El gran teatro de la calle

Historia, poética y letanía de los pregones de México

Por Oscar Méndez Oceguera

Imagen ilustrativa: El Universal

La ciudad comienza donde empieza la voz. Antes de que la imprenta disciplinara el papel y el anuncio cubriera fachadas, ya había una garganta que, como campana humana, hacía pública la vida: la palabra alzada que convoca, vende, prohíbe, consuela. En el pregón palpita una patria acústica: dulzor analógico que vuelve templo a la esquina y parroquia al zaguán, con su Ángelus diario y su comercio decente, porque aquí la compra-venta tiene prosodia y el trato conserva honra. La calle es un escenario, y sobre su tabla invisible el barrio se reconoce por cómo suena.

Raíces: del canto prehispánico al bando virreinal

El linaje viene de lejos. En el Mediterráneo de la memoria, los praecones romanos convocaban comicios y proclamaban edictos; el kēryx griego, mensajero entre poder y plaza, custodió el rito de decir en voz alta lo que a todos concierne. Ese hilo cívico cruzó el océano y, ya en la Nueva España, se volvió oficio solemne: a tambor batiente, el pregonero del Cabildo leía bandos en la plaza, hacía públicos los remates, llamaba a fiestas y obediencias.

Pero la América que lo recibió no era muda. En los tianguis mesoamericanos, saturados de cuīcatl y declamaciones, la venta ya tenía música. De esa injertadura nació nuestra dulzura: ni mero grito ni pura aria, sino palabra rítmica que persuade con gracia. La aguadora, con paso de río doméstico, afinaba su promesa: “Agüita traigo del río, para lavar su ropita”. El vendedor de velas convertía la penumbra en rima: “Vendo velas y velitas para alumbrar la casita, vendo velas y velones para alumbrar los salones”. El lechero, madrugador y preciso, dejaba su tarjeta de amanecer en la puerta: “Soy el lechero y mucho madrugo”. La copla castellana encontró el pulso americano y la calle se volvió pentagrama.

Sociología de la voz: el tiempo sonoro del barrio

Un barrio no se entiende por lo que se ve, sino por cómo suena. El Ángelus suspende la prisa y enseña el signo de la cruz; la flauta del afilador —línea aguda que parece hilar la luz— abre filos y visitas; el vapor del camotero perfora la noche con su silbido de cobre; el organillo escolta como procesión con fuelle. La ciudad que guarda estas voces protege un bien común: el derecho a reconocerse sin pantalla en el llamado del vecino.

La mañana empieza en harina. Un repiqueteo breve en la esquina, y por encima del rumor de camiones asoma el jingle doméstico que el país entero reconoce: “El panadero con el pan”. La casa se despierta con trigo. Unos metros más adelante, la contraseña cortesana de la plaza: “¡Pásele, pásele, marchanta!”. La negociación se abre con urbanidad antigua: “Pásele, por preguntar no se cobra”. La confianza se afirma en promesa triple: “¡Bueno, bonito y barato! ¿Qué va a llevar?”. Y, cuando la timidez asoma, una invitación que barre el polvo del umbral: “Pásele a lo barrido”.

Al filo del mediodía, la nixtamalización enciende su bandera; la voz —limpia, directa— tiene olor a comal: “¡Tortillas, tortillas calientitas!”. En la fila, la noticia del barrio se reparte como sal. Hacia la una, vuelve la leche, ahora más breve, como una estocada blanca: “Leche recién ordeñada, para tomar de mañana”. La fruta ofrece su catecismo de patio: “Lleve la piña para la niña”, “¡Naranjas dulces y limones amarillos!”. El pregón no sólo informa; bendice la cosa vendida.

Edades de un mismo oficio vivo

Hubo una edad de solemnidad pública, cuando el pregonero era publicidad de la ley. Llegó después la edad dorada del canto mercantil, cuando el vendedor templó el trato en octosílabo. Más tarde irrumpió la modernidad mecanizada: altavoces, casetes, claxon. La calle, sin embargo, no renunció a su alma: en medio de bocinas y motores, sobrevivieron timbres analógicos que hoy son reliquia viva.

Entre antojos y dulcerías, la tarde es una feria. Una nube ligera se posa en canastas como si copiara al cielo: “¡Merengues, hay merengues!”. El orgullo tostado abre paso: “¡Churritos, chicharrón, bien tostadito!”. La sed se vuelve estribillo juguetón: “Agua fresca y pura, ¡cuánto rinde y dura!”. La bravura traviesa repica en cornisa: “¡Empanadas bien calientes para los valientes!”. Y cuando pasan los elotes, la voz dibuja dos colas de cometa: “¡Eloooootes! ¡Esquiiites!”.

Cada tarde, una silueta humilde detiene el tiempo. No grita: su lenguaje es de bronce al fuego. El camotero anuncia con silbido de válvula; su pregón no es verbo, sino vapor. Basta el fiiii—úúú—fiiii—úúú para que se abran las ventanas y un niño despierte con sonrisa de azúcar. Otro oficio, con otra música, talla el oído en clave aguda: el afilador, montado en su bicicleta-taller, sopla su caramillo; su nombre se dice con eco: “¡Afiladooooor!”.

Cuando decae la luz, el mercado insiste. A ritmo de palmadas y papeles crujientes, alguien ofrece verdura con gracia antigua: “¡Acelga y lechuga, mire qué linda verdura!”. Desde la sombra de un toldo llega la economía del tianguis en dos sílabas gemelas: “¡Verdura bara, todo bara!”. Entre puestos, el trapero prueba fortuna: “¡Zapatos viejos, ropa usada…!”. y, por si acaso, abre abanico: “¡Sombreros, zapatos o ropa usada que venda!”. La noche no está sola: un guardián con farol recorre la acera y canta la hora como sacramento cívico: “Las doce han dado… ¡y sereno!”. Un cilindro, herido y fiel, disciplina la calle en vals: el organillero no necesita letra para pregonar ciudad.

Mecanizados: el bucle y la bocina

La modernidad trajo latas y parlantes. La compra ambulante, hecha cápsula sonora, se volvió mantra que recorre colonias. El más célebre se reconoce en una sola embocadura, suficiente con nombrar su arranque para que la memoria complete el resto: “Se compran colchones…”. Entre lo grabado y lo vivo persiste el pudor del chofer: baja el volumen al pasar frente a la capilla, lo sube a la entrada de los talleres; el bucle se humaniza por cortesía. También el gas aprendió a cantar su oficio; basta un claxon largo o un llamado que estira la a para instalar la necesidad en la puerta: “¡Gaaaaas!”. Y, en cada colonia, un altavoz bautiza la esquina con la venta de agua purificada; no es lema nacional, pero tiene la terquedad de lo cotidiano.

Poética del pregón: técnica y ética de una voz

El pregón no es sólo garganta: necesita música y urbanidad. Por dentro, late el verso castellano —octosílabo limpio, rima asonante, enumeración gustosa—, que la síncopa americana convierte en baile del acento. La proyección nace del diafragma; las vocales abiertas sostienen la calle; las consonantes, martillo breve, fijan el golpe. El instrumental completa el sacramental: tambor municipal y clarín para el bando; flauta de pan para el afilador; válvula de vapor para el camotero; corneta de gas; organillo para la elegancia de los fuelles.

Pero hay, sobre todo, una ética. El pregón no violenta: persuade. No humilla el silencio del otro: lo invita. El regateo deja de ser trampa para volverse juego decente donde ambos, comprador y vendedor, se reconocen persona. Por eso las fórmulas de plaza son himnos de cortesía popular: “Pásele, güerita, pásele, sin compromiso”, “Lo que se ve, se antoja”. El comercio así entendido no ensucia: humaniza.

Remate

Que la ciudad no silencie a quien la pronuncia. El pregón es pan que suena, trato que humaniza, memoria en marcha. Y basta una esquina para que el país vuelva a sí: la tamalera que, al filo del Ángelus, borda su mínima liturgia —“¡Tamales oaxaqueños, tamales calientitos!”—. Ahí queda dicho: una voz humilde que nombra, vende y bendice.

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