(O la liturgia de las rodillas raspadas)

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Facebook
La infancia no empezó en la cuna de encajes ni en el pupitre limpiecito de la escuela, sino en la intemperie bendita de la calle. No en la avenida frenética, sino en esa rúa de provincia, con su polvo de oro a mediodía, su árbol flaco y su banqueta despostillada, donde el universo cabía entero entre el abarrote de la esquina y el zaguán de la vecina que barría de rodillas, como en penitencia discreta.
Ahí, ungido con la mugre santa del juego, enfundado en el pantalón corto de la inocencia y con el bolsillo tintineante de canicas, el niño mexicano descubrió que la vida era, antes que dogma, un misterio giratorio: un trompo zumbando su oración de madera, una piedra marcando el “cielo” en el pavimento, y la sonrisa fugaz de una muchacha que pasaba con el mandado, dejando una estela de jabón y nardos.
La patria, entonces, era impecable y diamantina: medía exactamente una cuadra.
⸻
La calle: nave central y teatro del mundo
Aquella calle no era “vía pública”; era una extensión del útero familiar, un corredor donde las madres habían firmado un concordato tácito de custodia. La casa terminaba en el umbral, pero la vida resucitaba en la banqueta. El aire era un incienso profano: mezcla de pan horneado, gasolina barata, jabón raspado en cubeta y frijoles en su hervor de siesta. La campana de la parroquia dictaba la hora de Dios; la flauta del afilador, la hora de los hombres.
El día tenía su propio misal. Por la mañana, los niños eran monaguillos del deber: “Ve por las tortillas”, “Llévale esto a tu tía”, “No te vayas a entretener”. Pero el trayecto al molino era el vestíbulo de la aventura: bastaba ver un cónclave de chamacos en cuclillas, oficiando el rito del “hoyito”, para que el mandado se volviera urgencia pospuesta y el deber, prórroga concedida a la dicha.
En esa república mínima, cada uno ejercía su ministerio: el dueño del balón, tirano necesario; el portero gordito, mártir de los cañonazos; el flaco, demonio del contragolpe; el pobre de juguetes, pero millonario en ficciones, que convertía una piedra en nave espacial y un palo en espada invencible. Y, cruzando el escenario como aparición que suspendía la gravedad, la niña de trenzas apretadas o cabello claro, con la bolsa del mandado colgando del brazo. Bastaba su sombra púdica para que el balón perdiera su órbita, el trompo enmudeciera y la canica errara su destino, víctimas de un súbito pudor.
⸻
El relicario de los bolsillos
Si se volcara sobre el mantel el contenido de aquellos bolsillos, se hallaría un tesoro de buhonero: canicas con nebulosas atrapadas en vidrio, bolitas de barro humildes, trozos de gis fugados del salón, una liga retorcida, una resortera mutilada, corcholatas como monedas de un imperio extinto.
Las canicas eran las joyas de la corona. Las había “agüitas”, claras como lágrimas; “ojos de gato”, con su pupila de fuego; y de barro, franciscanas y obedientes. El “hoyito” se cavaba con el talón, abriendo una herida suave en la tierra madre. Agachados, con el sol calcinando la nuca, se tensaba el pulgar para disparar contra el universo ajeno. Ganar una “bolota” era ceñirse una corona invisible antes de que cayera la tarde violeta; perder la favorita era recibir, sin saberlo, la primera lección de despojo.
El trompo era teología de pino. Los había modestos y los había barnizados, que al girar pintaban el suelo de arcoíris. Enrollar la cuerda era ceremonia de verdugo y amante: nudo ciego, tensión perfecta. Y luego, el lance: el brazo dibujando un arco en el aire y el trompo cayendo dormido, zumbando su salmo grave, resistiendo los embates como un santo en éxtasis. Alrededor, otros trompos entraban en combate, se golpeaban, se herían la pintura: justa medieval celebrada sobre tierra pobre.
Y el balero, esa copa de madera pendiente de un hilo, era la escuela de la paciencia y el fracaso. La bola subía y bajaba, péndulo necio, hasta que en un instante de gracia el “capirucho” encajaba con un golpe seco, y el mundo recuperaba su eje. La humillación cotidiana del intento fallido templaba el alma mejor que cualquier tratado de resiliencia.
En la banqueta, el avioncito dibujado con gis —cuadros numerados, casilla doble, “cielo” al final— era gimnasia del espíritu: saltar en un pie sin pisar líneas, avanzar sin invadir al vecino, aprender que la vida se recorre casilla por casilla, y que el cielo no se salta: se conquista a saltitos torpes y obstinados.
Matatenas, bote pateado, escondidas, “stop”, las “cebollitas”: todo el folklore lúdico del país cabía en aquella calle, sin decreto de patrimonio y sin presupuesto cultural.
⸻
La epopeya sobre ruedas: vértigo y costras
Hubo un día en que la infancia se levantó del polvo y le salieron ruedas.
La bicicleta fue caballo y navío. Muchas veces heredada, siempre un poco más grande que las piernas, llegaba con el bautismo del miedo. El adulto o el hermano mayor sujetaba el asiento; el corazón galopaba como si lo persiguiera un perro invisible. En algún momento, la mano que sostenía la bicicleta se soltaba sin anuncio y el niño avanzaba unos metros, descubriendo que el equilibrio es una forma de fe. La caída era inevitable: rodilla raspada, costra nueva, lagrimita escueta. Era la primera condecoración de la autonomía.
Con la bicicleta, la cuadra se estiraba. Ir por el pan en bici era misión diplomática a través de territorios hostiles de baches y ladridos. El timbre era campana parroquial de la velocidad; la cadena, rosario de metal que podía traicionar en cualquier subida.
Los patines, de metal ajustable y correas de cuero, o de bota blanca con ruedas de colores, convertían la banqueta en mar picado. Cada grieta del cemento era una ola traicionera. Patinar era aprender a caer con elegancia, a ofrecer las palmas de las manos al suelo áspero. Las cicatrices de los codos y las rodillas eran pequeñas reliquias de esa catequesis del vértigo. Y cuando por fin se lograba el deslizamiento perfecto, con el viento despeinando la frente, se tenía la revelación modesta de que la vida no sólo se camina: a veces, si Dios y la gravedad lo permiten, se desliza.
Algún primo audaz trajo después la patineta, tabla mínima y cuatro llantas que volvían cualquier pendiente en hazaña olímpica. El lote baldío se transformaba en pista; la caída, en sacramento laico del atrevimiento.
⸻
Artillería de la inocencia
En el arsenal de la ternura no faltaba la resortera, horqueta de rama y hule que nos hermanaba con David en versión de barrio. El blanco eran latas vacías, botes oxidados, alguna fruta caída; pero el peligro latente, la tentación demoníaca, era siempre el cristal de la ventana ajena, reluciente como pecado venial.
Y estaban las ballestas de corcholata, ingeniería precaria de tabla y clavos, con ligas cruzadas y una corona de refresco convertida en proyectil. En el suelo, ejércitos de tapitas alineadas esperaban el disparo que las derribara en avalancha gloriosa. Era la guerra sin odio y la puntería sin malicia: el arte bélico reducido a un festival de chispas y carcajadas.
A veces, la física y el entusiasmo se salían de control. El proyectil equívoco, el tiro demasiado ambicioso, el rebote traidor tenían siempre el mismo final: un estampido de cristal que se fractura, seguido por un silencio espeso como culpa.
⸻
Vecindad: el coro griego de la cuadra
La calle era un organismo vivo, gobernado por la “Doña” de bondad infinita que regalaba agua de limón cuando veía a la tropa deshidratada, y por el “Señor” del bigote erizado, ogro guardián de su fachada, que veía en cada balón una catástrofe inminente.
Estaban los vecinos cómplices: la señora que prestaba su pared como portería a condición de que nadie le rayara la pintura; la abuela que se sentaba en la banqueta a rezar el rosario y, de paso, vigilaba a toda la cuadra con la autoridad de sus canas; el hombre que, desde su taller, afinaba la bicicleta del niño sin cobrarle más que un “gracias” sincero.
Y estaban los enojones profesionales: los que blandían la escoba como espada, los que salían a reprender el simple eco de una risa. No sabían que, sin sus regaños, el barrio habría perdido un contrapunto moral necesario.
El drama máximo era el ruido del vidrio roto. Ese estruendo cristalino detenía el tiempo. El balón, secuestrado tras la ventana herida; la pandilla, paralizada por el pánico moral. Tocar la puerta para pedir perdón y recuperar la pelota era el primer acto de hombría: juicio sumario ante la autoridad vecinal, con testigos, acusados y víctimas. Muchas veces, el ogro devolvía el balón con un regaño que escondía una absolución: “Tengan cuidado, muchachos”. Allí se aprendía que la convivencia es roce, es ruido y es perdón: quien rompe, paga; quien perdona, educa.
La vecindad era una teología aplicada: el prójimo tenía nombre, carácter y genio. No era concepto: era la señora de la esquina, el joven del taller, el señor del bigote, el niño del otro lado de la calle.
⸻
El primer latido en la banqueta
El amor no llegó en verso ni en canción radiofónica, sino en la figura de una niña cruzando la calle. Venía del mercado, con un aroma a cilantro, jabón de tocador y tortillas envueltas en servilleta. Zapatos de charol que ofendían, con su brillo, la modestia polvorienta del pavimento.
El juego se detenía. El trompo quedaba girando solo, huérfano de miradas; la canica desviaba su trayectoria; el balón tomaba rumbos inexplicables. Alguno, en arranque de caballería, se ofrecía a cargar la bolsa del mandado; otro fingía indiferencia y pateaba una piedra; un tercero se ponía rojo sin saber por qué. Ella sonreía con esa cortesía misteriosa de las mujeres futuras, y esa mueca leve bastaba para santificar la tarde entera.
Fue en la calle donde el amor platónico gastó sus primeras suelas: amor de miradas furtivas, casto y terrible, entre poste y poste. Ningún algoritmo podría calcular la densidad metafísica de ese rubor.
⸻
La madre: el Ángelus de la tarde
Sobre aquella libertad reinaba una voz suprema: la de la madre.
No necesitaba gritar; su voz tenía una frecuencia que atravesaba muros y conciencias. Bastaba que pronunciara el nombre completo, con sus dos apellidos, para que el plazo de la dicha quedara oficialmente expirado. Era el Ángelus doméstico de la tarde.
El regreso a casa era el rito final: sacudir el polvo de la ropa como quien se quita un pecado, dejar los patines en el zaguán, recargar la bicicleta en la barda y entrar al refugio donde la sopa humeante y las tortillas calientes aguardaban bajo el mantel de hule. Una breve oración, el murmullo de los platos, el rumor del barrio entrando por la ventana. La frase “cuando acabes la tarea” era sentencia y esperanza: penitencia breve antes de un posible segundo acto de juego.
La infancia fue ese péndulo bendito entre la aventura de la calle y el claustro materno; entre el polvo y la olla; entre el sol y el regazo.
⸻
Réquiem por la canica perdida
Hoy, muchas de aquellas calles que conocieron la liturgia de los gritos y las risas yacen mudas, secuestradas por el miedo y el motor. Las madres, ahora guardianas del temor, encierran a sus hijos tras rejas y cerrojos que tienen la lógica de la defensa y la tristeza de la renuncia.
El niño actual no lleva canicas en el bolsillo, sino una pantalla fría en la mano. No conoce el duelo de perder una “ágata” en el barro, pero sí la ansiedad de la batería agotada. Son niños de celda luminosa, cautivos de una luz que no calienta, matando dragones digitales sin ensuciarse las uñas de tierra, sin oler la tarde, sin tocar al amigo.
No es odio al progreso; es lástima por la experiencia perdida. Un país sin niños en las banquetas es un país que ha clausurado su sala de estar, que ha entregado su confianza y su inocencia gregaria en nombre de una seguridad que tal vez protege el cuerpo, pero empobrece el alma.
⸻
Oración final
Sin embargo, a veces ocurre el milagro. En alguna colonia lejana, todavía se ve un corro de niños agachados, oficiando el rito de las canicas; todavía se oye el grito de “¡uno, dos, tres por todos!”; todavía una niña salta el avioncito, leve como un suspiro; todavía un trompo baila en la tierra como si el tiempo no hubiera pasado.
Esas escenas son altares de resistencia. Mientras haya un niño con las rodillas raspadas, con un trompo en la mano y la cara sucia de felicidad; mientras un balón siga rebotando contra la barda de algún vecino paciente; mientras una madre rece desde la puerta y un padre ajuste la cadena de una bicicleta demasiado grande, México no habrá terminado de morir.
Que Dios nos guarde, como reliquia sagrada, ese pedazo de banqueta donde fuimos, alguna vez, eternos.
