La ingeniería del consentimiento fabricado

Derecho blando (soft law), pedagogía y captura institucional: genealogía pública de una guerra contra la inocencia

Por Oscar Méndez Oceguera

Imagen ilustrativa: Pexels

I. EL SILENCIO ESTRIDENTE

Hay silencios que no nacen del desconocimiento, sino de la administración. Se los fabrica con la misma serenidad con que se redactan reglamentos: no para negar un hecho, sino para disolver una evidencia. Lo más inquietante de nuestro tiempo no es que existan crímenes —la historia humana es pródiga en abismos—, sino que ciertos crímenes hayan aprendido a presentarse como “cuestión”: materia de seminario, dilema de expertos, conflicto de “derechos”, litigio de etiquetas.

Cuando una cultura admite discutir lo que antes repudiaba sin necesidad de debate, no es que haya adquirido matices; es que ha perdido el sentido de la frontera. Y sin frontera, el derecho deja de ser custodia para convertirse en procedimiento. En ese punto la ley no es negada: es usada como carcasa.

El error típico del observador moderno consiste en buscar un decreto donde, en realidad, hay un marco. La normalización rara vez comienza con una derogación. Comienza con vocabularios, guías, “orientaciones”, matrices pedagógicas, recomendaciones “no vinculantes”. El derecho duro (hard law) se toca al final, cuando el oído público ya fue educado para desconfiar del límite. Entonces el crimen ya no necesita gritar: le basta con ser pronunciable.

II. 1977: LA TRAICIÓN DEL PRESTIGIO

No se comprende la mecánica presente sin mirar el instante en que se intentó legitimar públicamente lo ilegítimo. La escena fundacional no ocurre en un sótano, sino en una hemeroteca. El 26 de enero de 1977, Le Monde publicó el texto “À propos d’un procès”, relativo al clima de una causa penal por hechos sexuales contra menores de quince años.

Lo decisivo no fue únicamente el contenido, sino el elenco: no eran anónimos, sino nombres que la cultura del siglo XX elevó a rango de autoridad intelectual y moral. Entre los firmantes se encuentran Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Michel Foucault, Roland Barthes, Gilles Deleuze, además de otros nombres de alto relieve del mundo cultural francés; y, de manera particularmente significativa por su proyección institucional, Jack Lang, quien después sería figura mayor del aparato cultural del Estado francés.

En ese punto aparece un método que luego reaparecerá con ropajes técnicos: separar el hecho de su valoración moral, presentar la tutela penal como represión, y deslizar la palabra que descompone todo el edificio: el “consentimiento” aplicado al menor. En cuanto esa palabra entra, la víctima deja de ser víctima y pasa a ser parte; el agresor deja de ser agresor y se vuelve interlocutor. La justicia queda degradada a trámite entre partes que nunca debieron ser comparables.

El derecho penal civilizado no nació para equilibrar fuerzas equivalentes, sino para declarar que hay realidades indisponibles. Llamar “relación” a lo que es abuso no es un error de estilo: es un fraude ontológico.

III. QUÉ ES UN NIÑO, Y CÓMO SE LO NIEGA

En toda civilización, el niño es lo indisponible: no por sentimentalismo, sino por metafísica práctica. El niño no es materia de contrato, ni de mercado, ni de política pública; es un ser en crecimiento hacia una plenitud que lo trasciende. Su fin no es el goce, sino la maduración: la inteligencia que aprende a ver lo verdadero, la voluntad que aprende a querer lo bueno, el corazón que aprende a amar lo justo. La infancia no es una identidad: es una etapa ontológica que exige tutela precisamente porque posee destino. Su crecimiento no está ordenado al placer como fin, sino al bien; y, en último término, al fin más alto del hombre, que no se inventa: se recibe.

La degradación moderna empieza cuando esa realidad se sustituye por un artificio. El niño ya no aparece como ser que debe ser custodiado, sino como sujeto ya competente, titular de “derechos” que lo emancipan de su mediación natural. Se cambia el lenguaje de la protección por el de la autonomía, y el lenguaje de la autonomía por el de la sexualidad. Así nace el niño operativo: no el niño real que crece hacia un fin, sino el niño abstracto que sirve para disolver la patria potestad y convertir la tutela en sospecha.

Y entonces ocurre la inversión final: lo que era límite se llama tabú; lo que era custodia se llama control; lo que era pudor se llama represión; y lo que era crimen se vuelve “experiencia”, siempre que pueda pronunciarse la palabra que vacía el mundo: “consentimiento”. En esta materia, el supuesto consentimiento del menor no transforma el abuso en acto lícito: sólo pretende transformar la conciencia pública. La revolución no consiste en dañar al niño: consiste en negar que sea niño.

Aquí aparece la contradicción que delata la operación. La misma época que insiste —con razón— en que un menor no puede comprar alcohol, no puede votar, no puede celebrar válidamente numerosos actos jurídicos sin tutela, pretende a la vez que ese mismo menor posee discernimiento suficiente para decisiones de una delicadeza incomparable: aquellas que tocan la intimidad, la sexualidad, la afectividad y la formación de su identidad moral. Se le niega capacidad para lo trivial por inmadurez, pero se le concede competencia para lo decisivo por ideología. No es progreso: es un fraude de coherencia. La incapacidad se invoca cuando protege al sistema; la autonomía se invoca cuando expone al niño. Y esa exposición, presentada como “derecho”, es una forma moderna de desamparo.

IV. EL LAVADO SEMÁNTICO: CUANDO EL DELITO CAMBIA DE NOMBRE

Las campañas frontales fracasan; las campañas lingüísticas perseveran. Para mover la ley, primero se mueve el oído. Antes de discutir el acto, se discute el término. Antes de pedir permiso, se pide que “no se estigmatice”. Es la aplicación, casi de manual, de la ventana de Overton (Overton window).

De ahí el recurso contemporáneo a etiquetas supuestamente neutrales como MAP (Minor Attracted Person), diseñadas para sustituir un nombre de carga moral y penal por un rótulo clínico-administrativo. El objetivo no es filológico: es jurídico-político. Si el fenómeno se presenta como condición, se exige comprensión; si se lo empuja hacia identidad, se reclama protección; y cuando se reclama protección, el lenguaje antidiscriminación se vuelve ariete cultural.

El eufemismo no absuelve el acto, pero puede crear el clima para que el juicio se avergüence de existir. Y cuando el juicio se avergüenza, la ley se vuelve tímida.

V. EL ALIBI TÉCNICO: PSIQUIATRÍA, DSM Y LA BATALLA POR LA CATEGORÍA

En el mundo moderno, la técnica se ha convertido en un nuevo clero: habla con autoridad, y se la obedece incluso cuando no manda. Por eso, el lenguaje clínico se vuelve refugio: no para legalizar un crimen, sino para neutralizar el juicio y desplazar el debate desde la justicia hacia la gestión.

Un hecho documental importa para evitar confusiones interesadas: tras la publicación del DSM-5 se corrigió el uso de “orientación” en relación con pedofilia, aclarando que debía decir “interés sexual”, no “orientación”. Y la American Psychological Association ha subrayado públicamente el daño inherente del sexo entre adultos y niños.

Lo grave no está sólo en el texto, sino en el uso cultural del tecnicismo. Cuando una sociedad aprende a hablar de lo moral con vocabulario terapéutico, el acto ya no se juzga: se contextualiza. El agresor deja de ser culpable y se vuelve portador de una condición. El menor deja de ser víctima y se vuelve escenario de un conflicto de discursos. La ley, que debería custodiar con energía, comienza a pedir disculpas por existir.

VI. DERECHO BLANDO (SOFT LAW) Y DERECHO DURO (HARD LAW): EL FRAUDE DE ETIQUETAS

El andamiaje jurídico internacional condena con contundencia la explotación sexual infantil. El problema no es la ausencia de muro, sino la vía por la que se intenta volver el muro poroso sin tocarlo.

La Convención sobre los Derechos del Niño reconoce la responsabilidad de los padres para orientar al niño de modo consistente con sus capacidades evolutivas. El Protocolo Facultativo relativo a venta de niños, prostitución infantil y pornografía infantil obliga a prohibir esas prácticas. En Europa, la Convención de Lanzarote articula criminalización, prevención, protección de víctimas y persecución de perpetradores. Y la Directiva 2011/93/UE fija mínimos penales robustos contra abuso y explotación sexual de menores.

La operación contemporánea rara vez entra por la puerta de la derogación, porque allí perdería. Entra por la puerta lateral del derecho blando (soft law): guías, estándares, matrices, compendios, observaciones, recomendaciones. No obligan como tratado, pero gobiernan el marco interpretativo y educativo. Se invoca el derecho duro (hard law) para declarar “protegemos al niño”, mientras la norma blanda redefine conceptos, prioridades y prácticas de modo que, en la vida real, la protección pierda nervio. No se deroga la ley: se la vacía por interpretación.

La cadena es visible: un estándar fija lenguaje; el lenguaje se vuelve criterio de capacitación, evaluación o financiamiento; migra a currículos y protocolos; se cita como “estándar internacional” en política pública y litigio; y finalmente la administración —y a veces el juez— termina leyendo la ley dura con lentes blandos. No hace falta una conspiración: basta una burocracia. Y eso es más inquietante, porque es más real y más persistente.

VII. EL CABALLO PEDAGÓGICO: DE LA VIRTUD A LA GESTIÓN TÉCNICA

Toda ingeniería de normalización necesita un frente de formación. El derecho penal castiga actos consumados; la pedagogía forma hábitos antes de que exista defensa reflexiva. Por eso la presión no suele entrar por el juzgado, sino por la escuela, por el manual, por el estándar.

El documento “Standards for Sexuality Education in Europe” (2010), elaborado en el ecosistema OMS Europa / BZgA, organiza objetivos por rangos de edad y, para la primera infancia, incluye formulaciones orientadas a normalizar prácticas de exploración corporal y placer, incluyendo la mención explícita de “masturbación temprana” en ese tramo.

Aquí está el punto que completa la crítica con precisión: el problema no es sólo una lógica de reducción de daños, como si la conducta fuera fatalidad que hay que administrar. Con frecuencia, la educación sexual estandarizada moderna desvincula el sexo de la afectividad para tratarlo como función fisiológica gestionable. Se sustituye la educación de los afectos por la gestión técnica de los riesgos; se enseña la mecánica, pero se silencia el vínculo. Ese desplazamiento no es médico: es político. Porque la política, en su sentido más hondo, es antropología aplicada.

Una infancia educada así no queda más libre. Queda más disponible.

VIII. LA TUBERÍA INTERNACIONAL: DEL MARCO A LA COSTUMBRE

La International Technical Guidance on Sexuality Education funciona como guía interagencial para orientar diseño e implementación de educación sexual integral. En el ámbito de derechos humanos, el Compendium on Comprehensive Sexuality Education (2023), publicado por mandatos de procedimientos especiales del sistema ONU, reúne “estándares” y formula exhortaciones a los Estados para garantizar CSE sin discriminación.

A ello se suma el aparato interpretativo: comités y mecanismos de seguimiento producen lecturas que, sin ser tratados, operan como presión reputacional sobre los Estados y como lenguaje disponible para litigio y política pública. El efecto práctico es previsible: la recomendación se vuelve criterio, el criterio se vuelve protocolo, el protocolo se vuelve costumbre administrativa, y la costumbre termina reclamando rango de norma.

Con esa tubería, la guía se vuelve currículo. El currículo se vuelve política pública. La política pública se vuelve criterio judicial. Y el criterio judicial, finalmente, se presenta como si hubiera estado siempre en la ley.

IX. CONCLUSIÓN: DE LA CUSTODIA A LA ACCIÓN

La civilización se sostiene sobre una cláusula no escrita: la fuerza se inclina ante la fragilidad. La ingeniería del consentimiento fabricado intenta invertir esa cláusula con un método elegante: hacer debatible lo indebatible; neutralizar el lenguaje; tecnificar la culpa; pedagogizar la frontera; vaciar el derecho duro (hard law) por vía del derecho blando (soft law).

Pero reconocer la ingeniería es el primer paso de su desmantelamiento. La ley sigue escrita. Los tratados siguen vigentes. La ciudadela existe. Lo que falta no es legalidad: es coraje para invocarla frente a la presión del consenso burocrático.

Ese coraje no es grito: es acto jurídico y cultural. Es exigir que el derecho blando (soft law) sea nombrado por lo que es y no por lo que pretende ser. Es exigir trazabilidad curricular, control público de materiales, transparencia en estándares, responsabilidad administrativa, y presencia real de la tutela natural en la escuela. Es recordar que la patria potestad no es privilegio del padre, sino muralla del menor: derecho natural anterior al Estado y superior a la moda.

Al final, lo que está en juego no es una disputa académica ni un pleito de etiquetas. Es el pacto moral mínimo que sostiene toda polis: la obligación primaria de custodiar a quien no puede defenderse.

La inocencia no se gestiona. Se custodia.

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