(Hermano optativo, patria mínima y lealtad que no hace ruido)

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Pexels
Uno no elige a sus hermanos de sangre; a veces ni siquiera los entiende. Pero al compadre sí: se le elige con el corazón y con la vida, que es una forma más seria de firmar.
Por eso el compadrazgo es una invención profundamente nuestra. No porque no existan padrinos en otros pueblos, sino porque aquí la palabra creció hasta volverse hermandad civil. Una alianza sin notario, sin sello, sin discurso.
El compadre de veras es un hermano optativo: no te lo da la biología, te lo concede la lealtad.
La escena primera: El bautizo
Casi todos guardamos esa imagen inaugural: uno de esos bautizos de patio, con sillas de la cervecera, lona rentada y una alegría que ignoraba la quincena.
El padrino cargaba al niño como si ya fuera suyo. La madrina acomodaba el ropón y el papá, nervioso, soltaba el chascarrillo para espantar la solemnidad.
Ahí no se firmaba una foto. Se extendía la sangre.
En México, el compadrazgo nace con perfume de sacramento y madura con olor de cocina. Lo sagrado se vuelve cotidiano sin perder su dignidad.
La palabra con espina dorsal
“Compadre” no es sinónimo de “bro” ni de “cuate”.
Es una palabra con estructura.
Amigo es el que te cae bien. Compadre es el que responde.
Y esa diferencia el México real la conoce de memoria. Aquí el cariño se conjuga haciendo.
—“¿Qué traes?”.
—“¿En qué te echo la mano?”.
—“No te me encierres”.
Son frases simples, sí. Pero funcionan como una doctrina doméstica de fraternidad.
La escena segunda: El lunes
El compadre aparece cuando el mundo se pone serio.
No en la selfie, sino en el lunes por la mañana.
No en el brindis, sino en la sala de espera del hospital o frente a la ventanilla cerrada del trámite burocrático.
El compadre llega sin sermón.
Llega con los cables pasacorriente y tiempo de sobra.
A veces con un taco envuelto como gesto mínimo de humanidad:
“Come algo, primero. Luego vemos”.
Entonces uno entiende algo universal: que la misericordia también sabe manejar.
El humor que rescata
Aquí entra nuestra especialidad: el amor disfrazado de regaño.
El compadre te quiere tanto que no te deja hundirte con elegancia.
—“A ver, cabrón… ya te metiste en el hoyo; ahora sales”.
Uno se ríe.
Y no por evasión: por oxígeno.
Hay amistades que acompañan; el compadre, además, te endereza.
La escena tercera: La tregua
Para el pleito, la reconciliación no trae violines ni abrazos de película.
Trae algo más seco y verdadero:
- una llamada,
- un “¿dónde andas?”
- un café servido sin explicación,
- un silencio que deja de pesar.
El pasado se acomoda no porque se olvide, sino porque ya no manda.
La patria mínima
Existe, claro, el compadre de utilería: el que confunde tradición con conveniencia. Pero esa es la parodia. Y la caricatura sólo existe porque el original es oro.
En tiempos de promesas de plástico, el compadrazgo es resistencia.
Es una patria pequeña: la patria del “no estás solo”.
No sale en los organigramas, pero sostiene la vida real como un cimiento callado.
Es la intuición antigua —que el pueblo guarda mejor que el ensayo— de que el hombre no fue hecho para salvarse solo.
Última línea (versión Dehesa)
Al compadrazgo no le hace falta manual ni altar de mármol. Le basta lo de siempre: un corazón decente, un teléfono que sí contesta y una voluntad que no se hace la interesante cuando huele a problema.
Porque el compadre verdadero es ese señor que no te escribe frases motivacionales, pero sí te manda ubicación; no te pone un “ánimo, hermano”, pero ya viene en camino; no te da terapia, pero te saca del bache y de paso te regaña tantito para que no agarres estilo.
Y mientras en México todavía podamos decir:
—“Compadre”,
y del otro lado aparezca un:
—“¿Dónde estás? Voy por ti”,
este país seguirá teniendo esa forma tan nuestra de llamarle familia a lo que no nació de la sangre, sino de la buena fe, la risa oportuna y la lealtad sin espectáculo.
