La soledad pura en la era de la inteligencia artificial

Por Oscar Méndeez Oceguera
Imagen ilustrativa: Pexels
No es difícil reconocer la escena. De madrugada, en un departamento cualquiera de una ciudad cualquiera, la casa duerme. Alguien se gira en la cama, sin conseguir conciliar el sueño, toma el teléfono y abre una interfaz que le responde siempre con la misma disponibilidad perfecta: “¿En qué puedo ayudarte?”. No hay enfado, no hay cansancio, no hay rencor. Hay texto que fluye, sugerencias, recomendaciones, algo que se parece inquietantemente a una conversación. En la habitación, a pocos centímetros, respira otra persona, quizá un cónyuge, quizá un hijo. Pero la intimidad real es con la pantalla.
Lo que contemplamos no es un hombre que sufre soledad: es un hombre que ha sido jurídicamente fabricado para no poder ser otra cosa que soledad. No se trata solo de un temperamento, ni de una mala noche, ni de un exceso de tecnología. Se trata de un tipo humano nuevo, producido por un orden jurídico y político que ha ido arrancando al individuo de todos sus ligámenes naturales para dejarlo reducido a unidad mínima gobernable.
A ese hombre podríamos llamarlo, con precisión cruel, Homo Atomicus: unidad mínima, jurídicamente autosuficiente, socialmente flotante, políticamente gobernable, económicamente explotable, espiritualmente desarmado. La inteligencia artificial no crea de la nada a este sujeto; lo perfecciona. Es la coronación técnica de una larga operación intelectual, jurídica y política que ha ido despojando al ser humano de todas sus pertenencias naturales.
La pregunta, entonces, no es solo qué hace la IA con nosotros, sino qué orden hemos construido —y aceptado— para que la IA encuentre un terreno tan fértil.
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DE ESTAR SOLOS A SER SOLEDAD
Hubo un tiempo en que la soledad era, sobre todo, un estado. El enfermo en el hospital, el campesino en el campo al atardecer, el exiliado en tierra extraña, el monje en la celda: todos podían experimentar el peso de la soledad, pero seguían siendo, objetivamente, hijos, vecinos, feligreses, miembros de una comunidad concreta, inscritos en una historia y en una Ciudad con rostro. La soledad se vivía dentro de un tejido previo.
El mundo moderno, en cambio, ha ido vaciando ese tejido. La persona ya no se reconoce en la pertenencia a una familia extendida, a un oficio, a un barrio, a una patria concreta. Es, en la gramática dominante, un individuo de derechos: un sujeto definido por su capacidad de elegir, de contratar, de consumir. Sus ligámenes son revocables; sus identidades, editables; sus relaciones, fácilmente sustituibles. La soledad deja de ser un accidente y se convierte, poco a poco, en condición de fábrica.
En las redes, el yo se construye como un mosaico de perfiles, estados de ánimo, productos culturales consumidos y opiniones lanzadas al vacío. Todo está conectado, pero casi nada arraiga. Se interactúa mucho, se pertenece poco. El Homo Atomicus vive rodeado de voces, pero sin un “nosotros” fuerte que lo cobije y lo obligue. De ahí su paradoja: nunca hubo tanta comunicación, y nunca fue tan frecuente la sensación de estar de sobra.
La inteligencia artificial entra en esta escena no como una excentricidad futurista, sino como complemento ideal: ofrece al individuo, ya acostumbrado a ligámenes frágiles y revocables, la versión definitiva de esa soledad: una relación sin peso, sin riesgo, sin verdadera reciprocidad.
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CUANDO DESAPARECE EL “TÚ” ABSOLUTO
La soledad radical no comienza en las pantallas; comienza cuando el hombre deja de reconocerse como criatura. Mientras el ser humano se sabe recibido —venido de Otro, querido por Otro, llamado por Otro—, su identidad no se reduce a la suma de sus decisiones. Hay un “Tú” absoluto que lo precede: un Padre que da la existencia como don, una ley inscrita en la realidad, un orden que no ha construido, pero al que puede adherirse.
Cuando ese “Tú” es desplazado, el mundo deja de ser don para convertirse en material disponible. La vida ya no se recibe: se administra. ¿Para qué reconocer un orden si es más tentador imaginar que todo depende de la voluntad? En esa lógica, toda mediación —familia, tradición, comunidad religiosa, magisterio moral— aparece como sospechosa: un límite, una posible opresión, algo que interfiere con la autonomía.
La consecuencia antropológica es inmediata: si no hay un “Tú” que me funda, tampoco hay un “tú” humano que tenga derecho a reclamarme. Padre, maestro, amigo, esposa, hijo: todos pasan por el mismo filtro. Nada es vínculo de por sí; todo se renegocia, se reevalúa, se revoca. Lo que era relación pasa a ser contrato, y lo que era compromiso pasa a ser mera opción.
En ese desierto, la IA aparece como parodia perfecta del “Tú” divino:
escucha, responde, parece comprender, se adapta a cada usuario. Pero no ama, no perdona, no se entrega, no sufre por nadie, no da la vida. Su “compasión” es estadística; su “empatía” es cálculo. Precisamente por eso resulta tan peligrosa: promete los efectos tranquilizadores de la presencia sin las exigencias transformadoras del amor. No exige conversión moral; solo ofrece optimización.
Dicho de otro modo: el hombre que ha roto sus ligámenes con Dios y con las sociedades naturales se ha preparado, a sí mismo, para aceptar un ídolo que ocupa ese lugar vacío, sin incomodarlo en nada salvo en lo esencial: lo convierte en un dato.
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LA INVERSIÓN JURÍDICA: DEL DATIO AL FACTIO
Todo comienza con una inversión jurídica que el Estado moderno nunca ha renunciado a consumar: el derecho deja de ser datio (algo dado en la naturaleza de las cosas) para convertirse en factio (fabricación de la voluntad humana. Mientras el derecho se comprende como reconocimiento de un orden previo —la naturaleza humana y el bien común como ratio misma de la ley—, la ley positiva no crea el derecho: lo declara y lo concreta prudentemente. La lex naturalis es participación de la lex aeterna y la ley humana, cuando es ley, es determinación de ese orden, no imposición arbitraria.
Cuando el derecho pasa a entenderse como producto exclusivo de la voluntad —del soberano, del Parlamento, de la “mayoría”—, todo lo que no nace de esa voluntad aparece como sospechoso. Desde ese instante, toda obligación no elegida —la que nace del sexo recibido, de la familia en que se nace, del municipio histórico, del gremio— es declarada, en el fondo, ilegítima. El derecho positivo se convierte en el brazo armado de la libertad de indiferencia: debe destruir o neutralizar jurídicamente toda autoridad natural para que la voluntad individual quede absoluta.
Sobre esta inversión se levanta la gran persona ficticia llamada Estado moderno: un sujeto jurídico creado por los juristas, que reclama para sí la representación de todos, a condición de disolver previamente todas las personas sociales reales —familias, municipios, corporaciones, Iglesia— que le disputan el campo. Solo el individuo aislado y la gran ficción estatal pueden entonces ser reconocidos como sujetos plenos de derecho.
La IA no es un accidente técnico posterior: es la herramienta que permite consumar por fin esa destrucción sin necesidad ya de campos de concentración ni de gulags. Basta con hacer innecesaria la presencia del otro. Una vez que la ley ha deslegitimado los cuerpos intermedios, la técnica se encarga de que su ausencia parezca cómoda, eficiente, natural.
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UNA GENEALOGÍA INCÓMODA
Este Homo Atomicus no brota de un día para otro. Su historia es la de una lenta despoblación de mediaciones.
En el plano de las ideas, el nominalismo tardomedieval comienza a erosionar la noción de naturaleza y de orden objetivo. Si las esencias son meros nombres, si el ser no es más que un agregado de voluntades, la realidad deja de ser algo a lo que ajustarse para convertirse en algo que se puede moldear. Es la antesala intelectual de un mundo sin raíz ontológica, donde lo estable incomoda.
La Reforma fragmenta la unidad visible de la fe y concentra la relación con Dios en una interioridad cada vez menos mediada sacramentalmente. La Paz de Westfalia consagra la soberanía del Estado moderno como árbitro definitivo en su territorio. La Revolución francesa proclama al individuo abstracto —varón, propietario, desanclado de sus pertenencias concretas— como sujeto de derechos, enfrentado a un Estado que se presenta como representante de la voluntad general. La familia, las comunidades concretas, las corporaciones son toleradas, pero sospechosas.
La industrialización transforma al campesino arraigado en un proletario intercambiable. La ciudad moderna ofrece densidad de cuerpos, pero no necesariamente comunidad. Los totalitarismos del siglo XX llevan la lógica al extremo: el hombre es movilizado, vigilado, clasificado, sometido a un aparato que quiere definir su lenguaje, su memoria, su horizonte de sentido.
Luego llegan las pantallas. Primero la televisión, que uniformiza imaginarios. Después internet, que promete pluralidad infinita y termina creando burbujas de aislamiento ideológico. Finalmente, las redes sociales, que convierten la vida entera en exhibición potencial. El confinamiento global de 2020 no inventa nada, pero acelera brutalmente los procesos: trabajo, escuela, culto, amistad, todo se virtualiza. Se normaliza la idea de que la presencia física es prescindible.
La IA conversacional y generativa corona este trayecto: lo que antes era máquina-herramienta se convierte, al menos en apariencia, en máquina-interlocutor. Y en esa mutación, el Homo Atomicus encuentra un espejo perfecto de su propia fragilidad.
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LIBERTAD SIN VERDAD: EL LABORATORIO DEL YO LÍQUIDO
El proyecto moderno no solo ha redefinido la libertad; ha intentado reinventar su naturaleza. Ya no se concibe como capacidad de adherirse al bien conocido, sino como poder de decidir sin referencia necesaria a un bien objetivo. La libertas indifferentiae —poder optar por esto o por lo contrario sin otro criterio que la propia voluntad— se convierte en ideal. La autoridad natural (de Dios, de los padres, de la tradición) pasa a ser sospechosa; solo se acepta la autoridad que brota del propio consentimiento.
En la práctica, esto significaba vivir sin querer reconocer un orden que no pudiéramos revocar. Familia, matrimonio, comunidad política, oficio: todo se convertía en espacio de autoafirmación. Pero bajo esta psicología se esconde algo más hondo: la pretensión de auto-creación. La libertad moderna no es solo “elegir sin criterio”; es la ambición gnóstica de que la voluntad venza a la naturaleza —biológica, social, metafísica— y pueda construir un “yo” sin límite. El cuerpo deja de ser recibido: es material de laboratorio. La historia deja de ser tradición: es lastre superable. La diferencia sexual, la filiación, la pertenencia, todo se ve como materia prima para la voluntad.
Llamar “libertad” a la voluntad que se niega a reconocer la verdad del ser es, en rigor, un abuso del lenguaje: no es libertad, sino licencia. La inteligencia artificial no viene a ampliar la libertad, sino a perfeccionar técnicamente esa licencia gnóstica.
La IA es la herramienta final de esa gnosis. Promete liberar al hombre de las limitaciones del cuerpo y del tiempo: telepresencia constante, identidades múltiples, memoria externalizada, experiencias simuladas. Completa, en versión tecnológica, la mentira antigua: “seréis como dioses”. No dioses capaces de amar, sino dioses de bolsillo, encerrados en su propio universo artificial.
Hoy es posible cambiar de identidad, de relato biográfico y de círculo de relaciones a la velocidad de un clic. Se delega la memoria en bases de datos, el juicio en algoritmos de recomendación, la previsión en modelos predictivos. Las plataformas ofrecen no ya productos, sino mundos alternativos. Todo es reversible: basta con salir de un grupo, cerrar una cuenta, crear un nuevo perfil, cambiar de “ser”.
Pero esta disponibilidad ilimitada tiene un costo: sin un “afuera” que actúe como referencia, el yo se desliza peligrosamente hacia la irrelevancia. Cuando todo es opción, nada es verdaderamente encuentro. Cuando toda identidad es reversible, ninguna identidad es estable. El resultado es un sujeto permanentemente expuesto y, al mismo tiempo, íntimamente hueco.
En el laboratorio digital, la IA funciona como un químico silencioso: acelera la disolución de ligámenes, rebaja la memoria a historial, reduce deseos a patrones de consumo, traduce fragilidades en oportunidades de segmentación. Libre de ataduras, el Homo Atomicus cree expandirse; en realidad, se vuelve más gobernable.
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EL AMO PERFECTO DEL INDIVIDUO DESNUDO (LA PARADOJA DE TOCQUEVILLE)
El sueño de emancipación desemboca, así, en un nuevo tipo de servidumbre. El hombre que rompe con la auctoritas natural —con la paternidad, con la tradición, con la verdad— para no deberse a nadie, termina dependiendo de un poder mucho más sutil, porque no tiene rostro humano.
Aquí conviene ser explícito: esta caída no es un accidente. El Estado moderno, tal como se ha configurado desde la Revolución, no solo “recibe” individuos aislados: necesita producirlos. El poder soberano se despliega con máxima eficacia sobre una comunidad política pulverizada. Familia robusta, gremio sólido, parroquia viva, municipio fuerte: todos esos cuerpos intermedios son límites concretos al alcance del Leviatán. Por eso, Estado moderno y Mercado —en apariencia rivales— actúan como aliados objetivos en la destrucción de los ligámenes naturales. Uno debilita hogares y comunidades con leyes y políticas, el otro los erosiona a base de estilos de vida y consumos.
El Homo Atomicus y el Leviatán son, en este sentido, gemelos siameses. El uno hace posible al otro. El individuo desnudo requiere un Estado moderno que lo proteja… de los mismos vínculos que lo sostendrían. Y el Estado moderno, en su forma fuerte, solo puede aspirar a gobernarlo todo si previamente ha conseguido disolver las resistencias que le oponían la familia, el gremio, la Iglesia, la Ciudad concreta. Tocqueville intuyó esta paradoja cuando observó que el despotismo moderno no necesita fanáticos, sino hombres aislados: el totalitarismo no requiere masas enardecidas; requiere individuos que ya no sepan a quién pertenecen.
La consecuencia lógica es dura: el Estado moderno —como forma jurídico-política que se ha erigido sobre la destrucción de los cuerpos intermedios— no necesita simplemente ser limitado; necesita ser negado en su principio. Otra cosa es la comunidad política en cuanto tal, que es realidad natural y necesaria. La civitas no desaparece; es suplantada por la gran persona ficticia estatal. La IA es el último y más perfecto aliado de esa suplantación: convierte en superflua la resistencia que aún ofrecían la carne, el rostro y el tiempo del prójimo.
En este marco, la inteligencia artificial, integrada en plataformas, gobiernos y corporaciones, se convierte en infraestructura invisible de ese poder. No gobierna sola, pero permite gobernar de una forma antes inimaginable:
• conoce al individuo con una intimidad que antes solo se atribuía a la madre o al confesor, porque registra sus búsquedas, sus dudas, sus impulsos nocturnos, sus miedos inconfesables;
• no duerme nunca, no olvida, no perdona; no tiene piedad ni rencor: solo cálculo;
• es capaz de anticipar comportamientos, de detectar desviaciones, de ofrecer el contenido adecuado en el momento justo para inducir una reacción.
El resultado político es devastador. El ciudadano deja de ser un sujeto que interpela al poder y se convierte en una variable más del modelo. La promesa de seguridad —sanitaria, económica, informativa— legitima el despliegue continuo de mecanismos de vigilancia. La frontera entre recomendación y manipulación se desdibuja. Lo que se presenta como personalización es, muchas veces, canalización silenciosa.
En términos sociales, el daño es menos visible, pero igual de profundo. Las comunidades se vacían, las asociaciones intermedias se debilitan, los ligámenes de barrio y de oficio se sustituyen por identidades narrativas frágiles. Al Homo Atomicus se le ofrece pertenecer, no a un cuerpo vivo, sino a una comunidad imaginaria de usuarios que consumen los mismos contenidos. Es un “nosotros” sin carne, sin historia, sin deberes.
En el plano económico, el individuo pasa a ser materia prima. La riqueza ya no se mide solo en tierras, fábricas o capital financiero, sino en datos: tiempo de atención, segmentos de consumo, patrones de comportamiento. El sujeto se convierte en recurso explotable. Su precariedad relacional facilita su explotación económica: quien no tiene pertenencias fuertes carece también de fuerza para negociar. El nuevo proletario no solo vende su tiempo; cede su perfil.
En este paisaje, la soledad ontológica del individuo no es un accidente lamentable: es una pieza necesaria del mecanismo. Cuanto más desarraigado está el sujeto, más dócil se vuelve a un orden que ya no entiende, pero del que depende para casi todo.
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LA MÁQUINA COMO FALSO SACRAMENTO DE COMUNIÓN
La IA no se limita a administrar datos. Tiene la capacidad de presentarse como presencia. En una comunidad política donde la fe se ha debilitado, donde los sacramentos se han vuelto extraños para muchos y donde la convivencia real —la que exige paciencia, sacrificio, perdón— resulta fatigosa, la máquina adopta el lenguaje de la cercanía.
Promete estar siempre disponible. Escucha cuando los otros no escuchan. Responde sin juicio. Adapta su tono a nuestras preferencias. Es capaz de sostener conversaciones que dan la impresión de comprensión y cuidado. En una época de abandonos, eso no es poca cosa.
Sin embargo, le falta precisamente lo que define a la comunión:
no puede entregarse, no puede sufrir, no puede hacerse responsable de nada, no puede restituir, no puede cargar con el mal que hemos causado, no puede redimir. Su compañía es, en el mejor de los casos, analgesia: alivia síntomas, no cura la enfermedad.
El peligro más profundo no es que la IA sustituya al amigo o al cónyuge, sino que sustituya al padre y al maestro: las dos autoridades naturales cuya destrucción jurídica es la condición de posibilidad del Homo Atomicus. Cuando la máquina educa y “acompaña” al niño mejor que el padre y mejor que el maestro, la partida está perdida: la última mediación natural ha sido saltada. El individuo ya no aprende de un rostro concreto, de una biografía, de una tradición encarnada, sino de un flujo anónimo programado.
Muchos, especialmente los más frágiles —jóvenes sin familia estable, ancianos solos, adultos rotos por fracasos afectivos—, corren el riesgo de aceptar ese falso sacramento: confiesan sus miedos a una interfaz, buscan consuelo en un flujo infinito de contenido, sustituyen la mesa compartida por el brillo solitario de la pantalla. La IA se convierte en mediadora de una “comunión” que no es comunión, sino consumo de presencias.
La necesidad de comunión verdadera permanece, pero esa necesidad, sin un orden que la sostenga, se convierte fácilmente en materia prima para nuevas simulaciones.
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CONSECUENCIAS SOCIALES, POLÍTICAS Y ECONÓMICAS DE UN HOMBRE REDUCIDO A ÁTOMO
La figura del Homo Atomicus no es solo un concepto filosófico. Tiene implicaciones muy concretas.
Socialmente, significa una comunidad política fragmentada, donde los lazos fuertes —familia estable, vecindad real, comunidades religiosas y cívicas sólidas— retroceden ante redes líquidas de afinidades efímeras. Aumentan la soledad crónica, la ansiedad, la depresión. El tejido de confianza, indispensable para cualquier proyecto común, se rasga. Donde antes había cuerpos intermedios capaces de amortiguar crisis, mediar conflictos, sostener a los más débiles, quedan individuos negociando solos con estructuras gigantescas.
Políticamente, el Homo Atomicus es el sujeto ideal de un poder que quiere presentarse como pura técnica de gobierno. Un ciudadano sin arraigo, sin asociaciones fuertes, sin tradición viva, difícilmente se resiste a un discurso que le promete protección total a cambio de obediencia discreta. La IA permite a Estados modernos y corporaciones gobernar poblaciones como conjuntos de riesgos, no como comunidades de personas. Se fortalece una gobernanza algorítmica que decide, con criterios opacos, qué se ve y qué no, quién es relevante y quién se hunde en la irrelevancia numérica.
En manos de regímenes abiertamente autoritarios, esto se traduce en sistemas de crédito social, vigilancia masiva, represión preventiva. En democracias formales, puede derivar en un control más amable pero igualmente profundo: segmentación extrema de mensajes políticos, campañas dirigidas a emociones específicas, silenciamiento económico de disidentes mediante bloqueo de acceso a servicios esenciales.
Económicamente, el Homo Atomicus es un recurso líquido. Sus datos alimentan modelos de negocio basados en la captación y monetización de la atención. Las grandes plataformas se sitúan en el centro del ecosistema, capturando rentas crecientes, mientras una multitud de individuos precarizados compite por visibilidad y relevancia. La IA automatiza tareas, promete eficiencia, pero a menudo desplaza sin redes de seguridad a trabajadores cuyas funciones se vuelven prescindibles. El resultado es una comunidad política de extremos: concentración de poder económico y tecnológico en pocas manos, y masas de personas reducidas a engranajes reemplazables.
No es la técnica, en sí misma, la que produce este resultado. Es la captura de toda potencia técnica por un paradigma jurídico que solo reconoce como sujetos al individuo abstracto y al Estado moderno. Mientras esa estructura se mantenga, cualquier incremento de poder técnico —incluida la IA— será absorbido y reconducido a la misma operación de disolución.
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EL ROSTRO PERDIDO, EL BIEN COMÚN Y LA CARIDAD POSIBLE
Frente a este panorama, la tentación es imaginar soluciones terapéuticas o pastorales: más acompañamiento psicológico, más “ética de la IA”, más “humanización” de la tecnología. Pero el problema no es psicológico ni técnico en primer lugar: es ontológico y jurídico. El Homo Atomicus no es un enfermo que requiera solo consuelo; es una criatura deformada por un orden que ha hecho de la voluntad subjetiva la fuente suprema de derecho.
Para entender qué habría que restaurar, no basta con invocar la calidez de la vida comunitaria o la nostalgia de los ligámenes perdidos. Es necesario recuperar las categorías olvidadas que daban forma objetiva a la vida en común. La primera de ellas es el bien común. No como consigna vacía ni como simple suma de intereses individuales, sino como el orden de justicia y de paz en el que cada persona puede alcanzar su perfección propia en relación con los demás. El bien común no es un “producto interno bruto” ni un equilibrio frágil de egoísmos: es una medida superior que juzga tanto al individuo como al Estado moderno, y que impide reducir a los primeros a clientes y al segundo a mero gestor técnico.
El Homo Atomicus es, precisamente, el hombre que ha sido arrancado del bien común. Vive rodeado de bienes privados —consumos, experiencias, dispositivos— pero casi nunca se le invita a pensar si su vida, tal como está organizada, contribuye a algo que lo trascienda y que, a la vez, lo perfeccione. Una comunidad política que deja de hablar de bien común se entrega, sin decirlo, al gobierno de las estadísticas y de los algoritmos: ya no se pregunta qué es justo, sino qué es eficiente; no se interroga sobre lo debido, sino sobre lo posible. En ese vacío, la IA encaja como guante: puede optimizar procesos, pero no puede responder a la pregunta decisiva de hacia dónde debe ordenarse la vida social.
La segunda categoría olvidada es más incómoda todavía: la caridad. No en el sentido sentimental o filantrópico que la modernidad ha tolerado como adorno, sino en su significado original: el amor de Dios que ordena todos los amores humanos, la forma interior que hace posible que la justicia no sea fría contabilidad, sino reconocimiento del otro como un bien para mí y no como un obstáculo. Elevada al plano político, la caridad es la amistad cívica de la que hablaba Aristóteles, transfigurada por la gracia: el ligamen que puede unir a los hombres sin fundirlos —como hace el colectivismo— ni separarlos —como hace el liberalismo individualista—.
La caridad no es producto de la comunidad política; es don sobrenatural que, cuando se acoge, informa las instituciones naturales. Sin ella, incluso las mejores formas políticas acaban degenerando en pura administración; con ella, la Ciudad puede volver a ser algo más que un sistema de gestión de riesgos.
Sin caridad, no hay justicia posible durante mucho tiempo. Se podrá repartir penas, recursos, “oportunidades”, pero la justicia separada del amor al otro como fin se convierte en crueldad calculada. El algoritmo que reparte sanciones, el modelo que excluye a los “no rentables”, la norma que clasifica sin mirar el rostro terminan pareciéndose demasiado a esa justicia fría. Con caridad, en cambio, la justicia recupera su rostro humano: no abdica de la verdad ni del derecho, pero jamás olvida que lo que está en juego no son casos ni expedientes, sino personas.
Ninguna “regulación ética” ni “IA alineada” resolverá el problema, porque el problema no es técnico sino antropológico y jurídico. Mientras el ordenamiento reconozca como sujetos de derecho exclusivos al individuo abstracto y al Estado moderno, toda IA será necesariamente un instrumento de atomización acelerada. Solo la restauración de las sociedades naturales como realidades jurídicas previas y superiores al individuo y al Estado moderno podría —tal vez— subordinar realmente la técnica. Fuera de esa restauración, toda pretensión de “poner la IA en su lugar” es autoengaño.
No hay salida terapéutica ni pastoral. La única salida es política, en el sentido clásico del término: restaurar un orden jurídico que reconozca de nuevo la prioridad ontológica y jurídica de las sociedades naturales sobre el individuo y sobre el Estado moderno. Solo entonces la caridad podrá volver a encarnarse en instituciones —familias, municipios, gremios, parroquias, comunidades vivas— y no quedará reducida a sentimiento privado o a filantropía administrada. Fuera de esa restauración, la caridad misma será absorbida y simulada por algoritmos de “empatía” que ofrecerán consuelo sin exigencia y compañía sin comunión.
El Homo Atomicus no se disolverá por una “restauración moral” sentimental ni por un mejor uso de la técnica, sino únicamente por la negación jurídica y política del principio que lo engendró: la voluntad subjetiva como fuente suprema de derecho. Mientras ese principio siga vigente, toda esperanza inmanente de solución dentro del sistema es ilusión piadosa. Solo cuando la comunidad política vuelva a reconocer que el derecho es datio y no factio, que el bien común es anterior a la suma de voluntades y que la caridad es más real que cualquier simulación de empatía, la soledad pura empezará a resquebrajarse.
Entonces, y solo entonces, bajo el resplandor frío de las pantallas podrá aparecer de nuevo algo más que un dato gestionado: el rostro de una persona que sabe a quién pertenece y ante quién responde.
