Eclipse de lo eterno

COP30: del fin último a la administración del mundo

Por Oscar Méndez Oceguera1

Imagen ilustrativa: Vatican News

El 7 de noviembre de 2025, la intervención de la Santa Sede en la COP30 de Belém dejó de ser un mero acto diplomático para convertirse en un acontecimiento revelador. No por la novedad de sus temas ni por la audacia de sus propuestas, sino por lo que permitió entrever acerca del lugar que la palabra eclesial ocupa hoy en el foro del mundo. 

Hay textos que no marcan época por lo que proclaman, sino por lo que delatan. No anuncian una ruptura: la documentan. No formulan una nueva doctrina: exhiben, casi sin proponérselo, un desplazamiento en el eje que ordena su lenguaje y sus fines. Por eso, el interés de Belém no reside únicamente en qué se dijo, sino en desde dónde se habló y hacia dónde se orientó el conjunto.

Belém ofrecía el escenario simbólicamente perfecto para una revelación así: el calor espeso del Amazonas y, frente a él, la coreografía fría de la diplomacia global; delegaciones, cifras, protocolos, compromisos progresivos, fórmulas consensuadas que buscan gobernar la historia mediante la administración del riesgo. En ese contexto, la palabra de la Iglesia no irrumpió como juicio; se integró con naturalidad en la gramática del foro.

El mensaje del Santo Padre León XIV —pronunciado por el Cardenal Secretario de Estado, Pietro Parolin— exhortó a “abrazar con valentía esta conversión ecológica en pensamiento y acción”, “teniendo en cuenta el rostro humano de la crisis climática”. 

En el mismo pasaje, el texto pidió que esa conversión inspire “el desarrollo de una nueva arquitectura financiera internacional centrada en el ser humano” y que dicha arquitectura tenga en cuenta “el vínculo entre la deuda ecológica y la deuda externa”. 

Nada de esto resulta sorprendente en su mera superficie: la Iglesia ha reflexionado durante más de un siglo sobre la cuestión social, la pobreza, la paz, la justicia económica y el orden internacional. El problema no está en el repertorio temático; está en la estructura íntima del acto. No se discute la legitimidad moral del cuidado de lo creado. Se discute su rango cuando la Iglesia habla al mundo como Iglesia: qué jerarquía de bienes presupone, qué fin último gobierna la palabra pública, y qué queda —por contraste— relegado al silencio.

La tradición escolástica lo expresa con una sobriedad que no admite concesiones: omne agens agit propter finem. El fin no acompaña a la acción como adorno retórico; la constituye desde dentro. Es causa de las causas: fija la especie del acto aun cuando el vocabulario permanezca intacto.

Cuando el fin último queda implícito, desplazado o reducido a una referencia lateral, todo el edificio se reordena. Y cuando el horizonte explícito del discurso se cierra en la historia administrada —en la preservación, la estabilidad, la gestión— emerge un riesgo que no es táctico ni circunstancial, sino teleológico: la inmanentización del eschaton.

El síntoma metafísico y la metabasis eis allo genos

El discurso de Belém se organiza alrededor de dos ejes presentados como imperativos morales: la urgencia de una “conversión ecológica” y la necesidad de reformar estructuras financieras internacionales.  El problema, sin embargo, no es temático. Es arquitectónico.

La teología clásica distingue con precisión entre el objeto material de un acto y su causa final. Un mismo contenido puede pertenecer a actos esencialmente distintos según el fin al que se ordene. Por eso la pregunta decisiva no es “¿se habla de ecología?” sino “¿qué fin gobierna el conjunto de la palabra pública?”.

Cuando el mensaje exhorta a “abrazar con valentía esta conversión ecológica en pensamiento y acción”, la categoría “conversión” aparece investida de densidad moral máxima, pero orientada a una praxis predominantemente intramundana.  No se trata de negar que haya deberes morales hacia la creación; se trata de advertir la mutación que ocurre cuando el lenguaje propio del orden soteriológico se convierte en columna vertebral de un horizonte que, en su forma pública, se define por categorías de administración global.

Aquí se perfila una metabasis eis allo genos: un salto de género. La voz profética —cuyo oficio es juzgar la historia desde lo eterno— adopta la gramática de la razón instrumental. Ya no se presenta, ante todo, como palabra que mide los fines; aparece como palabra que sugiere medios.

No hace falta declarar que la salvación ya no importa. Basta con que el acto público se ordene como si el punto de gravedad moral estuviera situado en el plano de la preservación histórica. El cambio no se impone por negación, sino por desplazamiento. Y ese desplazamiento altera el tipo de autoridad que se ejerce.

Inversión teleológica y pelagianismo semiótico

La jerarquía clásica de bienes es implacable: los bienes creados son medios; el Bien increado es el fin. Ninguna realidad intramundana puede constituir el término último de la vocación humana. Esta tesis no es un “exceso” espiritual: es una descripción ontológica del deseo humano, que no se sacia con lo finito.

Sin embargo, el texto de Belém opera funcionalmente como si la estabilidad climática pudiera asumir, en el foro público, el rango de bien rector. No lo proclama como dogma; lo establece por centralidad. El lector percibe que el orden del discurso gravita hacia una urgencia histórica que, por su gravedad moral, tiende a reordenar todo lo demás.

El término “conversión” —en su sentido propio— nombra un giro ontológico: retorno de la voluntad a su Principio. Cuando esa palabra se emplea como llamada axial para una praxis histórica administrable, ocurre un desplazamiento: se conserva el prestigio del signo y se modifica su objeto. 

De ahí lo que puede llamarse un pelagianismo semiótico. No se niega formalmente la gracia; se la vuelve irrelevante en la lógica operativa del texto. Se pide valentía, se pide transformación, se pide responsabilidad; pero el motor práctico aparece como articulación de políticas, mecanismos, consensos y arquitecturas. La salvación del mundo se expresa, de hecho, como tarea ascética de gestión: reformas, reingenierías, sincronizaciones multilaterales.

El drama del pecado original —que en la tradición nombra una fractura del orden del amor y de la razón— queda desplazado por una lectura de “errores corregibles”: mala gestión, miopía política, egoísmos colectivos. La redención se vuelve reforma; la esperanza se vuelve plan; la penitencia se vuelve meta. Todo puede conservar un vocabulario moral, pero sin que lo sobrenatural aparezca como principio formal que ordene el conjunto.

La consecuencia no es trivial: una moralidad sin trascendencia explícita puede producir disciplina; pero la conversión, para ser tal, requiere el Bien último como fin. Sin esa ordenación, el término “conversión” queda reducido a una metáfora de reorientación intrahistórica.

Auctoritas, potestas y la gramática de la gestión

Aquí se vuelve decisiva la distinción clásica —formulada con precisión por Álvaro d’Ors— entre auctoritas y potestas: la primera conduce por participación en la verdad; la segunda gobierna por capacidad de imponer. La Iglesia pertenece, por esencia, al orden de la auctoritas moral: su fuerza no reside en la coacción, sino en la luz de una ley que no inventa ni negocia.

En Belém, el discurso entra de lleno en el registro de la ingeniería institucional al pedir “una nueva arquitectura financiera internacional centrada en el ser humano” y al exigir que esa arquitectura considere “el vínculo entre la deuda ecológica y la deuda externa”. 

La cuestión no es si la economía tiene dimensión moral. La tiene. La cuestión es qué sucede cuando el acto público de la Iglesia se desplaza hacia la prescripción de instrumentos y diseños: ya no juzga principalmente los fines, sino que se presenta participando en la elaboración del sistema.

El resultado es un riesgo de erosión: opinar sobre lo opinable —sobre arquitecturas técnicas contingentes— expone la palabra eclesial a un tribunal ajeno, el de la razón instrumental. En ese terreno, la verdad ya no se reconoce por su superioridad moral, sino por su eficacia. Y lo que no es verificable por métricas se degrada a retórica.

Entonces la auctoritas corre el peligro de disolverse en expertise. La Iglesia deja de ser conciencia del soberano y pasa a ser asesora del procedimiento. Y en un mundo procedimental, hablar desde dentro equivale, aunque sea tácitamente, a aceptar que la legitimidad se mide por forma y consenso: la legalidad pretende producir moralidad.

En la modernidad tardía, la legitimidad ya no se funda en justicia, sino en procedimiento. El consenso reemplaza a la verdad. Cuando se bendice el procedimiento sin denunciar sus premisas antropológicas, el silencio deja de ser neutral: opera como adhesión.

El bien común degradado y la tentación del Leviatán

En la doctrina perenne, el bien común no es un promedio estadístico ni una suma de intereses. Es el bien del orden: el conjunto de condiciones que permite a la comunidad vivir virtuosamente y, por esa vía, orientarse hacia el fin que supera a la comunidad misma.

La paz temporal es un bien real, pero instrumental. Sirve para que el hombre viva rectamente. Y la rectitud humana —si se habla con realismo metafísico— está ordenada a algo que no cabe en el Estado ni en el planeta: la beatitud.

Cuando el bien común se redefine como supervivencia biológica y equilibrio financiero, la política se reduce a gestión de la especie. La antropología se adelgaza: el hombre aparece como nodo biológico de un ecosistema, y su destino se interpreta como permanencia.

A la par, se legitima la tentación del Leviatán tecnocrático. Porque si el bien supremo es la preservación administrable, el mecanismo lógico es la centralización. Y si el problema es global, el reflejo automático es la gobernanza supranacional: una estructura que absorbe lo concreto para administrarlo. La subsidiariedad se vuelve ornamento y las comunidades naturales —familia, municipio, cuerpos intermedios, patria— se perciben como fricción.

Pero el bien común no nace de la homogeneidad administrativa. Nace del orden justo. Y el orden justo no se funda en estadísticas, sino en una medida anterior a la voluntad.

Reserva escatológica: la caridad política como realismo

El análisis conduce a una conclusión inevitable: el mensaje de Belém manifiesta, como patología teológico-política, un debilitamiento de la reserva escatológica.

La reserva escatológica no es evasión ni desprecio del mundo. Es realismo metafísico: recordar que la historia no es el Reino, que la paz temporal no es la paz última, que la política no puede absolver, que el planeta no puede sustituir al Cielo.

Cuando la Iglesia intenta salvar la historia desde dentro de la historia mediante la gramática del poder secular, corre el riesgo de convertirse en capellanía del Leviatán tecnocrático: sacerdocio de la administración global. La verdadera caritas politica, en cambio, exige lo contrario: recordar al mundo sus límites ontológicos; sostener que no hay paz verdadera —tranquillitas ordinis— sin sujeción al Ordenador; afirmar que la justicia no nace del procedimiento, sino de una ley anterior a la votación; mantener intacta la jerarquía de fines.

Todo lo demás puede ser útil, incluso necesario, pero no rector. Puede mejorar condiciones de vida, pero no sustituir la vida del alma. Puede ordenar medios, pero no fabricar fines.

De otro modo, la historia repite Babel con nuevos materiales: el intento de alcanzar el cielo mediante ingeniería humana, olvidando una verdad elemental que la tradición no ha dejado de proclamar.

El cielo no se conquista.
Se recibe.

¹ El autor agradece a un colaborador anónimo su lectura crítica y sugerencias editoriales.

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