican por las sombras de 1492 o 1521. Y mientras se discute el pasado, los crímenes del presente siguen sin autor.
El pasado convertido en enemigo eterno es útil: es el mejor pretexto para no gobernar el ahora.
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SANTA ANNA, MAXIMILIANO Y EL MITO DEL TRAIDOR
El siglo XIX perfeccionó el arte del villano.
Santa Anna concentró en su figura toda la frustración de un país que aprendía a perder.
La palabra “traición” bastó para explicar cualquier desastre.
Maximiliano completó el rito: el extranjero que paga por los pecados domésticos.
Desde entonces, la política mexicana necesita un traidor a la mano; sin él, no sabría justificarse.
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DÍAZ Y HUERTA: EL ORDEN CULPABLE
Porfirio Díaz y Victoriano Huerta son las dos caras del mismo mito.
Del primero heredamos la sospecha contra todo orden; del segundo, la idea de que toda autoridad es ilegítima.
Así nació un dogma: el poder sólo se justifica si destruye al anterior.
Por eso en México el cambio se celebra no por su eficacia, sino por su ruptura. Y en esa perpetua demolición se gasta la historia.
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CÁRDENAS: EL HÉROE QUE ABSUELVE
Con Lázaro Cárdenas, el país encontró su santo laico.
Su nombre quedó como símbolo de justicia posible, pero también de pureza incuestionable. Desde entonces, basta invocarlo para neutralizar la crítica. La intención sustituyó al resultado. El héroe redimió la ineficiencia. Y sin saberlo, engendró el hábito de gobernar con moral en lugar de método.
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ECHEVERRÍA Y SALINAS: EL PECADO TECNOCRÁTICO
Echeverría encarnó el paternalismo irresponsable: prometerlo todo para no entregar nada. Su herencia fue el discurso infinito.
Salinas, en cambio, representó la modernidad sin alma. Desde entonces, “neoliberal” se volvió palabra maldita, culpable de cuanto no se entiende.
Y así cada error —de cualquier signo— encontró refugio en su nombre. Un enemigo ideal: no contesta, no prescribe, sólo carga la culpa de todos.
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CALDERÓN Y LA GUERRA SIN FIN
En los albores del nuevo siglo, Felipe Calderón inauguró otra forma de excusa: la violencia heredada.
Su decisión de enfrentar al crimen se transformó, con el tiempo, en el culpable universal de toda tragedia.
Cada cifra, cada muerto, pertenece al pasado perpetuo. El presente queda limpio. Los muertos siguen teniendo dueño, pero ninguno vive.
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LAS TRAGEDIAS SIN AUTOR
Derrumbes, explosiones, colapsos, incendios.
México ha visto todas las formas del desastre, y en cada una repite el mismo ritual: duelo, velas, discursos… olvido. Aprendimos a llorar con dignidad, pero no a corregir con rigor.
Las tragedias no generan reformas, sino conmemoraciones. La emoción sustituye al deber, y el ciclo reanuda su danza silenciosa.
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LA ARQUITECTURA DEL PRETEXTO
Si un extranjero quisiera entendernos, bastaría con mostrarle el mapa de nuestras excusas.
• El descubridor, para explicar el pecado original.
• El conquistador, para explicar el sometimiento.
• El dictador, para explicar la desigualdad.
• El tecnócrata, para explicar la pobreza.
• El militar, para explicar la violencia.
• El neoliberal, para explicar todo lo demás.
Un país que narra mejor de lo que administra. Una nación que ha hecho de la memoria su anestesia.
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LA IRRESPONSABILIDAD COMO CULTURA
La irresponsabilidad no es defecto: es sistema.
Está en el burócrata que firma sin revisar, en el funcionario que obedece sin pensar, en el ciudadano que exige sin cumplir.
El político culpa al pasado, el burócrata al reglamento, el pueblo al gobierno y todos, al destino. Así la culpa se disuelve y la ineficiencia se vuelve paisaje.
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EL PLACER DE LA ABSOLUCIÓN
Reconocer el error parece herejía; evadirlo, señal de inteligencia.
El país admira al que improvisa y recela del que cumple.
La picardía reemplaza la honestidad; la astucia, al mérito.
Hemos sido heroicos en la guerra, pero casi nunca rigurosos en la rutina.
Y sin embargo, toda civilización empieza con un acto sencillo: decir “fui yo”. En México aún nos cuesta pronunciarlo.
Una nación que renuncia a la verdad no puede asumir su culpa: sólo fabrica relatos para sustituirla.
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ANATOMÍA DEL PRESENTE ELUDIDO
Hasta aquí, el diagnóstico moral.
Pero hace falta la autopsia: comprender por qué la irresponsabilidad dejó de ser hábito para convertirse en estructura.
Ya no es un defecto: es el cimiento invisible de nuestra conciencia pública.
La sociología del fantasma.
Los villanos —Cortés, Santa Anna, Salinas— son recipientes de frustración. Absorben la anomia de un país que no ha cumplido sus promesas.
El “neoliberalismo” es su versión moderna: enemigo invisible que justifica la parálisis y canoniza la pureza.
El poder se mide no por su eficacia, sino por su inocencia. Se gobierna para el archivo, no para el hospital.
La psicología de la elusión.
Decir “fui yo” es señal de madurez.
Pero México vive en adolescencia: culpa a sus padres —España, Estados Unidos, los gobiernos anteriores— para no asumir su edad.
La “picardía” se ha vuelto estética de evasión: preferimos el consuelo del agravio al peso de la libertad.
La cadencia de la parálisis.
Francia, Alemania, Sudáfrica procesaron sus culpas con instituciones; México las convirtió en ceremonia.
Se administra la culpa, no la solución. El mito consuela, la reforma exige trabajo. El pecado se confiesa; la culpa se juzga.
Más allá de la moral, la estructura.
La responsabilidad individual solo tendrá sentido cuando las instituciones puedan convertirla en consecuencia.
El verdadero “muerto de ayer” no es Cortés ni Calderón: es la rendición de cuentas.
México no superará su historia mientras el presidente en turno siga siendo su historiador en jefe.
El pasado debe dejar de ser herramienta del poder para volver a ser, simplemente, pasado.
Un Estado responsable no repara culpas: orienta su poder hacia el bien común.
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EPÍLOGO: EL ESPEJO FINAL
El mal que denunciamos no está solo en el poder: está en nosotros.
Corre por la cultura cívica, por la educación, por la forma en que nos justificamos.
Está en el gobernante que promete sin plan, en el empresario que elude, en el ciudadano que exige sin cumplir.
Cada uno alimenta la gran coartada mexicana.
Nos hemos habituado a culpar al otro —al anterior, al extranjero, al sistema— para no mirar nuestra omisión.
Convertimos la excusa en virtud y el lamento en identidad. Y lo más doloroso: nadie se salva, ni siquiera quien escribe estas líneas.
Reconocerlo no es condenarnos, es empezar a curarnos.
México necesita menos mitos y más vergüenza; menos héroes y más ciudadanos; menos disculpas y más firmas con nombre.
La historia no cambiará cuando el poder halle un nuevo culpable, sino cuando cada mexicano, en cualquier lugar, se atreva a decir sin retórica: “Fui yo.”
Ser libre no es elegir a quién culpar, sino elegir el bien y responder por él.
Ese día —cuando el gobernante reconozca su error y el ciudadano su deber— la historia dejará de ser refugio y volverá a ser escuela.
Y los muertos de ayer, al fin, podrán descansar.
