La Nueva Ofensiva de Mamdani contra la Conciencia

Ley, Dinero y la Batalla por el Discurso en Nueva York

Por Oscar Méndez Oceguera

Imagen ilustrativa: Manhattan Institute

Análisis de fondo: la instrumentalización del marco regulatorio como estrategia de hegemonía progresista

La elección de Zohran Mamdani como alcalde de Nueva York no es un simple relevo en la administración de la ciudad. Lo que está en juego es algo más profundo: una etapa avanzada de un proceso en el que el bien común ha sido sustituido por la suma de “derechos” subjetivos definidos desde el poder, y en el que el Derecho positivo pretende emanciparse de toda referencia a la verdad del ser humano. Mamdani no inventa ese desplazamiento; lo lleva un paso más allá en un punto especialmente sensible: la vida humana naciente.

En ese marco, sus compromisos de campaña en materia de “salud reproductiva” dejan de ser consignas y se convierten en un auténtico programa de gobierno. La idea central es clara: utilizar el marco normativo ya existente —en particular la llamada Local Law 17— para someter a los centros de apoyo provida a un control administrativo tan intenso que termine por transformar, de hecho, el paisaje moral de la ciudad. No se presenta como una gran prohibición explícita, sino como una guerra regulatoria y financiera revestida de tecnicismos: “protección del consumidor”, “transparencia”, “lucha contra la desinformación”. El resultado práctico es la asfixia de la infraestructura provida.

I. El arma legal: la Local Law 17

La pieza jurídica clave es la Local Law 17, una ordenanza aprobada por el Concejo Municipal en 2011 para regular a los llamados pregnancy services centers: centros de recursos para el embarazo que atienden a mujeres embarazadas o que podrían estarlo, muchos de los cuales no realizan actos médicos propiamente dichos ni forman parte de la red de proveedores de aborto o anticoncepción de emergencia.

Oficialmente, la ley se presenta como una defensa frente a prácticas supuestamente engañosas que podrían hacer creer a una mujer que se encuentra en una clínica integral cuando en realidad está en un centro de orientación. Sobre esa base, la norma establece tres líneas de exigencia:

1. Transparencia estructural:
Los centros deben informar de forma clara y visible si cuentan o no con un profesional médico licenciado que supervise los servicios. Deben especificar con precisión qué tipo de prestaciones ofrecen y cuáles no, evitando cualquier apariencia de ser una clínica médica completa cuando no lo son.
2. Divulgaciones obligatorias:
Las advertencias exigidas por la ordenanza han de figurar en la entrada, en la sala de espera, en los materiales de difusión y, en determinados casos, comunicarse verbalmente a las usuarias. Lo que empezó como un aviso puntual se convierte en un guion que esos centros están obligados a recitar.
3. Marco sancionador e inspecciones:
La autoridad municipal dispone de facultades para inspeccionar, abrir expedientes, imponer multas sucesivas y llegar a ordenar cierres temporales en caso de incumplimientos reiterados. La norma no es un simple consejo: es un instrumento coercitivo.

Las organizaciones provida vieron desde el principio que la ley no era tan inocente como se presentaba. A su juicio, no se buscaba únicamente evitar fraudes, sino marcar y disciplinar a quienes rechazan el aborto y ofrecen alternativas. La batalla judicial posterior dio parcialmente la razón a estas críticas. Un tribunal federal de apelaciones sostuvo la parte relativa a informar sobre la presencia o ausencia de profesionales médicos, pero cuestionó otras exigencias de la ley y recortó su alcance por considerarlas incompatibles con la libertad de expresión. La Local Law 17 sobrevivió, pero no intacta: quedó como un instrumento jurídico disponible, listo para ser usado con mayor o menor dureza según el signo del gobierno municipal.

Es precisamente en este contexto donde encajan las palabras de Mamdani. En documentos de campaña se ha comprometido a “hacer cumplir” con rigor la Local Law 17 contra lo que él describe como “mentiras” y “desinformación” difundidas por los centros provida, especialmente en relación con la seguridad del aborto y de los medicamentos abortivos. No habla de redactar una ley de clausura masiva; la estrategia es más sutil: convertir una norma preexistente en un arma ideológica, aplicándola con un celo selectivo y abiertamente hostil a quienes ofrecen alternativas al aborto.

II. La doble pinza: regulación y subsidio

La lógica de fondo puede describirse como una doble pinza. Por un lado, se endurece el cerco regulatorio sobre la infraestructura provida; por el otro, se refuerza con dinero público la infraestructura abortista.

Por el lado regulatorio, la Local Law 17 se convierte en un garrote jurídico envuelto en lenguaje neutro. El Estado no prohíbe formalmente los centros provida, pero impone condiciones que le permiten intervenir de manera constante. Todo depende de cómo se interpreten conceptos elásticos como “apariencia de clínica”, “prácticas engañosas” o “información falsa”. Si la administración considera que presentar el aborto como un mal moral o subrayar sus riesgos psicológicos y físicos constituye “desinformación”, la ley se transforma en una herramienta de persecución.

A esto se suma la carga retórica. Al hablar de estos centros como “fraudulentos” o “clínicas falsas”, se va preparando a la opinión pública para aceptar inspecciones reiteradas, sanciones y cierres sin escándalo. El centro que ofrece apoyo gratuito, pañales, acompañamiento, ecografías limitadas y escucha se convierte, en el relato oficial, en un lugar sospechoso al que hay que vigilar por el bien de las mujeres.

Al mismo tiempo, por el lado financiero, se propone reforzar con fondos públicos el sistema que facilita el aborto. La propuesta de duplicar la financiación del Abortion Access Hub y del New York Abortion Access Fund significa mucho más que un simple incremento presupuestal: consolida un entramado que organiza el aborto como servicio integral. No solo se pagan procedimientos; se ofrece información, se coordinan citas, se financia transporte y alojamiento, se ayuda a mujeres que viajan desde otros estados. La ciudad ya no se limita a permitir el aborto; lo acompaña, lo organiza y lo subvenciona.

El resultado es un desequilibrio intencional. La caridad provida se ve rodeada de requisitos, advertencias obligatorias, inspecciones y la amenaza constante de sanciones. La red abortista, en cambio, se beneficia de apoyo político, legitimidad simbólica y dinero público. En teoría, la mujer “elige”; en la práctica, el camino hacia el aborto está pavimentado por el Estado, mientras que el camino hacia la acogida y la protección de la vida se vuelve cada vez más cuesta arriba.

III. Ley, conciencia y crisis del Derecho

Este choque no se reduce a un conflicto entre grupos de presión. Toca el modo mismo en que una sociedad entiende el Derecho.

Hay, en el fondo, dos visiones enfrentadas. Una sostiene que la ley humana debe respetar un orden previo: la naturaleza de las cosas, la dignidad inviolable de la persona, el bien común que no se identifica con la suma de deseos individuales. En esta perspectiva, la vida inocente no se puede declarar disponible, porque hacerlo destruye el fundamento mismo de la comunidad política.

La otra visión considera que la ley es, en esencia, el resultado de un procedimiento: lo que decide el poder conforme a ciertas reglas formales se convierte, por ese solo hecho, en obligatorio y, de algún modo, “justo”. Si una mayoría decide que el aborto es un derecho, lo es; si esa misma mayoría decide que los centros provida son engañosos por cuestionarlo, también lo son. Lo importante no es la verdad de lo que se protege o se castiga, sino la forma en que se aprueba.

Cuando se adopta este segundo enfoque, la ley corre el riesgo de convertirse en una tiranía de la legalidad: un conjunto de normas que, a pesar de cumplir todos los requisitos formales, pierden el vínculo con la verdad y con el bien de la persona. La Local Law 17 aplicada en clave militante es un ejemplo de ello. Bajo la apariencia de una norma sobre transparencia, se esconde un dispositivo que reconfigura el espacio social a partir de una idea precisa —y discutible— de lo que es la salud, la libertad y el bien de la mujer.

En este contexto, la libertad de expresión y de asociación se vacía poco a poco. No se trata ya de impedir que alguien mienta deliberadamente en un anuncio. Se trata de exigir a una organización que adopte el vocabulario y las categorías del poder. Se tolera que se ayude a una mujer embarazada, pero solo si se habla de cierto modo, se callan ciertas cosas y se renuncia a presentar el aborto como algo intrínsecamente injusto.

Al mismo tiempo, se erosiona el principio de subsidiariedad. Allí donde existen comunidades y obras de caridad capaces de prestar ayuda concreta —material, psicológica, espiritual—, el Estado, lejos de reconocer ese esfuerzo y dejarlo actuar, se propone sustituirlo por servicios gestionados desde una lógica ideológica. No se contenta con coexistir con la sociedad civil: intenta reabsorberla y rehacerla a su imagen.

En el fondo, se trata de un conflicto de culturas. Para quien cree que la vida humana es inviolable desde la concepción, el aborto es siempre la muerte de un inocente, por muy legal que sea. Para la ideología dominante, el aborto es un servicio sanitario y una expresión de autonomía, y cualquier cuestionamiento público es percibido como una amenaza. Cuando el Estado adopta esta segunda visión como única legítima y la impone mediante leyes, reglamentos y campañas oficiales, no está defendiendo la neutralidad: está tomando partido y está usando toda su fuerza para imponerlo.

IV. Un precedente que marca el rumbo

Lo que está ocurriendo con las promesas de Mamdani no es una anécdota local. Es un precedente.

En vez de aprobar una “ley contra los provida” que provocaría rechazo inmediato, se toma una norma ya existente, se la interpreta de la manera más hostil posible para un determinado tipo de centros, se la envuelve en el discurso de la “transparencia” y la “protección del consumidor” y se la aplica con todo el peso del aparato administrativo. No hace falta una declaración solemne; basta con una acumulación de inspecciones, advertencias y multas que, con el tiempo, hagan imposible la supervivencia de muchos centros.

El mensaje es claro: en la ciudad que presume de ser vanguardia de la libertad y del pluralismo, la libertad de conciencia y de asociación será respetada mientras no choque con los dogmas del momento en materia de vida, sexualidad y familia. Quien se atreva a contradecirlos será formalmente tolerado, pero sometido a una lógica de desgaste continuo.

La preocupación no se limita al aborto. La misma combinación de normas sobre “información veraz”, sanciones administrativas y campañas contra la “desinformación” puede aplicarse a escuelas, asociaciones, medios de comunicación y comunidades religiosas. Lo que hoy se prueba con los centros provida puede replicarse mañana en otros terrenos: educación, moral sexual, identidad de género, familia.

Además, Nueva York funciona como escaparate. Lo que se haga allí será observado, imitado y presentado como ejemplo en otras ciudades y países. La ciudad no solo decide su política; marca tendencia.

V. Preguntas que no pueden esquivarse

El debate que se abre no se resuelve con consignas ni con estadísticas. Toca cuestiones que, si se toman en serio, obligan a pensar y a tomar postura.

– ¿Quién decide qué es verdad?
¿Quién tiene autoridad para determinar qué es “información falsa” cuando hablamos de la vida humana, del inicio de la persona, de los efectos del aborto en el cuerpo y en el alma de una mujer? ¿Puede un gobierno convertir en “mentira” cualquier discurso que contradiga su visión?

– ¿Qué estamos normalizando?
Si aceptamos que el Estado pueda llamar “engañoso” a un centro que ayuda gratuitamente a una mujer a seguir adelante con su embarazo, ¿qué impedirá que mañana se use la misma lógica contra cualquier institución que no adopte la visión oficial en otros temas?

– ¿Qué queda del pluralismo?
¿Puede considerarse pluralista un régimen que solo tolera un discurso —el de la autonomía absoluta— y trata todos los demás como sospechosos que deben ser controlados, etiquetados y, llegado el caso, silenciados?

– ¿Qué tipo de justicia estamos construyendo?
Si una ciudad destina cada vez más recursos a facilitar la eliminación de sus hijos por nacer, mientras estrecha el cerco sobre quienes los defienden y los acogen, ¿qué idea de justicia está inscrita en sus leyes y en su conciencia colectiva?

Más allá de las etiquetas y de los programas de gobierno, queda un hecho sencillo: cuando la ley deja de proteger al más indefenso, deja de ser verdadera ley para convertirse en fuerza al servicio de una idea. Y cuando una ciudad llama progreso a esa fuerza, comienza, bajo apariencia de libertad, a preparar su propia ruina moral. La cuestión es si todavía estamos dispuestos a verlo y a decirlo, o si preferimos seguir repitiendo que todo esto no es más que “protección del consumidor”.

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