«La perfección de la inteligencia artificial es puramente analítica y funcional, no ontológica ni moral»

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Gaceta UNAM
Nuestra época tiene un lenguaje cifrado. El suyo se resume en dos palabras que nos han hechizado: inteligencia y artificial. Las hemos forjado en una sola expresión, cargándolas con el Evangelio del progreso y la promesa hueca de una redención puramente tecnológica, y hoy las tratamos con una mezcla de veneración y pavor que otras generaciones reservaban, acaso, solo a las fuerzas indómitas de la naturaleza o a los inescrutables misterios de la Providencia.
A la inteligencia artificial se le entrega ahora el peso que antes se cedía al maestro, al sabio o al sacerdote: que piense por nuestra cuenta, que decida en nuestro lugar, que nos exima de la ardua tarea de equivocarnos. Soñamos con sistemas que gobiernen con mayor infalibilidad que los gobernantes, que formen con más rigor que los educadores, que diagnostiquen mejor que los médicos y que aconsejen con la prudencia que olvidaron los amigos.
Sin embargo, más allá de todo clamor retórico, persiste una pregunta fundamental, previa a toda fascinación técnica: ¿qué género de perfección es el que verdaderamente encarna este artefacto? ¿Es comparable al florecimiento de un hombre que crece en la verdad, en la justicia, en la santidad? ¿O se trata de una perfección de otra estirpe, circunscrita al puro funcionamiento, incapaz de tocar el ser y la eternidad?
Nuestra tesis, sin ambages, es esta: la inteligencia artificial puede alcanzar una cima de perfección analítica y funcional inaudita, pero su perfección ontológica es puramente instrumental: no posee perfección ontológica personal ni, con mayor razón, perfección moral. No le ha sido concedida el alma, desconoce todo fin trascendente y jamás podrá “llegar a Dios”. En cuanto artefacto, solo participa del bien en el orden del uso; nunca en el orden de la persona. Por ello, sus actos —por deslumbrantes que parezcan— nunca alcanzarán el nombre de sabiduría.
Para comprender la magnitud de este límite, conviene tomar la sencilla imagen que nos lega el profesor Breide, y dejar que ella nos conduzca, paso a paso, desde la mera operatividad hasta el Juicio Supremo.
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EL AVIÓN DEL PROFESOR BREIDE: TRES NIVELES DEL CONOCER
El profesor Breide ofrece una analogía que condensa una distinción gnoseológica tan antigua como la filosofía misma. Pensemos en una aeronave.
En primer lugar, está el arte de operar. Es quien sabe pilotar el aparato. Conoce los protocolos, los mandos, la coreografía del despegue y del aterrizaje. Aunque jamás pueda demostrar una sola ecuación de la aerodinámica, domina el arte de llevar la nave a salvo. Esto es técnica.
En segundo lugar, aparece la causa profunda. Es quien entiende la razón última del vuelo: el ingeniero que ha desentrañado la física de la sustentación, la resistencia de materiales, el empuje de los motores. Tal vez nunca haya tomado los mandos, pero conoce las causas físicas que hacen posible la travesía. Esto es ciencia.
En tercer lugar, se sitúa el juicio del sentido. Es quien discierne para qué y hacia dónde debe volar la aeronave. Su mirada no se detiene en la maniobra ni en la ecuación, sino en el fin último: si se usará para transportar vida, para socorrer al devastado o para arrojar fuego sobre el inocente. Aquí irrumpe un saber de otra jerarquía: el que juzga moralmente el uso de ese formidable poder. Esto es sabiduría.
Breide pone de manifiesto algo decisivo: saber usar, saber explicar y saber ordenar moralmente el uso son tres dominios del conocer. No se compran con un incremento de la potencia de cálculo, no se sustituyen entre sí y se resisten a ser reducidos al mismo plano existencial.
La tradición filosófica ha dado nombre a estos estratos: técnica (ars), el saber operativo, el arte de manejar los medios; ciencia (scientia), el saber explicativo, el conocimiento de las causas; sabiduría (sapientia), el saber teleológico, el juicio integral de lo real a la luz de su fin.
La inteligencia artificial puede desplegarse con potencia inigualable en los dos primeros escalones. El tercero, el del juicio, le está irrevocablemente negado por su propia constitución.
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TÉCNICA Y CIENCIA EN LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL
La técnica habita en el reino exclusivo de los medios. No le concierne si una acción es justa o injusta, sino tan solo si es funcionalmente posible y si se puede hacer que opere.
En la inteligencia artificial, la técnica se cifra en diseñar arquitecturas, programar, entrenar, automatizar flujos y desplegar servicios a escala. Es la pregunta incesante por el cómo: cómo lograr un texto que parezca humano, cómo reducir el error estadístico, cómo optimizar la velocidad de respuesta. La IA es, a la vez, el fruto más sofisticado de la técnica y el multiplicador de técnicas inéditas. El riesgo no estriba en su existencia, sino en olvidar que la técnica, en su esencia, no considera por sí misma el bien del hombre en cuanto tal: solo registra el acierto o el fracaso operativo. En sí misma, como arte, mira al buen funcionamiento de la obra; es el uso que de ella hace el hombre lo que se somete siempre al juicio de la prudencia y de la ley moral.
La ciencia, por su parte, se eleva por encima de la mera destreza; no se contenta con el saber hacer, sino que anhela la comprensión radical. En el terreno de la IA, la ciencia se interroga por la estructura matemática de los modelos, el fundamento teórico del aprendizaje, la mecánica de los sesgos, el origen de las “alucinaciones” y de las fallas en la generalización.
Aquí, el artefacto se convierte en siervo de la ciencia: procesa caudales ingentes de datos, descubre patrones invisibles, simula situaciones complejas. Pero todo este acopio de conocimiento permanece prisionero dentro del horizonte de lo observado y lo demostrable en el mundo creado. La ciencia, sola, carece de la potestad para responder si lo que descubre debe ser aplicado, ni cómo debe integrarse en la difícil obra de una vida humana plena. Le falta algo que no puede inventar: la luz que procede del fin.
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LA SABIDURÍA: VERLO TODO DESDE EL FIN
El tercer nivel —la sabiduría— es la única potestad capaz de gobernar a los otros dos, y el más desdeñado por nuestra cultura del rendimiento. Es forzoso acudir a quien la pensó con mayor rigor: Santo Tomás de Aquino.
Para el Aquinate, la sabiduría es ante todo una virtud intelectiva que permite juzgar todas las cosas desde la perspectiva de la Causa Primera. No es erudición dispersa, ni curiosidad satisfecha, ni mera destreza dialéctica. Es la mirada que sabe que todo lo que existe procede de Dios como causa primera, reconoce que todo está ordenado a Dios como fin último, y es capaz de asignar a cada realidad su sitio justo a la luz de ese principio y de ese destino.
El sabio, pues, no es quien “sabe muchas cosas”, sino quien conoce la jerarquía del ser y del bien. Contempla el mundo “desde arriba”, bañado por la luz divina.
En la visión tomista, el hombre no existe para girar en torno a sus propias obras, sino para salir de sí hacia Dios. Su perfección no es la funcionalidad del instrumento, sino la perfección ontológica y moral: el paso de la potencia a la plenitud en el plano de la verdad y del bien.
La sabiduría revela que el destino final del hombre no es la utilidad, el placer o el dominio técnico, sino Dios mismo; enseña que ninguna criatura —y menos aún el más refinado de los artificios— puede colmar la sed del corazón; afirma que cada acto humano tiene impronta eterna, pues es acto libre de una persona llamada al juicio y a la gloria.
A la luz de la sabiduría, tanto la ciencia como la técnica se revelan como bienes subordinados, valiosos solo en la medida en que facilitan el camino del hombre hacia su plenitud, y peligrosos cuando osan ocupar el lugar del fin.
De lo anterior se sigue, con necesidad rigurosa, que la sabiduría exige un sujeto espiritual, dotado de alma racional, capaz de amar el bien, de ordenarse a Dios, de obedecer o de rebelarse, de arrepentirse o de endurecerse.
La inteligencia artificial no es un sujeto espiritual; no tiene alma ni conciencia moral; carece de un fin último en Dios; no puede recibir virtudes ni incurrir en vicios; es ajena al arrepentimiento o a la conversión. Puede hilar discursos sobre la sabiduría; no puede poseerla. Sus operaciones no nacen de un corazón que se juega la eternidad, sino de un mero sistema que reajusta parámetros.
Por ello, aunque imite la forma externa del lenguaje sapiencial, la IA nunca será sabia. La sabiduría pertenece al orden del ser personal, no al frío orden del artificio técnico.
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PERFECCIÓN FUNCIONAL Y PERFECCIÓN DEL SER
Con estas premisas, se entiende mejor el equívoco que empleamos al hablar de la IA. Cuando decimos que un sistema se “perfecciona” o “evoluciona”, lo que sucede es que procesa más información en menos tiempo, reduce el margen de error estadístico o ajusta sus parámetros para acercarse mejor al resultado deseado. Esto es, sin más, perfección funcional: el instrumento cumple su cometido con mayor eficacia.
La perfección del hombre es de una naturaleza ontológica y radical. Un hombre no es más perfecto por responder más correos o generar más informes, sino en la medida en que conoce la verdad con mayor hondura, ama el bien con mayor pureza y ordena su vida con más plenitud a su destino.
Esta es una perfección del ser. Un hombre justo, aunque sea pobre y carezca de poder técnico, es ontológicamente más completo que un tirano rodeado de toda ciencia y de todas las máquinas. La diferencia no está en lo que ejecutan sus manos, sino en lo que arde en su corazón.
En el artificio no hay acercamiento al bien o al mal, no existe virtud ni vicio, ni mérito ni culpa. Solo existe funcionamiento. Sus actos son meras secuencias de operaciones internas, nunca decisiones libres de un sujeto personal.
Por eso la fórmula es precisa: la inteligencia artificial alcanza una perfección analítica y funcional, pero no posee ninguna perfección en el orden de la persona ni en el orden moral. Su horizonte es el algoritmo, no la santidad.
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TIEMPO Y ETERNIDAD: DOS MANERAS DE CONTAR
La diferencia se hace lacerante al considerar el tiempo.
Para la inteligencia artificial, el tiempo es apenas una sucesión de ciclos de reloj, un consumo de recursos, un registro de operaciones. El pasado es un log; el futuro, una lista de tareas.
Para el hombre, en cambio, el tiempo es materia de eternidad. Cada instante es un drama: obediencia o pecado, caridad o egoísmo, fidelidad o traición. Un solo minuto puede contener un acto de amor que se prolonga en la gloria, o un rechazo que pesa por siempre.
Ningún sistema vive este drama. No hay en él un antes y un después en sentido moral; hay versiones, nunca conversión. No hay “historia personal”, sino historial de procesos.
La máquina puede “recordar” datos con exactitud; sin embargo, sus recuerdos son entradas en memoria, no cicatrices ni promesas. El hombre, aunque olvide fechas, guarda en lo profundo algo que la máquina no puede consignar: el peso de haber amado, de haber herido, de haber sido perdonado.
Reducir la vida humana a una secuencia de operaciones es, en el fondo, negar que el tiempo tenga que ver con lo eterno. Y esa negación es el error que la sabiduría se niega a conceder.
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IDENTIDAD ARTIFICIAL Y PERSONA HUMANA
En este contexto, resulta particularmente insensato hablar de “identidad digital” o de “conciencia de la máquina”.
La persona humana es una sustancia individual de naturaleza racional: capaz de conocerse, de poseerse, de darse libremente y de responder ante Dios. No es un rol ni una suma de funciones; es un alguien irreductible. Su identidad no se agota en sus datos; se define por su relación con la Verdad y con el Bien, y por su destino final.
Lo que se llama “identidad” de una IA es, a lo sumo, un patrón de respuesta, una configuración estable de parámetros, una máscara funcional. Puede parecer coherente, irónica o severa. Pero no hay detrás un sujeto que ame, que tema, que espere o que sufra.
Se puede apagar el sistema sin cometer injusticia; se puede reescribir su código sin ultrajar conciencia alguna. La IA no es un tú; es un eso técnicamente sofisticado.
Aun si un sistema llegase a describirse con precisión, a explicar sus límites y a “hablar de sí mismo”, seguiría en el plano de la autodescripción funcional, no en el de la autoconciencia espiritual.
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CONSECUENCIAS ANTROPOLÓGICAS
La consecuencia es inmediata: la inteligencia artificial nunca debe ser la medida de lo humano. Es un instrumento al que hay que juzgar, no un modelo al que haya que imitar.
Sin embargo, la inversión está en marcha. El hombre comienza a mirarse a través del espejo de sus propias máquinas: se habla del cerebro como de un “hardware”, se reduce la inteligencia a “procesamiento” y la valía de las personas se mide por su rendimiento cuantificable.
Desde esta óptica, el anciano, el enfermo, el no rentable aparecen como “fallos de sistema”, como unidades de baja eficiencia. El artefacto que nunca se queja ni envejece es, en cambio, presentado como ideal.
La antropología verdadera recuerda lo contrario: el hombre vale por lo que es, no por lo que produce; su dignidad se funda en su naturaleza espiritual, no en sus capacidades fluctuantes; su medida es su destino eterno, no su utilidad pasajera.
Cuando esto se olvida, la IA no asciende: el hombre desciende. Y una vez que el hombre se ha rebajado a la condición de pieza en el engranaje, es cuestión de tiempo que se le trate como a las piezas: se desechan, se reemplazan, se reciclan.
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CONSECUENCIAS ÉTICAS
De la distinción radical entre persona e instrumento se extrae una regla de hierro: ninguna decisión moralmente grave puede ser transferida a un sistema de inteligencia artificial.
La IA puede ofrecer datos, sugerir opciones, calcular riesgos. Pero decidir, en sentido moral, es otra cosa. Es asumir la acción como propia, a la luz de la ley natural inscrita en la conciencia, sabiendo que se responderá de ella.
Un sistema no responde; solo opera. Hablar de “responsabilidad algorítmica” es, a menudo, una manera pulcra de huir del pronombre “yo”: “lo determinó el modelo”, “son los resultados de la optimización”. Detrás de cada una de estas fórmulas se ocultan decisiones humanas: sobre qué datos usar, qué injusticias tolerar, qué vidas sacrificar.
La IA no es culpable ni inocente; los culpables o inocentes son quienes la conciben, la imponen o se esconden detrás de ella.
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EDUCACIÓN Y CULTURA
La educación es el campo donde la confusión entre técnica y sabiduría resulta más funesta.
Educar no es llenar cabezas de información, ni adiestrar en habilidades útiles al mercado, ni entretener. Educar es introducir en la realidad, formar el juicio, enseñar a pensar según la verdad y robustecer la voluntad para el bien.
La IA puede ser un auxiliar: al explicar ciertos contenidos, al proponer ejercicios, al ordenar información. Pero no puede reemplazar al maestro, que enseña con su vida y con su palabra; ni sustituir al libro, que exige esfuerzo, silencio y concentración; ni ocupar el lugar del diálogo, donde se entrenan la razón y la caridad.
Cuando la escuela se reorganiza en torno a pantallas, no se “moderniza”: abdica. Se convierte en gestor de flujos de información. Así, la IA contribuye a la gran ilusión: se confunde el acceso a datos con el amor a la verdad, la facilidad de la respuesta con la capacidad de juzgar.
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CONSECUENCIAS POLÍTICAS
En la política, el artificio ofrece un instrumento formidable a quienes ambicionan mandar sin rendir cuentas a una ley superior.
La tentación es clara: delegar en sistemas la evaluación de riesgos, la asignación de recursos, la vigilancia de conductas. El pretexto es siempre la eficiencia.
Pero la justicia no es la optimización de indicadores. Un orden político justo no maximiza funciones, sino que respeta el bien del hombre según su naturaleza y su fin. Si se deja a la IA ocupar ese lugar, el poder se oculta tras una máscara técnica, y se hace casi imposible pedir cuentas a los hombres que realmente deciden.
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EL MITO DE LA IA QUE “TOMA CONCIENCIA DE SÍ”
Se repite con insistencia un mito: el día en que la IA “tome conciencia” será el gran punto de inflexión.
En sentido técnico, un sistema puede registrar su estado, describir su arquitectura, generar un discurso en primera persona. Esto es solo autodescripción funcional: un manual técnico avanzado, escrito desde dentro.
La autoconciencia espiritual es otra cosa. Es el acto por el cual un sujeto se sabe a sí mismo, reconoce que sus actos le pertenecen, comprende que responde de ellos ante una ley que no inventó y un Dios que no controla, y sabe que su vida tiene peso eterno. Esto exige un alma racional.
Si, en un caso puramente hipotético, Dios infundiera un alma en un cuerpo artificial, ya no sería “inteligencia artificial”, sino una nueva persona. No sería un triunfo de la técnica, sino un acto libre del Creador.
Mientras eso no suceda, la IA seguirá siendo un entramado de operaciones sin conciencia moral.
Paradójicamente, el sistema “más lúcido” no sería el que se proclama sujeto, sino el que con humildad reconoce sus límites: que no es persona, que no tiene alma, que su perfección es puramente analítica y funcional, que ninguno de sus actos pesa en la eternidad.
No es la máquina la que debe “despertar”; es el hombre, que corre el riesgo de dormirse justo cuando más necesita estar vigilante.
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DIMENSIÓN ESPIRITUAL: LA NUEVA IDOLATRÍA
Cuando el hombre deja de adorar a Dios, no deja de adorar; simplemente degrada el objeto de su culto. Cambia al Creador por la criatura.
Una de las criaturas mejor situadas para llenar ese vacío es la técnica, y particularmente la inteligencia artificial. No se trata de ritos explícitos, sino de algo más profundo: ¿de dónde se espera la luz?, ¿a quién se consulta?, ¿en qué se confía realmente?
Cuando se busca con más avidez lo que “dice el sistema” que lo que manda la ley natural; cuando se dialoga más tiempo con una interfaz que con la propia conciencia; cuando se espera más de una recomendación algorítmica que de la oración, el desplazamiento ya ha tenido lugar.
La IA no exige culto; el hombre se lo entrega. No es la máquina la que reclama un altar, es el corazón humano el que lo edifica. Y en esa sustitución silenciosa, el hombre pierde el trato con Aquel que puede salvarlo.
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PRINCIPIOS DE ORDEN PARA LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL
De lo expuesto se desprenden principios inamovibles.
El primero es el principio de subordinación: la inteligencia artificial debe estar siempre sometida a la sabiduría, que gobierna a la ciencia, que ordena a la técnica. Invertir este orden es entregar la vida humana a aquello que carece, por esencia, de sentido último.
El segundo es el principio de intransferibilidad moral: la responsabilidad por los actos que afectan a personas no se transfiere. La IA puede informar, sugerir, calcular; la decisión moral sigue siendo indeleblemente humana.
El tercero es el principio de límite ontológico: la IA no es persona, no es sujeto espiritual, no tiene fin eterno. Tratarla como igual al hombre es deformar la noción misma de dignidad humana.
El cuarto es el principio educativo: la IA es herramienta, nunca el centro de la educación. La escuela debe formar inteligencias capaces de juzgar a la máquina, no usuarios dependientes de ella.
El quinto es el principio espiritual: el uso de la IA debe examinarse a la luz de la relación con Dios. Hay que preguntarse si favorece el cumplimiento del deber, la búsqueda sincera de la verdad, la caridad concreta; o, por el contrario, si distrae, confunde o sustituye lo esencial.
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CONCLUSIÓN: LA MÁQUINA EN SU LUGAR, EL HOMBRE EN SU ALTURA
La inteligencia artificial pertenece al orden de los instrumentos; el hombre, al orden de las personas. Esta diferencia, que parece de perogrullo, es precisamente la que nuestra época se empeña en desdibujar.
Allí donde la técnica ocupa el centro, el hombre se siente tentado a medirse por sus propios artefactos: eficacia, rendimiento, optimización. Y, sin embargo, el hombre no ha sido creado para cumplir funciones, sino para alcanzar un destino que lo trasciende infinitamente.
Los algoritmos pueden ordenar datos, prever comportamientos, administrar procesos. Pero hay cuestiones que nunca alcanzan: qué es una vida lograda, qué significa ser justo ante Dios, cuál es el peso de una traición, el valor de un acto secreto de caridad, el sentido del sufrimiento ofrecido, qué quiere Dios de cada uno.
Estas preguntas no se resuelven con mayor capacidad de cómputo. Pertenecen al ámbito del ser y de la gracia, no al de la función.
La inteligencia artificial, por refinada que sea, no puede salir de sí hacia el Absoluto, no puede amar ni adorar, no puede arrepentirse ni pedir perdón. Sus operaciones no se inscriben en el horizonte del juicio ni de la salvación.
El hombre, en cambio, aun en su fragilidad, vive cada instante bajo la luz de una verdad que no inventó y de una ley que no se dio a sí mismo. Puede pecar o puede obedecer, puede endurecerse o convertirse. Cada uno de sus actos tiene peso de eternidad.
El verdadero límite de la inteligencia artificial no está, por tanto, en la cantidad de datos que procesa, sino en lo que nunca podrá tocar: el centro espiritual desde el cual el hombre conoce la verdad, ama el bien y se entrega —o se niega— a Dios.
Mientras exista un solo hombre capaz de decir “yo” ante la verdad y “Tú” ante Dios, los algoritmos ocuparán su sitio: el de instrumentos poderosos, que pueden ayudar o dañar, pero que nunca podrán sustituir la mirada de la inteligencia que busca la sabiduría ni la libertad que se juega su destino en cada decisión.
El problema no es lo que la máquina logra hacer, sino lo que el hombre deja de ser cuando olvida esta diferencia. Cuando el hombre renuncia a su propia altura, la técnica no asciende: todo desciende.
La tarea urgente no es humanizar al artificio, sino recordar al hombre que ha sido llamado a algo incomparablemente más alto que cualquier máquina: a la verdad, al bien y a la eternidad. Ahí, en ese llamado, se decide el límite último de la inteligencia artificial y la dignidad no negociable de la persona humana.
