El capital tokenizado —en colaboración efectiva con bancos centrales y reguladores— ejerce rectoría sobre el flujo de capital global, disolviendo la capacidad de cuerpos intermedios (familias, municipios, gremios, mercados locales) para ordenar su propia economía conforme a la ley civil y a sus costumbres

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Especial
Larry Fink, presidente y director ejecutivo de BlackRock, abrió la temporada de resultados con una noticia y una dirección de viaje. La noticia: BlackRock alcanzó un máximo histórico de activos bajo gestión —del orden de 13.5 billones de dólares— y consolidó su primacía sobre el ahorro mundial. La dirección de viaje: “la próxima generación de los mercados será la tokenización”. Fink añadió un dato que revela el incentivo: en los márgenes de la banca y los brókers tradicionales ya se acumulan billones en billeteras digitales; tender un puente para que ese valor circule por productos regulados es, hoy, objetivo estratégico. No es retórica: BlackRock ya opera un fondo tokenizado de liquidez institucional sobre una red pública. El líder no pronostica; ejecuta.
Para el lector no técnico, digámoslo sin rodeos. Tokenizar es convertir un derecho en una ficha digital verificable: un título electrónico que acredita propiedad y reglas de transmisión en una red segura y auditable. Tokenizar todos los activos no es “pagar con el móvil”, sino representar cualquier cosa que tenga valor —dinero, vivienda, vehículo, acciones, letras del Tesoro, facturas o regalías— como una ficha capaz de fraccionarse, moverse casi al instante y liquidarse con menos intermediación. En su luz buena, la tokenización reduce fricciones y abre acceso; en su sombra, vuelve transparente la vida económica del ciudadano frente a quien administra el registro. La cuestión no es técnica, sino política: ¿registro que protege o registro que controla?
Importa quién lo dice porque BlackRock no es una start-up en busca de titulares: es el mayor gestor de activos del planeta, con licencias en decenas de jurisdicciones, la plataforma de ETF más grande y una huella que atraviesa renta fija, variable y alternativos. Su escala convierte hipótesis en arquitectura. Y la arquitectura, en este caso, desplaza y usurpa autoridad: al fijar los rieles por los que circulará el capital tokenizado —en colaboración efectiva con bancos centrales y reguladores— ejerce rectoría sobre el flujo de capital global, disolviendo la capacidad de cuerpos intermedios (familias, municipios, gremios, mercados locales) para ordenar su propia economía conforme a la ley civil y a sus costumbres. No es simple modernización; es traslado de la deliberación desde las esferas humanas al entramado algorítmico-corporativo.
El dato clave es que BlackRock ya habita la cadena. Su BlackRock USD Institutional Digital Liquidity Fund (BUIDL) —emitido con un registrador digital regulado— registra “on-chain” participaciones respaldadas por letras del Tesoro, repos y efectivo; suscripción, rescate y registro de propiedad conviven con la infraestructura financiera tradicional. No es evangelización; es operación regular en tesorería institucional. Y no es un solista. Franklin Templeton registra desde 2021 un fondo monetario en cadena; J.P. Morgan puso en vivo su Tokenized Collateral Network para pignorar participaciones tokenizadas en operaciones OTC con contrapartes globales; el Banco Europeo de Inversiones inauguró en 2021-2022 emisiones de bonos digitales sobre plataforma industrial; BNY desplegó custodia de activos digitales y gestiona vehículos tokenizados de tesorería. SWIFT ha probado interoperabilidad para mover valor entre cadenas públicas y privadas sin romper la red bancaria existente. La infraestructura privada y consorcial se está tendiendo para que dinero y valores circulen como fichas.
En la esfera pública, el Banco Central Europeo pasó a la siguiente fase del euro digital con una promesa central: pagos “offline” con privacidad tipo efectivo para importes bajos y rechazo de la programabilidad que imponga fines al dinero minorista. Sobre el papel, la capa pública del dinero digital coexistiría con el efectivo sin absorberlo. Pero la técnica desaconseja la complacencia: el 27 de febrero de 2025 un incidente mayor en T2/T2S —la columna vertebral que articula la liquidación de valores y los pagos mayoristas en toda la zona euro— exhibió el riesgo de punto único de falla de una infraestructura demasiado centralizada. En una economía orgánica, la resiliencia nace de la diversidad de canales; aquí, la eficiencia sin resiliencia es promesa hueca que pone en riesgo el sostenimiento de la vida comunitaria cuando falla el gran engranaje.
⸻
Consecuencias en carne viva: preguntas que cualquier persona debe hacerse
¿Qué ocurre si la llave de acceso a la vida económica es una identidad digital revocable? Si la credencial —quizá biométrica— se convierte en puerta única para cobrar un salario, pagar impuestos, firmar contratos, heredar o abrir una hipoteca, su revocación por error, abuso o represalia expulsa al ciudadano de la banca, del dinero público digital y del registro que acredita sus derechos. La lucha contra el fraude no justifica la monocultura de la biometría: un orden decente exige alternativas equivalentes, plazos razonables y remedios efectivos para restaurar la identidad cuando falla el sistema.
¿Qué pasa si el comportamiento se tarifica y se ejecuta en automático? La cara amable del “dinero programable” promete cupones inteligentes y subsidios finos; su envés es un arte de gobierno codificado que premia o castiga sin mediación humana. La novedad funcional de una moneda digital soberana es precisamente la capacidad de hacer cumplir reglas en su uso. La pregunta no es técnica, sino constitucional: qué reglas, con qué límites y bajo qué garantías para la persona y su casa.
¿Y si la casa, el automóvil o la herencia se vuelven servicios condicionados? Una hipoteca hoy requiere juez para el desalojo; un contrato automático podría bloquear la puerta por un impago menor o un error de conciliación. Un testamento hoy exige la deliberación de la ley humana; un testamento-contrato mal diseñado podría disolver la herencia si el heredero cambia de ciudad u oficio. La propiedad deja de ser soporte tangible de la dignidad personal y de la vida familiar para convertirse en activo condicionado a la obediencia del código. La técnica habilita; el derecho debe poner diques: debido proceso irrenunciable, interoperabilidad para cambiar de proveedor sin perder derechos y separación estricta entre quien valida identidad, quien custodia la llave y quien opera la infraestructura de pagos.
¿Qué ocurre si el sistema se cae —o se tuerce—? Un apagón prolongado, un bug en un contrato o un ataque a un custodio: si todo reposa en la misma infraestructura de pagos, todo es rehén de su robustez. Una civilización digital sensata institucionaliza el plan B: circuitos offline, efectivo disponible, canales alternos que impidan que un incidente técnico escale a catástrofe civil.
¿Y si un conflicto internacional “apaga” a un país con un clic? La tokenización total facilita que sanciones y bloqueos se apliquen en automático sobre el cuerpo social, sin distinguir entre el poder central y el ciudadano de buena fe. Esa trazabilidad que impide el lavado puede colectivizar el castigo, vulnerando el principio de justicia distributiva y castigando a comunidades enteras por decisiones ajenas.
⸻
Diez mecanismos de contención (subsidiariedad, justicia y libertad)
1) Derecho efectivo al efectivo y pagos offline con anonimato proporcional para montos bajos, blindados por ley y por diseño: preservan la esfera privada de la familia y del individuo.
2) No-programabilidad por defecto del dinero público minorista; cualquier condicionalidad solo por adhesión voluntaria, acotada y con autorización judicial previa: afirma la libre disposición del pasivo soberano por el ciudadano.
3) Separación funcional obligatoria entre identidad, billetera e infraestructura de pagos —sin integraciones verticales que concentren la autoridad, garantizando la subsidiariedad de los cuerpos intermedios y la competencia real—.
4) Interoperabilidad y portabilidad reales, para que personas y comunidades puedan migrar sin perder derechos ni historial.
5) Auditoría pública del software crítico (código abierto o inspeccionable, pruebas periódicas y programas serios de recompensas por fallos).
6) Debido proceso reforzado para cualquier congelamiento o bloqueo (orden judicial previa, emitida por autoridad de justicia humana), criterios públicos, notificación, defensa y remedios efectivos.
7) Resiliencia —redes con redundancias, ensayos de crisis y fallback analógico obligatorio— para que la infraestructura de pagos no se convierta en soga al cuello de la comunidad.
8) Alternativas a la biometría con la misma eficacia jurídica; la monocultura del rostro o la huella expulsa a los vulnerables.
9) Salvaguardas frente a sanciones ciegas, con cláusulas humanitarias y canales de excepción que no criminalicen a cuerpos sociales enteros, en respeto a la justicia distributiva.
10) Instancia humana de apelación —un “tribunal del algoritmo”— capaz de revertir injusticias que el código, por definición, no ve, reafirmando la supremacía de la razón y la dignidad sobre la técnica.
⸻
Conclusión
¿Será la gran tokenización una reforma del registro —propiedad más clara, transacciones más baratas, mercados más accesibles— o devenirá un aparato de control que reduzca al ciudadano a objeto transparente y programable? ¿De verdad la diferencia la marcará la criptografía o, más bien, las leyes, la gobernanza y las virtudes públicas capaces de someter la técnica a la dignidad de la persona?
¿Estamos dispuestos a aceptar una infraestructura de pagos sin ley exigible, sin auditoría independiente, sin efectivo, sin instancia humana de apelación, sin interoperabilidad real y sin separación de funciones, cuando eso solo puede traducirse en presunción de vigilancia permanente? ¿Permitiremos que el código sustituya a la conciencia y al juez, que la “programabilidad” del dinero condicione la vida cotidiana y que la biometría sea la única llave para existir económicamente?
¿Quién pone los límites y quién controla al controlador cuando la arquitectura la deciden megacorporaciones en tándem con bancos centrales? ¿Qué autoridad quedará para la familia, el municipio, el gremio y el juez civil si la usurpación algorítmica reescribe, por debajo de la deliberación humana, las condiciones mismas de la propiedad, del contrato y de la herencia? ¿Cómo se llama una “inclusión” que expulsa a quien no entrega su rostro, que anula al discrepante con un clic, que colectiviza sanciones sobre comunidades enteras por decisiones ajenas?
¿Vamos a renunciar a la zona lícita de sombra —efectivo y pagos offline con anonimato proporcional— donde el ciudadano obra como dueño, o aceptaremos que cada gesto económico sea un dato explotable y una palanca de obediencia? ¿Consentiremos que un testamento-contrato invalide la libertad del heredero, que una llave corporativa decida cuándo entras o sales de tu propia casa, que una política automática te premie o te castigue sin apelación? ¿Llamaremos “eficiencia” a la centralización frágil que convierte un error técnico en catástrofe civil, o exigiremos redundancias y salidas analógicas antes de encargarle la civilización a un panel?
¿Aceptaremos que el bien común sea redefinido como control común, o vamos a exigir —ahora— límites con dientes: no-programabilidad por defecto, alternativas a la biometría, auditorías públicas, debido proceso reforzado, interoperabilidad y separación estricta entre identidad, billetera e infraestructura? ¿Elegiremos un registro que protege al hombre y a su casa, o nos resignaremos a una cadena que administra al hombre y a su casa?
En último término: ¿dejaremos que la técnica decida por nosotros, o decidiremos nosotros —con ley, con juicio y con misericordia— qué puede y qué no puede hacer la máquina con nuestras vidas?
