Elecciones de casino

Mercados de predicción y la democracia liberal convertida en juego


Por Oscar Méndez Oceguera

Imagen ilustrativa: Public Domain Pictures

LA NOTICIA EN PANTALLA: LA DEMOCRACIA SE COTIZA

En octubre, mientras los institutos demoscópicos discutían márgenes de error y tamaños de muestra, una imagen se impuso en Manhattan con la contundencia simple de la luz: en una pantalla electrónica, una contienda electoral local aparecía reducida a un marcador, 94% frente a 6%, como si el destino político de una comunidad pudiera comprimirse en el mismo lenguaje con que se anuncian las cuotas de un partido de fútbol. No era el resultado de una elección, ni siquiera una encuesta con ficha técnica y prudencias metodológicas. Era el precio de un contrato financiero sobre ese resultado, negociado en un mercado de predicción: 94 centavos si gana uno, 6 centavos si gana el otro. Convertida de inmediato en “probabilidad” y proyectada en la ciudad, esa cifra se ofrecía como nueva verdad democrática. La noticia es esta: la democracia liberal–procedimental ha aceptado que su futuro se cotice en pantalla, y lo que ayer se presentaba como “voluntad popular” entra ya sin pudor en la lógica del juego.

DE CONTRATO FINANCIERO A CRITERIO POLÍTICO

¿Qué significa que el propietario de la Bolsa de Nueva York invierta miles de millones en una plataforma de apuestas políticas y anuncie que sus curvas de probabilidad serán datos oficiales para bancos y fondos? ¿Qué implica que la gran promesa de estos mercados no sea sólo la comisión por cada jugada, sino la venta de las oscilaciones de expectativa electoral como “indicadores de sentimiento”? ¿No es la confesión de que la democracia contemporánea ya no se concibe como orden al bien común, sino como flujo de expectativas que puede arbitrarse, tokenizarse y revenderse? Quien vea aquí sólo la corrupción de una democracia sana por culpa del dinero no ha entendido la naturaleza del régimen: estos mercados no son una enfermedad de la democracia verdadera, sino la expresión coherente de una democracia reducida a procedimiento, opinión y cálculo.

En la superficie, el mecanismo parece casi elegante. Se define un evento –que cierto candidato gane, que se apruebe una ley– y se crea un contrato binario que paga uno si ocurre y cero si no. En teoría, el precio expresa la probabilidad que el mercado asigna al acontecimiento. ¿No es razonable pensar que esa probabilidad agregada puede, a veces, ser más precisa que un sondeo apresurado? El discurso dominante lo repite: hay más verdad en la suma de expectativas ponderadas por dinero que en la opinión gratuita de un encuestado. ¿No es esto la prolongación natural del dogma liberal según el cual el mercado, dejando actuar las preferencias individuales, produce un orden más racional que cualquier decisión deliberada?

DE LA APUESTA A LA PROPAGANDA

Pero la cuestión decisiva no es técnica, sino política: ¿puede una comunidad aceptar que su propio destino se convierta en objeto de apuesta sin degradar la idea de orden político? Lo que estos mercados hacen no es sólo anticipar un resultado; transforman el futuro de todos en subyacente financiero para algunos. El voto se vuelve materia prima de un contrato; la campaña, volatilidad; la incertidumbre, oportunidad de beneficio. ¿Quién determina entonces el valor de las opciones políticas, los ciudadanos que deliberan o los operadores que arbitran? ¿No se invierte silenciosamente el orden, de modo que la elección deja de ser origen del valor político y se convierte en liquidación de posiciones previamente tomadas en pantalla?

El defensor tecnocrático replicará que nadie está obligado a seguir lo que dice el mercado. Un contrato es sólo un contrato. Pero la noticia que importa no es lo que ocurre dentro de la plataforma, sino fuera: lo que sucede cuando ese 94% se convierte en valla publicitaria, titular, argumento de tertulia, meme prestigioso. ¿Puede alguien sostener seriamente que se trata de un dato neutro? Sabemos desde hace décadas que la percepción de inevitabilidad alimenta el efecto de “carro ganador” y desmoviliza a quienes se sienten derrotados de antemano. Si ya habíamos convertido las elecciones en carreras de caballos narradas por encuestas, ¿no es coherente que aceptemos ahora cuotas de casino presentadas como la voz fría de la “opinión pública”? La propaganda adopta la forma de cifra; el eslogan se disfraza de probabilidad.

EL JUEGO COMO CONSECUENCIA DE UNA MUTACIÓN METAFÍSICA

La opacidad de esos precios agrava la cuestión. Se invoca a miles de usuarios y millones en volumen, pero ¿qué ocurre si una parte sustancial de ese volumen es puro juego de espejos, transacciones circulares para inflar cifras? ¿Qué pasa si unas pocas “ballenas” concentran posiciones gigantescas y pueden inclinar la probabilidad aparente de un resultado con movimientos relativamente modestos? En teoría, el mercado castiga al que apuesta mal; en la práctica, puede bastar empujar la cotización en las semanas clave para que la pantalla diga “90% asegurado” y esa sensación de inevitabilidad sea el producto buscado. ¿No estamos ante una nueva forma de propaganda, más eficaz porque no parece propaganda, sino dato objetivo sellado por el precio?

Llegados aquí, conviene formular la pregunta en el terreno que la democracia liberal suele evitar: el de los principios. ¿Qué concepción del derecho y de la política hace posible que aceptemos sin escándalo este tránsito del voto a la apuesta? No es un accidente tecnológico, sino la consecuencia lógica de una mutación metafísica. Cuando el orden político deja de entenderse como participación humana en un orden del ser anterior y superior –un orden de justicia, naturaleza y verdad–, el derecho ya no es reconocimiento de lo debido, sino producción de lo que la voluntad declara válido. El sujeto último deja de ser el bien común objetivo para ser la voluntad humana, bajo distintas máscaras: la mayoría, el individuo, el legislador. La democracia moderna, en su versión liberal–procedimental, se edifica sobre este presupuesto: no hay un bien al que el régimen deba ordenarse, sólo reglas para agregar preferencias. En ese marco, los mercados de predicción no introducen una perversión adicional; llevan a su extremo lo que estaba inscrito en el origen: si la política se agota en la suma de opiniones, nada más natural que convertir esa suma en derivado financiero y negociar su expectativa antes de que se produzca.

LA INCERTIDUMBRE POLÍTICA COMO MATERIA PRIMA

Tampoco es casual la entrada entusiasta de los grandes operadores financieros. No se trata de amor a la ciencia política, sino de descubrir un negocio formidable: la incertidumbre política, que en un orden clásico sería percibida como amenaza al bien común, se convierte en materia prima rentable. Se venden contratos sobre quién ganará, pero sobre todo se venden datos sobre cómo fluctúa, minuto a minuto, la creencia en que ganará. Ésos son los “datos de sentimiento” que alimentan modelos de riesgo, algoritmos de inversión, informes de consultoras. Los mismos actores que ya influyen en los flujos de capital incorporan a sus cálculos el pulso probabilístico de las elecciones, cerrando el círculo entre finanza, opinión y gobierno. ¿No muestra esto que la política ha sido absorbida por una lógica que le es ajena sólo en apariencia, pero que reflejaba ya la ambición original de la democracia liberal: gobernar sin reconocer un orden de justicia, sólo gestionando el juego?

REGULAR EL SÍNTOMA SIN TOCAR LA CAUSA

Ante este panorama, la reacción espontánea es pedir más regulación: límites a posiciones, prohibición de ciertos contratos, etiquetas que adviertan que esas probabilidades proceden de apuestas y no de estudios estadísticos. Son medidas comprensibles, quizá necesarias, pero insuficientes si no se toca el presupuesto de fondo. Porque el problema no es sólo que hoy se juegue con las elecciones, sino que hemos aceptado que la democracia se reduzca a un conjunto de reglas para gestionar conflictos sin referencia explícita a la verdad ni al bien. Mientras se proclame que el orden político debe ser neutral respecto de todo contenido sustantivo, mientras el ideal sea un poder que no se atreve a decir qué es justo, cualquier intento de controlar los mercados de predicción será cosmético. Un régimen que renuncia a la verdad no puede quejarse seriamente de que su futuro se compre y se venda: él mismo ha declarado que ningún criterio superior puede juzgar la agregación de preferencias.

UNA PREGUNTA QUE EL MERCADO NO PUEDE RESPONDER

Sin embargo, ninguna pantalla puede absorber del todo una pregunta que el mercado es ontológicamente incapaz de formular: no “qué va a pasar”, sino “qué debería pasar”; no “cuánto vale esta apuesta”, sino “qué es justo, qué es verdadero, qué merece realmente este pueblo”. Porque la perversión política que aquí se consuma no consiste sólo en jugar con porcentajes, sino en haber aceptado que la comunidad se piense a sí misma sin referirse a un bien objetivo, como si la res publica fuera un puro escenario de probabilidades y no un orden que debe conformarse a lo que el hombre es. ¿Puede haber justicia allí donde ninguna instancia reconoce la verdad del hombre y de su fin? ¿Puede una mayoría, por el solo hecho de ser mayoría o de parecer probable en una curva, constituirse en fuente última del derecho? ¿Puede una sociedad sobrevivir mucho tiempo cuando se acostumbra a tratar su destino como ficha de casino, sin preguntarse ya qué tipo de vida merece ser protegida, qué instituciones son conformes a la naturaleza humana, qué límites impone el orden del ser?

En el momento en que estas preguntas se toman en serio, deja de tener sentido organizar la vida política como un juego: el régimen que se gloría de neutralidad se revela entonces en lo que es, inversión del orden –las preferencias elevadas por encima de la verdad–, y sólo desde esa conciencia se vuelve posible una crítica que no añore simplemente la vieja democracia de las encuestas, sino que denuncie de raíz un sistema que ha olvidado que la política, antes de ser procedimiento, es participación en el bien, y que ninguna cotización, por brillante que sea en Manhattan, puede absolvernos del deber de discernir y hacer lo que es justo.

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