La pandemia silenciosa que te enseñó a tratar lo real como intocable

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: Pexels
INTRODUCCIÓN: EL SÍNTOMA CULTURAL
Hay una frase que funciona como lema no oficial de nuestra época. Suena educada, suena pacífica, suena a “no peleemos”. Y, sin embargo, por dentro es una rendición: “Esa es tu verdad”.
Cuando una cultura la adopta como dogma, pasan tres cosas al mismo tiempo: la realidad se vuelve negociable, la identidad se convierte en una tarea infinita y la comunidad se vuelve casi imposible. Ya no discutimos mirando algo común; discutimos como dos personas encerradas en cuartos distintos, gritándose desde paredes opuestas.
No es que tu generación haya perdido la razón. Es que ha respirado —por educación, marketing y tecnología— una premisa vieja con ropa nueva: la idea de que lo real, en su fondo, es inaccesible; y que, por tanto, lo único firme es lo que cada quien construye dentro de su conciencia.
Si uno quiere entender este clima, conviene mirar al arquitecto que trazó los planos de esta clausura mental: Immanuel Kant.
I. EL GIRO: CERRAR LA VENTANA PARA MIRAR EL ESPEJO
Kant no era un relativista de redes sociales. Era un hombre de disciplina severa, un pensador metódico, casi obsesivo, que intentaba salvar la ciencia de su tiempo.
El problema era serio. David Hume había dejado una herida abierta: decía que no vemos la causalidad; vemos sucesos. Vemos la primera bola de billar moverse y después la segunda, pero no vemos “la causa” como algo dado a los ojos. Si Hume tenía razón, el edificio de la ciencia moderna —tan orgulloso de su necesidad y universalidad— quedaba, en el mejor de los casos, como una costumbre psicológica útil.
Kant decide responder con un movimiento audaz, el famoso giro “copernicano”.
Antes, el realismo clásico entendía el conocimiento con una imagen sencilla: la mente como ventana. El mundo está ahí; la inteligencia se abre a él, lo reconoce, se corrige, se ajusta. El objeto manda, el sujeto aprende.
Kant invierte los papeles: sostiene que, para que haya conocimiento, el mundo tal como lo conocemos debe someterse a las condiciones del sujeto. No niega que haya realidad; lo que hace es más fino —y más peligroso—: fija la idea de que la realidad, tal como aparece en nuestra experiencia, está inevitablemente “formada” por nuestro modo de conocer.
En otras palabras: no es que inventemos el mundo, pero sí vivimos dentro de un mundo que no llega “desnudo”. Llega ya con sello.
II. LA ANATOMÍA DEL SISTEMA (En palabras de García Morente)
La exposición más clara, para el lector que quiere entender sin ahogarse, la ofrece Manuel García Morente en La filosofía de Kant. Él nos explica el mecanismo interno del kantismo. No hace falta convertir esto en museo académico; basta captar la estructura.
Primero: no percibimos “en bruto”. Segundo: no pensamos “en vacío”. Y ese doble hecho —sensibilidad y entendimiento— acaba volviéndose una frontera.
1) Las gafas invisibles: espacio y tiempo
Kant afirma que el espacio y el tiempo no son un escenario neutral instalado fuera de nosotros. Son formas de nuestra sensibilidad: el modo inevitable en que recibimos cualquier experiencia.
Imagínalo sin complicaciones: como unas gafas integradas de fábrica. No te las pones; naces con ellas. Todo lo que percibes lo percibes ya espacializado y temporalizado.
El matiz importante —para no caer en caricaturas— es este: eso no convierte lo percibido en ilusión. El fenómeno no es “mentira”. Es real para nosotros. Pero sí significa que nunca tocas la realidad sin mediación: tu primer contacto ya viene formado.
La ventana existe, sí. Pero el vidrio tiene su propio diseño.
2) La fábrica de conceptos: las categoría
Luego viene el entendimiento: pensar. Kant sostiene que la mente no solo recibe datos; los ordena. Los vuelve “objeto” mediante moldes inevitables: categorías como causa, sustancia, unidad, necesidad.
Hume decía: “solo ves sucesión”. Kant responde: “la sucesión se vuelve naturaleza inteligible porque el sujeto aporta la forma”. La ciencia se salva porque hay estructuras previas (a priori) sin las cuales no habría experiencia coherente.
Aquí está la grandeza de Kant y su tentación: el ser humano aparece como legislador del mundo conocido. Morente lo presenta, con admiración, como un “Humanismo de la Cultura”: el sujeto no es un animal arrojado a un universo incomprensible; posee un orden interno capaz de constituir un mundo.
Solo que ese humanismo tiene letra pequeña: el sujeto se vuelve soberano de lo que aparece… y empieza a perder residencia en lo que es.
III. EL MURO DE CRISTAL: FENÓMENO Y NOÚMENO
Aquí conviene hablar sin adornos, porque aquí está el nervio del asunto.
Kant distingue entre el Fenómeno (la cosa tal como aparece bajo nuestras condiciones) y el Noúmeno (la cosa en sí, lo que la realidad es antes de pasar por nuestros filtros).
Kant no dice: “la realidad no existe”. Concede que algo nos afecta. Pero coloca lo decisivo detrás de un vidrio blindado: afirma que la razón teórica no puede conocer la cosa en sí. Puedes conocer con rigor científico el mundo fenoménico —el mundo ya procesado—, pero lo real en su fondo queda fuera de alcance.
¿Y qué pasa entonces con las grandes preguntas? Dios, el alma, la libertad, el sentido último… Kant no las elimina; las reubica como postulados de la fe racional o la moral. El movimiento es elegante. Pero culturalmente ocurre algo inevitable: la gente no hereda matices académicos; hereda hábitos mentales. Y el hábito que queda es este: vivir sin tocar el ser.
Desde ahí, conocer deja de ser encuentro con la realidad profunda y se vuelve administración de apariencias. No porque lo real sea falso, sino porque se vuelve, en lo más serio, intocable.
IV. LA MUTACIÓN: DE LA EPISTEMOLOGÍA A LA ANSIEDAD
Alguien podría objetar con justicia: “Kant hablaba de física y matemáticas. ¿Por qué lo conectas con género, política, identidad o redes?”.
Porque las ideas rara vez se quedan quietas en sus vitrinas. Se filtran hacia abajo. Cambian de ropa. Pierden precisión y ganan potencia social.
Lo que en Kant era una tesis técnica sobre las condiciones del conocimiento, la cultura posterior —pasando por idealismos, relativismos y la pedagogía difusa del siglo XX— lo convierte en una regla de vida. Y cuando esa regla entra en un ecosistema de pantallas, marketing y narcisismo tecnológico, sucede la mutación: la tesis «el sujeto constituye el objeto del conocer» termina degradándose en «el sujeto crea la realidad completa».
Y entonces aparecen síntomas que ya no son académicos, sino existenciales:
- La identidad se vuelve frágil: Si la naturaleza no habla con autoridad, si el cuerpo no puede presentarse como brújula, todo se vuelve «proyecto». Hay quien llama a eso libertad. Pero la experiencia diaria lo delata: es una carga. Tener que inventarse desde cero cada mañana, sostener el propio sentido como quien sostiene una lámpara temblorosa en un vendaval, cansa. No es casual que la ansiedad sea el clima emocional de una generación.
- La comunidad se oscurece: Si no hay acceso a una verdad común —o si ya nadie cree que ese acceso sea posible—, la política deja de ser búsqueda del bien común y se vuelve gestión de poder. No gana quien tiene razón; gana quien tiene la narrativa, la plataforma, el volumen, el algoritmo.
V. ¿ENTONCES PROPONES VOLVER AL REALISMO INGENUO?»
Segunda objeción: “¿Quieres volver a creer que vemos el mundo tal cual es, sin filtros, como si fuéramos cámaras perfectas?”.
No. Eso sería una simplificación infantil.
El realismo serio —el de la filosofía perenne, el realismo crítico, el que defienden pensadores actuales como Danilo Castellano— no ignora los límites. Sabe que el conocimiento humano es falible, que hay mediaciones, que la cultura pesa, que la psicología condiciona. Nadie sensato niega eso.
Lo que afirma es otra cosa: que la inteligencia está hecha para la verdad. Que el ser es anterior al pensar. Que las cosas tienen naturaleza, orden y consistencia propia, y que el conocimiento, aunque trabajoso, puede alcanzarlas de manera real.
Aceptar que la ventana tiene polvo no equivale a declarar que solo existe el espejo.
VI. CONCLUSIÓN: ROMPER EL ESPEJO
La cultura actual te ofrece una libertad barata: la libertad de llamar “real” a lo que sientes. Pero eso no es libertad; es encierro con decoración personalizada. Te dejan pintar las paredes de tu celda y te dicen que por eso eres soberano.
La libertad que sana empieza cuando aceptas algo más simple y más fuerte: que el ser no te pide permiso para existir. Que hay un mundo que no depende de tu autodefinición. Que lo real no se arrodilla ante tu estado de ánimo.
Las cosas son. Y porque son, pueden sostenerte.
La realidad no es un obstáculo que neutralizar para que nada frene tu deseo. La realidad es el suelo firme donde puedes caminar sin inventar el piso a cada paso. El mundo no es tu proyección: es tu casa posible. Y la verdad no es una violencia contra ti: es la luz que te devuelve el camino.
El primer acto verdaderamente revolucionario hoy es volver a abrir la ventana.
