La Francia rota de Macron

Bloqueo liberal, crisis social y sustitución del tejido nacional en el corazón de Europa

Por Oscar Méndez Oceguera

Imagen ilustrativa: Pexels

I. Francia como aviso: cuando el Estado liberal se queda sin nación

En los manuales escolares, Francia aparece como el gran laboratorio de la modernidad: la Revolución, la Declaración de los Derechos del Hombre, la laicidad, la escuela republicana, el Estado de bienestar, la cultura ilustrada. Durante dos siglos, buena parte de Occidente miró hacia París como hacia una especie de vanguardia civilizatoria.

Hoy, sin embargo, Francia ofrece otra imagen:
• un Estado hipertrofiado, endeudado y vigilado por sus acreedores;
• un presidente sin mayoría y un Parlamento bloqueado;
• un territorio fracturado entre metrópolis globalizadas y periferias resentidas;
• barrios donde la ley nacional se aplica con dificultad;
• raíces históricas y religiosas tratadas como un estorbo;
• flujos migratorios que transforman el paisaje humano más rápido de lo que el propio país es capaz de asumir.

No se trata de una “excentricidad francesa”, sino del desenlace lógico de un proyecto político que quiso organizarlo todo sin reconocer los límites de la naturaleza humana, sin respetar la continuidad histórica de la nación y sin admitir que el Estado y el mercado no pueden sustituir la realidad viva de un pueblo.

Francia, hoy, es un aviso. Y, visto desde México, conviene mirarla con atención.

II. Arquitectura del bloqueo: un presidente fuerte sin mayoría y un Parlamento en guerra

La Quinta República francesa fue diseñada en 1958 para acabar con el parlamentarismo débil e inestable. El presidente, elegido por voto directo, concentra un poder considerable: fija la gran orientación de la política, nombra al primer ministro, puede disolver la Asamblea y es el rostro del país en el extranjero. El gobierno, encabezado por el primer ministro, necesita la confianza de la Asamblea Nacional.

Mientras la vida política se ordenó en torno a dos grandes bloques —una derecha de inspiración gaullista y una izquierda socialista— el sistema funcionó con relativa estabilidad. Pero la recomposición ideológica de las últimas décadas, la crisis de los partidos tradicionales y el surgimiento de nuevas fuerzas lo han llevado a un punto muerto.

Tras las elecciones europeas de 2024, en las que la derecha nacional superó ampliamente a la lista presidencial, Emmanuel Macron decidió convocar elecciones legislativas anticipadas. Buscaba recuperar la iniciativa; produjo un Parlamento aún más fragmentado.

La Asamblea quedó dividida en tres grandes bloques:
• Un bloque de izquierda (Nueva alianza en torno a socialistas, ecologistas e izquierdas radicales), que propone más Estado social, mayor fiscalidad sobre grandes patrimonios y una agenda cultural abiertamente progresista.
• Un bloque centrista-liberal, el del propio Macron, mezcla de élites administrativas, tecnócratas y sectores empresariales urbanos, que defiende la integración europea, las “reformas” y la adaptación a la globalización.
• Un bloque de derecha nacional soberanista, que denuncia la inmigración masiva, la cesión de soberanía a instancias supranacionales, la inseguridad interna y el abandono de la Francia popular.

Ninguno tiene mayoría; ninguno acepta subordinarse establemente a los otros. La arquitectura pensada para grandes mayorías disciplinadas se encuentra ahora frente a tres Francias irreconciliables.

El resultado ha sido una sucesión de gobiernos efímeros, derribados por coaliciones negativas —izquierda y derecha nacional votando juntas contra presupuestos o reformas— y la aparición de un fenómeno nuevo: el gobierno en modo “interino permanente”, que administra lo urgente, prolonga presupuestos y sobrevive, pero no gobierna de verdad.

III. Economía bajo tutela: cuando la aritmética manda sobre la política

La crisis política francesa no puede separarse de su situación económica y fiscal. Durante años, Francia ha vivido con un gasto público desbordado, un déficit crónico y una deuda que no deja de crecer. El Estado ha prometido mucho más de lo que una economía desindustrializada y sometida a competencia global es capaz de sostener.

Mientras los tipos de interés fueron bajos, el problema pudo maquillarse. Pero, cuando el crédito se encarece y los socios europeos presionan para reducir el déficit, la realidad se impone:
• las instituciones europeas exigen recortes y “reformas estructurales”;
• las agencias de calificación ponen en duda la solvencia;
• los mercados suben la prima de riesgo;
• cualquier gobierno que intente ajustar el presupuesto se enfrenta a la contestación social y a la hostilidad parlamentaria.

En otras palabras: el Estado liberal-republicano francés, que se presentó como garante de justicia social y progreso, ha terminado convertido en un deudor vigilado, obligado a justificar sus cuentas ante agentes exteriores y con un margen de maniobra cada vez menor. La política queda subordinada a la contabilidad.

Y cuando la aritmética manda sobre la política, el debate público se degrada: ya no se discute qué es justo o bueno para el pueblo, sino qué es “aceptable para los mercados” o “compatible con Bruselas”.

IV. Fractura social y territorial: dos países bajo la misma bandera

Sobre este fondo fiscal y económico se proyecta una fractura social profunda.

Por un lado, la Francia metropolitana, concentrada en París y algunas grandes ciudades, conectada a los circuitos globales, con alta cualificación, movilidad y acceso a servicios de calidad. Es la Francia de las élites administrativas, empresariales, universitarias y mediáticas.

Por otro lado, la Francia periférica: zonas rurales, pequeñas ciudades, antiguos polos industriales en decadencia, cinturones urbanos olvidados. Aquí se acumulan el cierre de fábricas, la precariedad, la pérdida de servicios públicos, la sensación de “pagar mucho al Estado para recibir cada vez menos”.

Las protestas de los chalecos amarillos fueron el grito de esa Francia periférica contra un aumento de impuestos al combustible que, en la práctica, castigaba ante todo a quienes dependen del automóvil para trabajar, llevar niños a la escuela o acceder a servicios. El mensaje era transparente: las decisiones se tomaban desde las zonas favorecidas, y los costos caían sobre los márgenes.

Desde entonces, las movilizaciones han cambiado de rostro —protestas contra las reformas de pensiones, contra el encarecimiento de la vida, contra nuevas medidas de ajuste—, pero la sensación de fondo permanece: una parte del país está sacrificando su nivel de vida y su tranquilidad para sostener un edificio institucional y fiscal que ya no siente como propio.

La crisis de los servicios públicos agrava esta percepción:
• regiones sin médicos suficientes;
• hospitales saturados;
• escuelas en barrios difíciles sometidas a presión constante;
• comisarías desbordadas.

La idea de una República homogénea, con servicios equivalentes para todos, se ha convertido en mito. Lo que aparece, bajo la bandera común, son dos realidades que apenas se rozan.

V. Migración y banlieues: la sustitución silenciosa del tejido nacional

Si hay un punto en el que la retórica oficial se vuelve más nerviosa, es el de la migración. Durante décadas, la clase dirigente francesa confió en una especie de dogma implícito: los flujos migratorios podían ser siempre absorbidos, cualquiera que fuese su tamaño y origen, mientras existieran escuela republicana, laicidad y empleo. Quien cuestionaba ese dogma era acusado de alarmismo.

La realidad ha sido distinta. En las banlieues —las grandes periferias de ciudades como París, Marsella, Lyon o Lille— se han concentrado sucesivas oleadas de inmigrantes, principalmente procedentes del Magreb, África y Oriente Medio, en barrios de vivienda social, con alta densidad, elevado desempleo y fuerte presencia de economías ilícitas. En muchos de esos territorios, los códigos de conducta, las lealtades y las referencias culturales tienen cada vez menos que ver con la tradición histórica francesa.

Los grandes disturbios urbanos de las últimas décadas —desde 2005 hasta los más recientes— no son episodios aislados de “delincuencia juvenil”. Son el síntoma de que existen zonas donde:
• la ley nacional se percibe como algo ajeno, impuesto desde fuera;
• la policía es vista como fuerza de ocupación;
• las autoridades locales se mueven entre el clientelismo, la impotencia y la renuncia.

Al mismo tiempo, el discurso humanitario ha insistido en que todo se reduce a “inclusión”, “lucha contra la discriminación” y “políticas de barrio”. Pero la experiencia cotidiana de muchos franceses es otra: barrios enteros donde su idioma, sus costumbres, su modo de vida y su memoria histórica pasan a ser minoritarios en pocas décadas.

La respuesta legal —una nueva ley de inmigración, ajustes en asilo, promesas de expulsar a delincuentes extranjeros, restricciones parciales de prestaciones— llega tarde y se aplica a medias. El problema no es un capítulo administrativo: es que el cuerpo nacional ha sido alterado de tal manera, sin una política clara de asimilación, que se ha quebrado la continuidad entre generaciones.

Una comunidad política puede integrar personas diversas; lo que no puede hacer impunemente es dejar de transmitirse a sí misma y renunciar a proteger su propio perfil histórico y cultural. Eso es lo que ha ocurrido en buena parte de Francia.

VI. Laicismo, fe desplazada y vacío de sentido

Junto con la transformación demográfica se ha producido otro fenómeno: la expulsión sistemática de la referencia cristiana del espacio público.

La ley de 1905 sobre la separación de Iglesia y Estado establecía una laicidad entendida como neutralidad: el Estado no toma partido por ningún culto, garantiza la libertad religiosa y no financia confesiones. Sobre el papel, era una forma de preservar la libertad frente a usos indebidos de la religión en política.

Con el tiempo, sin embargo, esa laicidad se ha convertido en laicismo: una ideología que considera cualquier referencia religiosa —sobre todo cristiana— como algo sospechoso, que debe confinarse al ámbito estrictamente privado. Se restringen símbolos, se cuestionan procesiones, se rechazan cruces y estatuas, se trata el patrimonio cristiano más como elemento turístico que como raíz viva.

La paradoja es evidente: mientras se pide a los recién llegados “respetar los valores de la República”, la propia República reniega de los valores que la formaron. No puede existir “valores comunes” sin una tradición concreta que los haya encarnado. Al debilitar esa tradición, el Estado vacía el espacio público y lo deja disponible para cualquier identidad fuerte que llegue: ideológica, étnica, religiosa o tribal.

De ahí la mezcla explosiva:
• barrios donde se consolidan códigos y lealtades extraños a la tradición francesa;
• jóvenes sin memoria de lo que su país fue;
• hostilidad activa hacia símbolos cristianos, vistos como restos de un orden que hay que borrar.

Cuando un pueblo deja de saber quién es, cuando su historia se reduce a un relato parcial y culpabilizador, la política se convierte en una lucha de grupos por ocupar un espacio cada vez más vacío de sentido.

VII. El espectro político francés visto desde fuera: tres callejones sin salida

Para un lector mexicano, el mapa político francés puede resultar confuso. Conviene, por tanto, describir las tres grandes familias no solo por sus etiquetas, sino por sus límites.

1. La izquierda insiste en la ampliación constante del Estado social, en la lucha contra la desigualdad económica y en una agenda cultural cada vez más radical. Señala con razón las injusticias del modelo económico, pero suele negar el peso de la migración masiva en la fractura social y desprecia cualquier referencia a las raíces históricas y religiosas del país como “reaccionaria”. Quiere corregir los excesos del liberalismo económico, pero acepta sin reservas su antropología individualista y su rechazo de toda trascendencia en la vida pública.
2. El bloque centrista-liberal, que ha girado en torno a Macron, confía en la técnica, en la gobernanza europea y en la capacidad del Estado para “gestionar” todos los problemas con reformas graduales. Su fe está puesta en los indicadores, en las agencias internacionales y en la ingeniería institucional. Toma la nación como un dato administrativo, no como una realidad viva; considera negociables la soberanía, las fronteras y las tradiciones, siempre que el sistema siga funcionando. Es la versión más pura del Estado moderno sin nación, que cree poder sobrevivir sobre meros procedimientos.
3. La derecha nacional soberanista y las corrientes identitarias que orbitan en torno a ella han tenido el mérito de señalar lo que los otros negaban:
• la gravedad de la inmigración masiva;
• la existencia de zonas donde la ley nacional se debilita;
• el peso real de la inseguridad y la fractura cultural;
• el carácter destructivo de ciertas políticas europeas.

Su diagnóstico toca problemas que no son imaginarios. Pero no por eso su propuesta es la respuesta adecuada. Con frecuencia reduce la identidad nacional a una mezcla de sociología, memoria sentimental y voluntad política; confía en la soberanía absoluta del Estado-nación y en la voluntad de la mayoría como si bastaran para restaurar un orden roto en su raíz. Denuncia el vacío espiritual creado por la modernidad, pero no sale de la misma lógica inmanentista: busca salvar a Francia mediante una política más fuerte, no mediante un retorno al reconocimiento de un orden superior.

En los tres casos —izquierda, centro liberal y derecha nacional— la discusión se desarrolla dentro del mismo horizonte: la convicción de que la solución sigue estando en una configuración distinta del Estado moderno, no en la revisión de sus supuestos. Unos quieren más igualdad, otros más mercado, otros más nación; pero casi nadie se pregunta si no es el propio marco —la idolatría del individuo abstracto, la soberanía absoluta de la voluntad, la expulsión de Dios y de la ley natural de la vida pública— el que ha llevado a esta crisis.

VIII. Impacto europeo y geopolítico: el corazón nervioso de la Unión

La crisis francesa no queda encerrada dentro de sus fronteras. Afecta al conjunto de Europa.

Francia ha sido uno de los pilares de la Unión Europea y de la zona euro. Un país políticamente paralizado, con cuentas públicas tensas y una sociedad dividida, debilita el eje continental. La capacidad de la UE para actuar con coherencia en campos como la defensa, la energía, la política industrial o la gestión de fronteras se reduce cuando uno de sus principales Estados está absorbido por problemas internos.

En el tablero global, una Europa que mira hacia dentro, entretenida en gestionar tensiones sociales, disputas identitarias y crisis de legitimidad, se convierte en objeto más que en sujeto:
• depende de otros para su seguridad;
• pierde peso en regiones donde antes tenía influencia (como África);
• discute largamente principios, mientras otros actores imponen hechos.

La Francia bloqueada de hoy es, en ese sentido, un factor de inestabilidad para todo el proyecto europeo.

IX. Lecciones para México

Desde México, la tentación podría ser contemplar todo esto como un drama ajeno. Pero sería imprudente. Francia ofrece una serie de lecciones que conviene considerar:
1. Sobre el Estado y la deuda
Un Estado que se acostumbra a gastar por encima de sus posibilidades, confiando en que la deuda será siempre manejable, termina sujeto a una tutela velada. Cuando el ajuste llega, ya no lo decide la comunidad política en función del bien común, sino los plazos de pago y las exigencias de terceros.
2. Sobre la migración y el tejido nacional
No basta hablar de “acogida” y “derechos”. Una comunidad política debe preguntarse si está preservando su continuidad cultural, lingüística y espiritual. La migración desordenada, concentrada territorialmente y gestionada con criterios puramente ideológicos acaba sustituyendo el tejido social heredado por una suma de comunidades yuxtapuestas, sin verdadero vínculo común.
3. Sobre la identidad y la memoria
Borrar o avergonzarse de la propia tradición —en el caso francés, la cristiana— no crea una sociedad más libre, sino más vulnerable. El vacío de referencias fuertes no queda vacío: lo ocupan ideologías de turno, sectarismos, tribus identitarias. Una nación que reniega de sí misma prepara su propia disolución.
4. Sobre la arquitectura liberal
Un sistema que se funda en el individuo abstracto, en la voluntad como fuente última de derecho y en un Estado neutral respecto de cualquier verdad sobre el hombre puede sobrevivir mientras vive de reservas morales y culturales heredadas. Cuando esas reservas se agotan, aparecen exactamente las patologías que hoy se ven en Francia: deuda permanente, instituciones agotadas, fragmentación social, pérdida de autoridad, crisis de sentido.

X. Francia como epitafio de la modernidad

Si uno toma distancia del ruido inmediato —caídas de gobierno, cifras de déficit, encuestas, disturbios—, la crisis francesa adquiere otro relieve. No es solo un problema de liderazgo, ni una mala racha económica, ni un exceso de tensión social. Es, en el fondo, la biografía completa de la modernidad llevada a su desenlace lógico en uno de los países que primero la abrazaron.

Francia fue pionera en casi todos los componentes del proyecto moderno:
• reemplazó la cristiandad por el Estado soberano;
• convirtió al individuo abstracto en medida de la política y del derecho;
• depositó su confianza en la razón técnico-administrativa como nueva providencia;
• prometió un progreso indefinido, garantizado por la escuela, la industria y el Estado de bienestar.

Durante un tiempo, ese edificio pareció sostenerse. No porque su fundamento fuera sólido, sino porque aún quedaban cimientos anteriores: familias más estables, hábitos de disciplina, restos de moral objetiva, una memoria cristiana todavía viva. La modernidad vivía del capital espiritual que no podía producir por sí misma.

Hoy, ese capital está prácticamente agotado. Y lo que queda a la vista es el armazón desnudo:
• un Estado que administra, pero no conduce;
• una democracia que vota, pero ya no sabe qué elegir;
• una economía que crece poco y se endeuda mucho;
• un territorio que deja de ser hogar compartido para convertirse en mosaico de grupos;
• una sociedad que ya no encuentra un “nosotros” más allá de banderas deportivas o campañas mediáticas.

Ahí entra en escena la posmodernidad: un tiempo en el que las grandes palabras —progreso, república, derechos humanos, Europa— siguen pronunciándose, pero han perdido su densidad. Lo que domina no es la esperanza, sino la gestión de la inercia: se gobiernan flujos, se administran crisis, se negocian cuotas, se intentan equilibrar minorías, mientras el cuerpo nacional se fragmenta en individuos aislados y comunidades cerradas.

La crisis migratoria, la violencia en las banlieues, el laicismo militante, los ataques a símbolos cristianos, la fractura entre Francia periférica y Francia metropolitana, el auge simultáneo de una izquierda radicalizada, de un centro tecnocrático agotado y de una derecha nacional que no logra salir de la lógica moderna del poder… todo esto no son pedazos inconexos. Son síntomas de una misma enfermedad: la fatiga de un proyecto que ha querido organizar la vida humana como si el hombre no tuviera naturaleza, como si la comunidad no tuviera historia, como si Dios no existiera.

La Francia de Macron —la Francia de los gobiernos efímeros, de los presupuestos forzados, de las periferias incendiadas y de la identidad discutida— es algo más que un caso europeo. Es un epitafio adelantado de la modernidad occidental.

Si México, y otros pueblos que aún conservan memoria y raíces, quieren evitar ese destino, deberán aprender de este fracaso no a copiar soluciones improvisadas, sino a revisar los supuestos que llevaron hasta aquí: la idolatría del Estado, el desprecio de la tradición, la reducción de la política a técnica, la renuncia a un orden superior que dé forma a la vida personal y colectiva.

Ignorar lo que hoy se ve escrito en las calles y en las instituciones de Francia sería, para cualquier nación que todavía quiera sobrevivir como tal, una forma refinada de suicidio.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.