La modernidad eléctrica que México encendió antes del petróleo… y la paradoja de haberla olvidado

Por Oscar Méndez Oceguera
Imagen ilustrativa: CONOCE | Facebook
I. El día que la ciudad despertó con zumbido
El amanecer del 15 de enero de 1900 tuvo un sonido distinto.
En la avenida de Chapultepec un convoy pequeño, amarillo pálido, dejó oír un timbre metálico y alegre, y las gorras de los policías se movieron al unísono: el primer tranvía eléctrico salía hacia Tacubaya. La multitud lo miró pasar con asombro casi religioso: un carruaje que avanzaba sin mulas, sin humo, sin látigo. “Parece que camina solo”, decían los niños, y no estaban tan equivocados: era el primer vehículo autónomo del siglo mexicano.
Porfirio Díaz observó aquel ensayo como quien ve abrirse una ventana al porvenir. No era solo un invento: era la electricidad domesticada, convertida en servicio público. En los postes del Paseo de la Reforma temblaban los cables como cuerdas de un arpa que tocaba el futuro.
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II. Los tranvías de bolitas
Durante décadas, los tranvías de bolitas fueron la música de fondo de la capital.
De madera barnizada, con cortinas de lona enrollable, bancos largos de pino y un letrero numerado con pequeñas esferas pintadas —de ahí su nombre—, eran vehículos con alma.
El conductor, con gorra azul y bigote serio, hacía sonar la campanilla antes de arrancar: trin-trin, un timbre que se colaba por las calles de Bucareli o San Cosme como si anunciara la misa del movimiento.
La gente se subía al vuelo: señoras con sombreros, obreros con su lonche envuelto en periódico, estudiantes que saltaban desde la banqueta con el pie ya en marcha. Los más osados viajaban “de aguilita”, colgados de las barandillas posteriores, sintiendo el viento en el rostro y el orgullo de ir gratis.
En los atardeceres, los carros pasaban chorreando luz. Las chispas de la catenaria caían como luciérnagas sobre los charcos, y los niños competían por contarlas. Aquello, más que transporte, era un teatro ambulante de la vida popular.
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III. México, capital eléctrica
En 1905, la planta hidroeléctrica de Necaxa dio energía suficiente para iluminar la capital y mover todos los tranvías. El agua del río se convertía en movimiento; los cables eran las arterias de una ciudad que, por primera vez, respiraba electricidad pura.
Aquel sistema colocaba a México entre las primeras veinte ciudades del mundo con transporte eléctrico público. Mientras Roma aún olía a carbón y París convivía con caballos, el Distrito Federal ya se movía con energía limpia.
La gente lo sabía: “Vea usted qué silencio tan decente”, decía una señora de rebozo mientras el tranvía deslizaba sus ruedas de acero por la avenida Juárez. Era un silencio civilizado: la modernidad sin ruido.
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IV. El esplendor cotidiano
Los cronistas de la época hablaban de los “tranvías de los enamorados”, donde las parejas fingían distraerse para rozarse las manos; del tranvía de las ocho, repleto de obreros que dormían de pie; del tranvía de Xochimilco, que llevaba novios y canastas de flores hasta el embarcadero.
Los boletos se picaban con una perforadora de bronce, y muchos los guardaban como amuletos: prueba de un viaje y de una época en que moverse era aún un acto de confianza.
A veces, cuando llovía, el aire olía a ozono y a madera húmeda, y el hilo eléctrico crepitaba sobre la cúpula de los templos. Era, literalmente, el perfume del progreso.
La gente se sentía parte de algo mayor, aunque no supiera definirlo. Había una dignidad tranquila en llegar al trabajo en un vehículo que no contaminaba y que, sin saberlo, anticipaba los debates del siglo XXI.
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V. Del zumbido al pistón
Pero el tiempo del silencio no duró.
En los años cincuenta, el rugido de los motores comenzó a dominar el aire. Los rieles se levantaron como si fueran arrugas del pasado; los cables fueron cortados; el asfalto se impuso como religión.
Los gobiernos creyeron que el automóvil era el nuevo ciudadano ejemplar. Se multiplicaron los camiones de diésel, y los tranvías —que podían haber sido el orgullo ecológico del país— fueron enviados al desguace.
Los últimos sobrevivieron hasta 1979, con los viejos carros pintados de verde y crema. Cuando el último tranvía eléctrico hizo su viaje final hacia Tlalpan, la ciudad entera entró simbólicamente al siglo del ruido.
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VI. Lo que se perdió
Si la red eléctrica porfiriana se hubiera conservado, la Ciudad de México sería hoy un laboratorio mundial de movilidad limpia.
Calculemos con humor serio: cada tranvía eléctrico emite menos de la mitad del CO₂ que un autobús diésel. Si hubiéramos mantenido ese sistema desde 1950, el país habría evitado, por estimaciones razonables, más de veinte millones de toneladas de carbono.
Pero la pérdida mayor no es la ambiental: es espiritual. Perdimos una forma de civilización: el arte de viajar juntos. El tranvía enseñaba paciencia, convivencia, respeto por el espacio ajeno y por el tiempo compartido. El motor individual, en cambio, educó la prisa y el claxon.
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VII. El eco que queda
Quedan aún algunos trolebuses eléctricos, herederos humildes de aquel linaje.
Recorren Eje Central o Izazaga con la dignidad de los últimos caballeros de una orden extinta. Su zumbido metálico parece decirnos: “Todavía se puede.”
Son pocos, casi simbólicos, pero cada uno recuerda que el país ya supo moverse sin humo. Que hubo un tiempo en que la electricidad era sentido común, no promesa ecológica.
A veces, al atardecer, un trolebús se cruza con un tráiler, y parece que dos siglos se miran sin reconocerse.
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VIII. El juicio del tiempo
No hace falta elogiar al dictador para reconocer una evidencia histórica:
Porfirio Díaz entendió algo que nosotros olvidamos.
Comprendió que la electricidad no era un lujo, sino el lenguaje del progreso limpio. Mientras otros países seguían arando con vapor, México domesticó el rayo.
Después lo soltó.
Y ahora, más de un siglo después, intentamos —con proyectos, foros y políticas verdes— volver al punto de partida.
Quizá haya llegado el momento de admitirlo sin rubor:
Porfirio tenía razón.
La electricidad era la opción, y lo sigue siendo.
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Epílogo
Cuando los jóvenes lean esto, quizás sonrían incrédulos: “¿Tranvías eléctricos en 1900?”
Sí. Existieron, zumbaban, brillaban, olían a madera y a cobre.
Y nos recordaban que la modernidad no consiste en correr más, sino en moverse mejor.
Alguna vez México fue una ciudad que respiraba electricidad.
Tal vez el futuro —si tiene algo de justicia— sea volver a escuchar ese timbre antiguo que dice:
trin-trin… suba, señor… suba, señora… que el progreso no hace ruido.

Muchas veces es mejor dar un paso, dos o más, hacia atrás, que seguir adelante sin saber con certeza hacia dónde nos dirigimos .
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