IA, globalismo y la nueva religión del proceso

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Especial
En los últimos años ha aparecido una palabra que funciona como salvoconducto moral absoluto: inevitable.
Nos dicen que la guerra era inevitable.
Que la sustitución del trabajo humano por la inteligencia artificial es inevitable.
Que la disolución de las soberanías nacionales en estructuras globales es inevitable.
Cuando una decisión política o económica se reviste de inevitabilidad, deja de presentarse como lo que es —una opción tomada por responsables con nombres y apellidos— y se disuelve en un “destino histórico” anónimo. El poder deja de justificarse y se limita a notificar: “esto es lo que hay”.
Detrás de esa retórica se esconde una vieja tentación filosófica: convertir la marcha de los acontecimientos en criterio supremo de verdad. Si algo ha sucedido o parece encaminado a suceder, entonces debía suceder. La historia deja de ser el escenario dramático donde se juega la libertad humana y se convierte en un ídolo mudo al que nadie puede contradecir sin ser tachado de loco o de “anacrónico”.
I. La liturgia del proceso
El mecanismo de esta nueva religión política es siempre el mismo. Primero, un grupo de actores impulsa una reforma, una tecnología o una agenda geopolítica. Después, se construye el relato de que ese proceso no responde a voluntades particulares, sino a fuerzas “profundas” e impersonales, como placas tectónicas de la historia. Finalmente, el resultado se presenta no como una elección, sino como una etapa necesaria en la evolución de la especie.
El efecto es anestésico: se borra la libertad —nadie eligió esto, “se dio”— y se neutraliza el juicio moral.
Frente a esto, es vital recuperar la advertencia del jurista Danilo Castellano: cuando aceptamos el esquema hegeliano según el cual “todo lo real es racional”, la historia deja de ser un ámbito que debe ser juzgado y se convierte en una teofanía del poder. El mal ya no es mal, sino una “fase necesaria” del devenir dialéctico. Bajo esta lógica, la conciencia se acostumbra a llamar “prudencia” a lo que no es más que resignación.
II. Inteligencia artificial: la técnica contra la tecnocracia
El discurso sobre la inteligencia artificial se ha convertido en el dogma central de este mito. Se repiten letanías conocidas: “La IA general llegará nos guste o no”, “Si nosotros frenamos, los rivales avanzarán”, “No se puede poner puertas al campo de la tecnología”. Se nos vende el fatalismo tecnológico como si el desarrollo del código obedeciera a una ley biológica inalterable.
Sin embargo, la historia desmiente este determinismo.
Cuando en los años setenta la ingeniería genética dio sus primeros pasos peligrosos, la propia comunidad científica impuso la moratoria de Asilomar (1975), deteniendo voluntariamente el “progreso” por razones de seguridad. Cuando la proliferación nuclear parecía imparable, naciones enteras decidieron no cruzar ese umbral, y potencias como Francia desarrollaron su propia doctrina, la force de frappe, para no depender tecnológicamente de imperios ajenos.
Lo técnicamente posible no es históricamente obligatorio.
Conviene matizar: la tradición cristiana no condena la técnica, que es extensión del brazo y de la inteligencia humana; lo que condena es la tecnocracia. El pecado no está en la herramienta, sino en la pretensión de que el poder técnico sea su propia ley moral.
Afirmar que “no se puede frenar” el desarrollo de la IA es, por tanto, una falsedad empírica. Lo que falta no es capacidad, sino hombres con voluntad política para poner límites, y criterios morales claros para decir: hasta aquí.
III. Globalismo: el “post-soberanismo” y la guerra
En el plano político, el mito opera como una aplanadora contra la comunidad concreta.
Se nos dice que la interdependencia económica empuja necesariamente hacia lo que la ciencia política llama “gobernanza supranacional” o “post-soberanismo”, y que el pueblo, con más intuición, llama simplemente globalismo. Bajo este esquema, defender la soberanía, el arraigo o la frontera se etiqueta como una herejía contra el tiempo.
El resultado de esta integración forzada no ha sido la paz perpetua kantiana, sino la fricción y el conflicto. Y aquí surge la paradoja más cruel: cuando la disolución de las naciones provoca el caos, la guerra también se nos vende como inevitable.
Primero nos dijeron que ceder soberanía era inevitable para la prosperidad; ahora nos dicen que la escalada bélica es inevitable para la seguridad. En ambos casos, el ciudadano se reduce a espectador pasivo de un guion escrito en despachos lejanos.
La realidad es que la concentración de poder en organismos opacos no es el “fin de la historia”; es simplemente una opción política que beneficia a unas oligarquías concretas y sacrifica el bien común de las familias reales.
IV. Providencia o Proceso: ¿quién es el Señor de la Historia?
En el fondo, estamos ante una disputa teológica.
Para la religión del proceso, la historia es una máquina ciega que se justifica a sí misma. El éxito es la única prueba de verdad. Para la fe católica, en cambio, el Señor de la historia no es el tiempo, sino Dios. Y la trama de los siglos no está escrita por una necesidad mecánica, sino recorrida por la libertad humana, capaz de obedecer o de rebelarse.
Por eso, desde la lógica del mundo, rezar por la paz, exigir límites éticos a la técnica o defender la patria parece ingenuo. “No puedes detener el futuro”, dicen con soberbia.
Desde la lógica cristiana, esos gestos son la resistencia de la inteligencia que se niega a idolatrar los hechos consumados. La injusticia no se vuelve justa porque triunfe; el error no se vuelve verdad porque sea viral.
Calificar de “anti-histórico” a quien defiende la ley natural es repetir una escena bíblica: exigir adoración a un ídolo de metal y acusar de atrasado a quien se niega a doblar la rodilla.
Conclusión: el non possumus de los hombres libres
En un mundo donde casi todo se presenta como destino ineludible, la primera tarea intelectual es recuperar el derecho al veto.
No se trata de nostalgia ni de miedo al futuro. Se trata de algo más exigente: reconocer que la historia no es un tribunal de justicia, sino materia de examen ante Dios.
Frente al mito de lo inevitable, la única respuesta digna es recuperar el espíritu de aquellos mártires y confesores de la fe —algunos muy cercanos a nuestra propia historia patria— que, ante leyes presentadas como “progreso necesario” y “marcha de los tiempos”, supieron decir, pagando con su vida si era preciso: Non possumus. No podemos.
Porque nada de esto tenía que pasar forzosamente. Y nada de lo que es injusto tiene derecho a permanecer.
