El tablero que México no está viendo

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Departamento de Energía de los Estados Unidos
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I. El punto de inflexión: una “Apolo digital” forjada en Washington
El 24 de noviembre de 2025 marcará un antes y un después en la geopolítica de la ciencia. Con la firma de la orden ejecutiva 14158, “Launching the Genesis Mission”, el presidente de Estados Unidos no solo emitió un decreto administrativo: activó el equivalente digital del Proyecto Manhattan, colocando al Departamento de Energía (DOE) al mando de una plataforma unificada de inteligencia artificial para toda la ciencia federal.
La magnitud de la maniobra es difícil de exagerar. Washington ha decidido fusionar los superordenadores de sus 17 laboratorios nacionales —incluyendo titanes como Frontier y Aurora— en una sola “columna vertebral” de cómputo de alto rendimiento. El objetivo es convertir los vastos repositorios de datos federales (energía, clima, materiales, defensa) en materia prima estandarizada para la IA, accesible bajo una arquitectura de tres niveles de seguridad: datos abiertos, datos licenciados y datos estrictamente reservados a la seguridad nacional.
Más allá de la ingeniería, la Genesis Mission se monta sobre la arquitectura financiera del CHIPS and Science Act. No es casualidad que el International Technology Security and Innovation Fund (ITSI) del Departamento de Estado, dotado con 500 millones de dólares, busque articular cadenas de suministro con países “confiables”, entre ellos México. El mensaje es nítido: para Estados Unidos, la IA científica, la energía y la seguridad nacional han dejado de ser silos separados para gobernarse desde un único tablero digital.
Y ese tablero no es neutro: expresa una determinada concepción del mundo donde el cálculo pretende sustituir a la deliberación política y la potencia técnica tiende a ocupar el lugar que antes correspondía a la sabiduría sobre el bien común.
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II. La cronopolítica: la velocidad como arma estratégica
Mientras en México los tiempos políticos se miden en sexenios, la Genesis Mission introduce una variable crítica: la velocidad de ejecución.
Aunque el desglose presupuestal definitivo de la misión está pendiente, las señales del DOE son inequívocas. Con una inversión anual en I+D que ya se cuenta en decenas de miles de millones de dólares, la orden ejecutiva detona un calendario inmediato de grupos de trabajo y consorcios público-privados. Los nuevos sistemas de IA en Oak Ridge y Argonne no son promesas futuristas; son proyectos con fecha. La segunda mitad de esta década tiene hitos claros: máquinas dedicadas parcialmente a IA científica hacia 2027 y un salto de potencia disponible para ciencia abierta antes de 2028.
Aquí radica el punto ciego del debate nacional: este despliegue acelerado colisiona directamente con el calendario de México. La revisión formal del T-MEC/USMCA está pactada para 2026. Mientras Washington blinda su “Apolo digital”, el tratado que vertebra la economía mexicana entrará a quirófano. Esta sincronía de calendarios no es una curiosidad técnica: es una vulnerabilidad estratégica.
Quien acorte los tiempos de decisión y ejecución impondrá, de facto, las nuevas reglas; quien llegue tarde, discutirá dentro de un marco ya trazado por otros.
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III. El despertar del Sur: Brasil y Chile ocupan posiciones
La inacción relativa de México contrasta con la agresividad estratégica de sus vecinos del sur. Brasil y Chile han comprendido que la “soberanía tecnológica” no es un eslogan, sino infraestructura puesta al servicio de un proyecto nacional.
Brasil ha puesto sobre la mesa del orden de 23 mil millones de reales hasta 2028 mediante su Plano Brasileiro de Inteligência Artificial. No se conforman con ser usuarios: han colocado al supercomputador Santos Dumont —reforzado con 1.800 millones de reales adicionales— en el centro de una estrategia para desarrollar modelos fundacionales en portugués y controlar sus propios datos científicos y lingüísticos.
Chile, por su parte, despliega una nueva generación de capacidades con el SCAI-Lab y el supercomputador Leftraru 2, apostando por alianzas con AMD y el desarrollo de modelos propios como Latam-GPT. El mensaje regional es contundente: en el Sur han decidido que, para sentarse a la mesa de la IA, es necesario ser dueño de la silla, no un invitado ocasional que come de prestado.
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IV. México: archipiélago de excelencias, océano de dispersión
Sería injusto calificar el escenario mexicano como un páramo, pero es preciso diagnosticarlo como un archipiélago desconectado.
Existen hitos notables: el reciente convenio con el Barcelona Supercomputing Center (BSC) para crear un
promete operar, desde 2026, la máquina pública más potente de América Latina. En el sector privado, gigantes como Cemex y Softtek integran soluciones de vanguardia, mientras el Tec de Monterrey avanza en blockchain resistente a cómputo cuántico y el gobierno federal esboza planes para un “lenguaje de IA soberano”.
Sin embargo, estas iniciativas operan como islas brillantes en un mar de fragmentación. Carecemos de una misión nacional que articule cómputo, datos y ley bajo una misma visión de Estado y de comunidad política. Como advirtió la UNESCO en 2024, nuestras debilidades estructurales en infraestructura de cómputo persisten. Mientras la Genesis Mission unifica el “cerebro federal” estadounidense, México sigue armando piezas de un rompecabezas cuya imagen final nadie ha definido: ni gobierno, ni universidades, ni empresas, ni sociedad civil han acordado qué tipo de país quieren que surja de la integración digital.
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V. Las tres asimetrías estructurales
Para dimensionar el desafío, debemos abandonar las generalidades y mirar de frente las asimetrías concretas que la Genesis Mission agudiza.
- Asimetría de cómputo (la fuerza bruta)
Estados Unidos centraliza, bajo un mando unificado, la computación a exaescala y las nuevas arquitecturas de GPU dedicadas a IA. Quien controla esta infraestructura controla el entrenamiento de los modelos que definirán la próxima era de la energía, la biotecnología y la defensa. Puede acelerar descubrimientos, pero también decidir qué líneas de investigación se vuelven marginales o prescindibles.
México, aun con la promesa de MareNostrum 5 como puente europeo, depende de infraestructura alojada fuera del territorio nacional y de prioridades aún difusas sobre qué modelos entrenar, para qué fines y bajo qué principios. No se trata solo de potencia de cálculo, sino de dirección ética y política de esa potencia.
- Asimetría de datos (lo que no debería ser mercancía)
La clasificación de datos del DOE (abiertos, licenciados, seguridad nacional) se convertirá, de facto, en un estándar global para la colaboración científica. México, atrapado entre el proteccionismo de datos personales y la apertura comercial indiscriminada, carece de una categoría vital: los datos estratégicos de la nación.
La genómica de nuestra población, la biodiversidad y la infraestructura crítica no son meros “insumos” informacionales: remiten a realidades humanas y materiales que no pueden legítimamente tratarse como mercancía. En manos ajenas, esos datos son mapas de vulnerabilidad; en manos propias, son condiciones mínimas de soberanía y de protección de la persona. Defenderlos no es un gesto nacionalista vacío: es impedir que la vida y el territorio de millones de personas se reduzcan a combustible estadístico de modelos concebidos lejos de su realidad.
- Asimetría normativa (la guerra del lenguaje)
La capa más invisible es la jurídica. La revisión del T-MEC en 2026 no será solo comercial; será la aduana para imponer definiciones sobre “IA segura”, “flujos de datos”, “transparencia algorítmica” y “socios confiables”.
Quien define las palabras, define el marco de lo posible. Si México llega a esa mesa sin vocabulario propio, aceptará términos ajenos como si fueran neutros. Y al aceptar ese lenguaje, corre el riesgo de aceptar también una antropología implícita en la que la persona se ve ante todo como fuente de datos, el territorio como espacio de explotación óptima y la política como mera administración de riesgos tecnológicos.
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VI. Ventanas de oportunidad (24–36 meses)
Lejos del fatalismo, el contraste con nuestros pares permite identificar ventanas de acción inmediatas. El problema no es que el tablero esté cerrado, sino que seguimos mirándolo como espectadores.
- La carta de soberanía digital en el T-MEC
La revisión de 2026 debe incorporar un capítulo de IA y datos que reconozca el derecho de cada país a definir datos estratégicos no transferibles, garantizando interoperabilidad sin renuncia a la soberanía. Esto no es un capricho: sin ese blindaje, cualquier promesa de integración digital quedará condicionada a estándares definidos fuera, en función de intereses que no necesariamente coinciden con nuestro bien común.
- El “socio periférico inteligente”
Ante la Genesis Mission, México no puede resignarse al papel de cliente. Debe organizar un consorcio unificado —UNAM, IPN, Tec, universidades estatales, CFE, centros de salud, centros públicos de investigación, industria— que negocie como bloque, no como una suma de peticiones aisladas.
La moneda de cambio no es la sumisión, sino nuestra especificidad: modelos climáticos de Mesoamérica, datos sobre biodiversidad, experiencia acumulada en sistemas energéticos complejos y en territorios frágiles. Todo ello puede ofrecerse bajo estricta reciprocidad de acceso al cómputo estadounidense, siempre que se respete la dignidad de las personas y el control último de los datos más sensibles.
- El salto de infraestructura
Aprovechando el fondo ITSI y esquemas de deuda verde, México debe materializar un Clúster Nacional de Supercómputo en territorio propio (Querétaro o Nuevo León son candidatos naturales) antes de 2028. MareNostrum en Barcelona es un excelente puente, pero un país no puede vivir indefinidamente de puentes sin construir sus propios cimientos.
Ese clúster debe pensarse no como símbolo de modernidad, sino como herramienta concreta para problemas concretos: agua, energía, salud, agricultura, prevención de desastres. La legitimidad de la infraestructura tecnológica se mide por su servicio real a la comunidad, no por la cantidad de comunicados que genera.
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VII. La arquitectura institucional necesaria
Para operativizar estas ventanas, se requieren tres instituciones que no exigen reformas constitucionales, sino decisión política y claridad de fines.
1. Instituto Nacional de Inteligencia Artificial y Datos Soberanos
Un órgano técnico con autonomía suficiente para definir qué datos son estratégicos, cómo se documentan, quién puede acceder a ellos y bajo qué condiciones se comparten internacionalmente. Su misión no debería ser “maximizar el uso de datos”, sino garantizar que cualquier uso respete la dignidad de la persona, la integridad del territorio y el bien común de la comunidad política.
2. Sistema Nacional de Supercómputo
Una red que integre nuestras capacidades dispersas (BSC-México, universidades, centros públicos, infraestructura en la franja industrial del Bajío y el norte) bajo una agenda clara de prioridades nacionales: agua, energía, salud, agricultura, seguridad climática. Este sistema no puede quedar solo en manos de tecnócratas: necesita órganos de control político y social que evalúen qué proyectos se priorizan y con qué criterios.
3. Ley Federal de Soberanía de Datos Críticos
Un marco jurídico que proteja nuestros activos digitales más sensibles —genómica, biodiversidad, infraestructura eléctrica, sistemas de agua— y fije las reglas de juego para la cooperación internacional en IA. Esa ley debe dejar claro que hay ámbitos de la vida humana y del territorio nacional que no son negociables, aunque su explotación tecnológica sea muy rentable.
Sin estos contrapesos, las mejores instituciones pueden convertirse en el brazo local de la misma lógica tecnocrática que decimos querer equilibrar.
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VIII. Conclusión: de objeto a sujeto de la historia
El peor error sería interpretar la Genesis Mission como una sentencia de nuestra irrelevancia o como una carrera en la que solo importa “no quedarse atrás”. La historia demuestra lo contrario: países que partían con desventaja —Corea del Sur, Israel— transformaron asimetrías brutales en ventajas específicas mediante políticas de Estado sostenidas, pero también mediante una conciencia clara de lo que querían proteger y de lo que no estaban dispuestos a entregar.
La pregunta no es si Estados Unidos intentará ejercer su hegemonía digital —eso es un hecho—, sino si México seguirá tratando la IA como una curiosidad técnica mientras sus vecinos la gestionan como un asunto de seguridad nacional, de justicia social y de orden político.
La soberanía tecnológica, por sí sola, no es un fin. Podríamos conquistar más autonomía en cómputo y datos y, sin embargo, reproducir el mismo modelo deshumanizante que hoy tememos: uno en el que la persona se reduzca a dato, la política a gestión de riesgos y la verdad a correlación estadística.
El reloj ha comenzado a correr hacia 2026. México aún está a tiempo de decidir si, en el siglo XXI, será simplemente un mercado de datos y consumidores, o un sujeto con voz, voto y responsabilidad en la mesa donde se diseña el futuro.
Lo que la historia difícilmente perdonará, dentro de una década, no es nuestra desventaja inicial, sino haber renunciado a pensar y decidir por nosotros mismos qué uso de la inteligencia artificial es compatible con la dignidad de nuestra gente y con el bien común de nuestro país.
