Metafísica del desorden y administración del ocaso

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Pexels
Hay palabras que nacen con la inocencia de una herramienta y terminan viviendo como armas. “Policrisis” es una de ellas. Se presenta como descripción sobria de un mundo fracturado, pero opera como catecismo político: no pretende solo nombrar el desorden contemporáneo, sino convertirlo en norma de pensamiento y, por esa vía, en regla de gobierno.
La fórmula es elegante y devastadora: si todo es crisis simultánea, ninguna autoridad particular puede juzgar; si ninguna autoridad particular puede juzgar, solo queda administrar; si solo queda administrar, la soberanía deviene obstáculo y la prudencia es sustituida por ingeniería de urgencias.
Así, bajo el ropaje de una ciencia de lo real, se instala un nuevo principio de legitimidad: ya no se considera justo el poder que ordena a la comunidad hacia su fin, sino “eficaz” el poder que gestiona una emergencia permanente. Lo que en un orden clásico habría sido síntoma, aquí se canoniza como método.
La crisis deja de ser accidente histórico para convertirse en ontología política. Y el Estado, de custodio natural del bien común, es empujado a la condición de gestor subcontratado dentro de una arquitectura transnacional que no se somete a un pueblo concreto, sino a un sistema abstracto de objetivos móviles.
Esta transmutación no es inocente. En su lógica interna está escrita una pedagogía de la renuncia. Se enumera una cadena de disrupciones —energía, guerra, clima, tecnología— y se concluye que forman un sistema inabarcable. La conclusión no es solo empírica, sino moral: el orden estable es sospechoso, la forma es presuntuosa y toda pretensión de normar en serio aparece como ingenuidad peligrosa.
El orden se vuelve un fantasma nostálgico; la soberanía, una superstición jurídica; la ley, un obstáculo técnico. Lo que se ofrece como realismo es, en verdad, un entrenamiento en la impotencia.
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Toda praxis política corrupta presupone una gnoseología enferma. Aquí la enfermedad consiste en idolatrar la complejidad como si fuera un atributo metafísico capaz de derrocar a la razón. Reconocer que la historia es intrincada es acto de humildad; proclamar que, por ser intrincada, la razón no puede emitir juicios firmes es acto de deserción intelectual. En esa deserción se funda una escuela que confunde prudencia con escepticismo estructural.
El mecanismo es doble. Primero se disuelve la confianza en el juicio moral sobre lo político. Luego se propone una nueva cosmología civil: no existe una forma superior del orden, solo flujos equivalentes que deben ser equilibrados sin jerarquía de fines. Cuando orden y desorden son declarados co-originarios y de igual dignidad, la forma se degrada. Y cuando la forma se degrada, se borra la distinción entre salud y enfermedad social. No hay ciudades enfermas: hay sistemas en transición. No hay políticas injustas: hay estrategias insuficientes. No hay actos contra la naturaleza de la comunidad: hay ajustes de gobernanza.
En ese punto, la administración del desorden es vendida como la cúspide de la sabiduría histórica. Quien se resiste parece reaccionario; quien se somete, aparece “responsable”. Así se consuma el lujo supremo de la ideología contemporánea: la capacidad de llamar madurez a la rendición.
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La traducción práctica de esta metafísica del caos se observa con nitidez en tres terrenos donde la soberanía debería respirar con mayor fuerza y donde, sin embargo, se la va desangrando con argumentos de aparente racionalidad técnica.
En primer lugar, la energía. La cuestión energética es presentada bajo el signo de una urgencia estructural irresoluble en clave nacional. La comunidad política aparece incapaz —por definición— de procurarse seguridad y sustento sin someterse a redes regulatorias superiores.
El derecho natural de un pueblo a disponer de sus recursos se transforma, sin ceremonia, en deber de integración a diseños globales que no conocen patria ni responsabilidad directa ante una ciudadanía concreta. La soberanía energética no es discutida: se presupone inviable. Y lo que se presupone inviable termina por prohibirse moralmente.
En segundo lugar, la seguridad y la frontera. Bajo el prisma de la policrisis, la frontera deja de ser la piel jurídica y moral de la polis para convertirse en una válvula administrativa de compensación. Los fenómenos humanos no se juzgan conforme a la justicia debida a la comunidad que los recibe; se “gestionan” conforme a presiones externas y métricas opacas.
El Estado es empujado a abdicar de su autoridad originaria —proteger la paz civil y la continuidad histórica de su pueblo— para convertirse en ejecutor de estrategias demográficas y geopolíticas que no nacen de su propio juicio prudencial.
En tercer lugar, la tecnocracia digital. Se proclama la obsolescencia de la legislación nacional ante la velocidad de la técnica. Pero en vez de fortalecer la autoridad para someter la herramienta a la ética, se propone diluirla en redes de gobernanza digital, arbitrajes privados y consensos de laboratorio.
El resultado no es neutralidad, sino una tiranía de procedimientos sin rostro, donde la potestad de definir límites humanos queda en manos de arquitecturas que no pueden ser juzgadas por un pueblo ni corregidas por una tradición jurídica viva.
Aquí se revela la astucia del discurso: no ataca directamente la soberanía, la declara impracticable. Y cuando una realidad política es declarada impracticable, la siguiente etapa es exigir que se entregue con serenidad.
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La funcionalidad geopolítica de esta doctrina es evidente. No solo describe el declive de Occidente: lo racionaliza, lo acelera y lo envuelve en una estética de inevitabilidad. Una vez que el Estado soberano es juzgado ontológicamente insuficiente, la reconfiguración del poder global deja de ser opción para convertirse en supuesto.
Se instala entonces un relato de transición hacia un orden multipolar que exige como precio de entrada la abdicación práctica de la razón política occidental y el desmantelamiento del Estado como custodio de la comunidad. En ese vacío provocado, los nuevos bloques de poder adquieren legitimidad histórica no solo como potencias económicas, sino como emblemas de una era postuniversal que renuncia a la idea de verdad común para abrazar un pluralismo de fuerzas sin ley moral compartida.
El mundo queda reducido a geometría de intereses, y la justicia se convierte en una palabra ornamental destinada a discursos ceremoniales.
La policrisis, en este sentido, es el argumento filosófico para que Occidente entregue las armas de la razón y acepte su conversión en provincia subordinada de un teatro global regido por la fuerza, la técnica y la negociación sin principios.
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Cuando esta lógica se derrama sobre el derecho, el daño se vuelve estructural. La ley estable —expresión de la razón cuyo deber es ordenar— se presenta como estorbo dentro de un universo conceptual gobernado por flujos. La norma deja de ser regla objetiva de justicia y se convierte en instrumento adaptativo, casi biológico, del sistema. Se sustituye la seguridad jurídica por la elasticidad administrativa. La excepción deja de ser recurso extraordinario y se vuelve clima habitual. El juez ya no aparece como custodio del orden objetivo, sino como intérprete del pulso social del momento. La justicia se transforma en meteorología.
La consecuencia más peligrosa es la evaporación de la responsabilidad. Si las decisiones se toman en redes difusas de gobernanza, la relación entre mandato y culpa se fractura. Se instala la forma más insidiosa de dominio: la tiranía que administra sin rostro. Cuando nadie decide en último término, nadie responde en último término. Y cuando nadie responde, el ciudadano es reducido a usuario de instrumentos que no puede impugnar con eficacia real.
Este es el nacimiento de un derecho líquido: adaptable, coherente con la ideología del flujo, incapaz de ofrecer a la comunidad una forma estable de vida justa. La ley deja de ser casa; se convierte en pasillo.
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Conviene decirlo sin rodeos: la Escuela de la Policrisis acierta en el registro de los síntomas, pero envenena la prescripción del remedio. El mundo vive turbulencias, es innegable. Pero no es inevitable convertir la turbulencia en principio rector del ser social. No se nos exige improvisar una logística más refinada del caos; se nos exige, más bien, recuperar el criterio con que juzgamos el mundo.
Una inteligencia que, ante la enfermedad de la época, solo prescribe analgésicos para adaptarse al dolor sin intentar restituir la salud del orden, no se parece a un médico: se parece a un administrador de cuidados paliativos que ha declarado muerta a la civilización sin atreverse a nombrar el certificado de defunción. La policrisis, elevada a ideología, es exactamente eso: una técnica refinada para administrar el colapso con modales de virtud.
El núcleo del conflicto no reside en la complejidad del mundo, sino en la debilidad del juicio que pretende interpretarlo. La verdadera resistencia intelectual exige afirmar lo que el siglo intenta expulsar de la conciencia pública:
– Que el orden existe y es superior al desorden.
– Que la justicia no es una convención móvil, sino una exigencia objetiva.
– Que la soberanía no es un estorbo técnico, sino la libertad moral de un pueblo.
Y que la política, si ha de merecer su nombre, no es la gestión de la supervivencia, sino la ordenación racional de la comunidad hacia su fin.
No estamos llamados a ser notarios del declive.
Estamos obligados a ser custodios de la forma.
