El umbral de fragilidad

México ante la auditoría de 2026: cuando la geografía deja de bastar

Por Oscar Méndez Oceguera

Imagen ilustrativa: Pexels

En ciertos días de diciembre, la Ciudad de México se comporta como un organismo que aprendió a ocultar su cansancio. Hay luces en el Zócalo, compras urgentes, la mecánica de la fiesta; y, sin embargo, para quien sabe mirar, hay una calma que no es paz, sino suspensión. Como si el país respirara en la superficie mientras, debajo, sus placas se reacomodan con esa fricción muda que precede a los cambios de época.

A finales de 2025, México no parece estar en crisis. Ese es el peligro. Las crisis son ruidosas: convocan reformas, movilizan discursos, producen cifras dramáticas. Lo mexicano —en este umbral— se parece menos a una caída y más a un desgaste: una forma de fatiga que se normaliza hasta volverse invisible. El sistema funciona, sí, pero cada vez más por inercia, como una maquinaria antigua: con piezas que siguen girando aun cuando ya no hay margen de error.

A esa condición —cuando un país depende menos de su fuerza y más de su fortuna— se le puede dar un nombre preciso: umbral de fragilidad. No es un umbral moral ni sentimental. Es estructural: la frontera que separa a un Estado capaz de producir orden del Estado que, para sobrevivir, necesita que “no pase nada”.

La auditoría inevitable. Y 2026 es el año en que pasan cosas.

El calendario, por una vez, no es metáfora. La revisión del T-MEC el 1 de julio de 2026 no será un ritual jurídico; será una prueba de estrés regional. La cláusula de revisión existe para evaluar continuidad y, en su caso, extender el acuerdo por 16 años; si no hay acuerdo, el tratado entra en un ciclo de revisiones anuales con fecha de caducidad más adelante.  En la década que comienza, el comercio ya no se discute como en los noventa: ya no es la liturgia de la eficiencia; es el idioma de la seguridad.

La pregunta para México no será solo cuánto vende, sino si puede cumplir: si su logística es trazable, si sus corredores son transitables sin peaje criminal, si su energía basta para sostener industria y datos, si su administración decide con plazos humanos y no con la eternidad burocrática, si su ley opera como forma estable —previsible— o como herramienta movediza.

Durante años, México vivió de un silogismo tranquilizador: la geografía es destino. Si Estados Unidos se desacopla de China, México será el beneficiario natural; si las cadenas se reordenan, México recibirá la ola. Fue un razonamiento cómodo: permitía creer que el país podía continuar con sus defectos tradicionales y aun así ser salvado por su ubicación.

Esa ilusión se agota. La geografía abre la puerta, sí; pero ya no garantiza la permanencia. El mundo —y en particular Norteamérica— ha empezado a distinguir con precisión cruel entre la ventaja pasiva de estar cerca y la ventaja activa de ser confiable. Entre estar y ser. Y esa diferencia es el centro de la auditoría que viene.

La aritmética del estancamiento

Hay cifras que parecen pequeñas y, sin embargo, tienen consecuencias históricas. Crecer alrededor de 1% anual en un país con la demografía de México no es “malo” por orgullo; es insuficiente por aritmética. Significa moverse sin corregir: no absorber empleo formal al ritmo necesario, no elevar productividad con el vigor requerido, no ampliar base contributiva sin estrangular a los cautivos, no financiar bienes públicos sin recurrir a parches.

Y aquí conviene poner, sin gritar, los números sobre la mesa: la OCDE proyecta para México un crecimiento de 1.2% en 2026 (tras 0.7% en 2025), y el FMI estima un repunte hacia 1.5% en 2026 (tras 1.0% en 2025).  El margen fiscal llega estrecho: los documentos del Paquete Económico describen una trayectoria donde los Requerimientos Financieros del Sector Público bajan del orden de 4.3% del PIB en 2025 a ~4.1% en 2026, con el costo financiero como mordida persistente.  Y debajo de la macro, la cifra que define el país real: la tasa de informalidad laboral se ubicó en 54.8% (noviembre 2025). 

Con esos márgenes, la economía no se detiene: se segmenta. Aparece una capa conectada al comercio exterior, al financiamiento estructurado, a cadenas formales; y otra —mucho mayor— que vive del mercado interno con productividad baja, crédito escaso, seguridad inestable y reglas que cambian demasiado. Esa segunda capa no hace discursos: se defiende.

La informalidad suele describirse como patología cultural. Es más severo: es un mecanismo racional de supervivencia cuando el orden se percibe como imprevisible o costoso. La informalidad no es solo “estar fuera”; es la manera de existir cuando entrar al sistema equivale a exponerse a trámites interminables, a extorsiones administrativas o a litigios que dependen más del clima que de la norma.

Aquí hay una verdad que rara vez se formula con crudeza: la economía formal no prospera en ausencia de forma. Y “forma” no es adorno: es la ley como estructura estable, la administración como decisión, el Estado como autoridad que ordena y no solo como aparato que opera.

La física no negocia: energía, agua y el “wait-shoring”

En los salones donde se presume una cartera de inversiones, el nearshoring se presenta como victoria inevitable. Pero la industria avanzada —la que paga salarios altos, trae tecnología y exige cumplimiento— no se instala por simpatía: se instala por condiciones materiales.

Ese es el punto que vuelve frágil cualquier narrativa: la termodinámica no atiende a la propaganda.

Los proyectos industriales y digitales de la nueva década tienen un hambre simple y devastadora: electrones. Necesitan energía firme, transmisión, interconexión; permisos que no se conviertan en laberintos; y seguridad física para mover insumos y exportar producto. Y necesitan agua: no como consigna ambiental, sino como factor de continuidad operativa.

En ese mundo, la pregunta ya no es si México tiene mano de obra barata. Es si México tiene infraestructura suficiente para no convertirse en una fábrica a medias: plantas que no arrancan, expansiones que no se conectan, inversiones que se anuncian pero no se ejecutan.

Por eso el nearshoring, para México, corre el riesgo de transformarse en algo más humillante: “wait-shoring”. Capital que no huye, pero espera. Y la espera —silenciosa— envenena el futuro sin hacer ruido en el presente.

A esta ecuación se le suma una variable que el Estado no controla, pero sí padece: el precio del petróleo. El Banco Mundial prevé un 2026 de crudo más barato (Brent alrededor de 60 USD/barril), y la EIA incluso anticipa que el Brent promedie cerca de 55 USD/barril a lo largo de 2026, con inventarios globales en aumento.  Menor precio implica menor oxígeno fiscal petrolero y mayor importancia de coberturas, disciplina financiera y, sobre todo, inversión en aquello que de verdad sostiene productividad interna (energía, transmisión, logística, salud).

Seguridad: el impuesto clandestino y la condición de pertenencia

Sería un error creer que el cuello de botella es solo eléctrico. Hay otro, más corrosivo: el territorial.

La inseguridad, en términos económicos, no es únicamente violencia. Es un impuesto clandestino. Es un arancel privado que encarece todo: robo en carreteras, extorsión a comercios, captura de rentas en rutas y puertos. Todo se traduce en costos, tiempos muertos, pérdida de escala, informalidad.

Y aquí la auditoría de 2026 adquiere su filo: para Estados Unidos, la cadena de suministro es extensión de su seguridad. Un país que no puede garantizar rutas mínimamente blindadas no es solo “un socio con problemas”: es un riesgo sistémico para la resiliencia de Norteamérica. Por eso el comercio deja de ser solo comercio: se vuelve verificación de origen, de trazabilidad, de cumplimiento, de continuidad.

México ha confundido con frecuencia seguridad con despliegue. La seguridad que importa al desarrollo es una arquitectura: inteligencia financiera (seguir el dinero), capacidad de investigación (sostener casos), control efectivo de corredores, coordinación multinivel que no sea teatro, y justicia mínimamente predecible. Sin monopolio real de la fuerza legítima, el Estado no “falla”: se reduce a contención. Y contención es el nombre elegante de la impotencia.

Campo: asistencia o productividad, estabilidad o vulnerabilidad

Los análisis tecnocráticos suelen tratar el campo como capítulo social. En realidad, el campo es infraestructura de estabilidad.

Un país puede permitirse hablar de macroeconomía cuando su base alimentaria es resiliente. Cuando no lo es, cualquier choque externo (clima, energía, logística, tipo de cambio) se vuelve shock interno: precios, tensión social, conflicto distributivo. En ese sentido, convertir la asistencia en productividad agrícola no es únicamente justicia social: es blindaje macroeconómico. Es soberanía material en el sentido más sobrio: capacidad de resistir.

México tiene, en el campo, un dilema gemelo al de la industria: formalización y escala. Sin crédito técnico y sin cadenas de valor —sin agua gestionada con realismo, sin tecnificación donde sea posible, sin seguridad en rutas y sin mercado con reglas— el campo queda atrapado entre el asistencialismo y la sobrevivencia. Y entonces el país importa, paga, se vulnera.

Turismo: reputación como activo y seguridad como infraestructura

El turismo suele aparecer como motor “que todavía funciona”. Y es cierto: México conserva una ventaja rara, incluso cuando se empeña en erosionarla. Pero el turismo tratado como simple captación de visitantes se convierte en enclave: derrama sin formalización, empleo precario, dependencia de pocos corredores.

Un turismo estratégico es otra cosa: es un plan territorial que entiende que la reputación es un activo económico y que la seguridad es su infraestructura. También es un laboratorio: allí se prueba, a escala regional, lo que significa gobernar con métricas, con coordinación, con prevención. Un país incapaz de asegurar zonas turísticas no solo pierde divisas: pierde narrativa de confiabilidad, y la confianza es lo que 2026 vuelve moneda dura.

IA: no un sector, sino el cambio de régimen

Cualquier diagnóstico 2026–2030 que deje fuera la Inteligencia Artificial se queda en el siglo anterior.

La IA no es un “sector emergente”. Es un cambio de régimen productivo: administración, logística, derecho, salud, manufactura, seguridad. Y tiene una lógica dura: elevará productividad donde exista orden —datos, procesos, talento— y dejará atrás donde domine la informalidad. No será neutral: amplificará lo que ya existe. Puede ser palanca o acelerador de desigualdad productiva.

Por eso no basta con atraer centros de datos. Se requiere energía confiable, reglas claras, conectividad real, capital humano, y un Estado que opere con la disciplina mínima para que la economía de datos no sea rehén del laberinto administrativo. La paradoja es evidente: la revolución que muchos imaginan como “privada” vuelve a exigir un Estado funcional, aunque no necesariamente un Estado grande: un Estado legible.

La salida real: la certeza como motor

Todo conduce a una conclusión severa y, por eso mismo, útil. México no puede gastar su camino hacia la prosperidad cuando el margen fiscal se estrecha; no puede decretar crecimiento sin confianza; no puede competir en IA sin energía y sin orden. Entonces, ¿qué puede hacer?

Puede hacer lo único que no requiere billones: construir certeza.

Y certeza no es consigna: es arquitectura. En el corto plazo, tres palancas tienen retorno desproporcionado porque cuestan menos que la inacción:

Primero, disciplina administrativa verificable: plazos fatales, trazabilidad pública, digitalización que reduzca discrecionalidad. El permiso no puede ser un pantano; debe ser un procedimiento con tiempo. En un país donde el tiempo y la incertidumbre se volvieron impuestos invisibles, reducirlos es el estímulo más barato.

Segundo, corredores logísticos certificados: seguridad como activo económico, no como discurso. Rutas prioritarias con mando unificado, tecnología, métricas públicas y consecuencias. Si la revisión de 2026 es auditoría de confiabilidad, México debe ofrecer confiabilidad en forma de infraestructura y resultados, no en forma de promesas.

Tercero, realismo energético: transmisión e interconexión aceleradas, con inversión donde sea posible y regulación donde sea necesario, para que los electrones dejen de ser el cuello de botella del futuro. Sin energía firme, el nearshoring y la IA son literatura; con energía, se vuelven salarios.

No es ideología: es física y administración.

Epílogo: poder, autoridad y forma

Hay una distinción final que decide el sentido completo del diagnóstico. Un país puede tener poder y carecer de autoridad. Puede mandar y, aun así, no ordenar. Puede operar como aparato sin gobernar como Estado.

Cuando la ley se percibe como instrumento —y no como forma estable— la sociedad responde con defensas: informalidad, evasión, refugio, cinismo. La economía, en ese caso, no es el problema: es el síntoma.

Por eso 2026 no es solo una revisión comercial. Es una auditoría de Estado. El T-MEC, la IA, la energía, el campo, el turismo y la seguridad dependen de un fundamento previo: que exista un orden previsible donde las personas puedan orientar su vida sin miedo a la arbitrariedad.

La pregunta final no es cuánto creceremos. Es si el país recuperará forma.

Porque el encadenamiento es simple y despiadado:

Sin certeza no hay inversión.
Sin inversión no hay productividad.
Sin productividad no hay salario real sostenible.
Sin salario real sostenible no hay paz social estable.
Sin paz social estable, el Estado se reduce a contención.

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