El ocaso positivista

Del simulacro wilsoniano a la gnosis tecnocrática

Por Oscar Méndez Oceguera

Imagen ilustrativa: Stratega

El alba que no llegó

Europa creyó haber encontrado en Woodrow Wilson al arquitecto de la paz eterna.
Cuando desembarcó en el viejo continente en 1919, fue recibido no como un político, sino como un redentor laico.

Londres, París y Roma lo aclamaban con fervor casi religioso.
Las multitudes lo vitoreaban, la prensa lo llamó “el apóstol de la paz” y Roma, en un gesto simbólico, le concedió la ciudadanía honoraria.

El programa de los Catorce Puntos prometía una era sin violencia, un amanecer de humanidad reconciliada bajo la razón.

Pero lo que se presentó como un alba resultó ser un espejismo.
La historia, siempre más honesta que los discursos, se encargó de recordarlo.
Wilson no fue el arquitecto de la paz, sino el síntoma de una enfermedad más profunda: la ilusión moderna de que el mundo puede sostenerse sin Dios.

El alba incompleta: Wilson como síntoma

La figura de Wilson encarna la soberbia de la modernidad política: la pretensión de redimir al hombre mediante la administración racional.

Su “paz perpetua” no fue un tratado, sino una escatología secularizada; una utopía horizontal que quiso sustituir el orden divino por el contrato positivista.

El fracaso de su proyecto no fue de ejecución, sino de principio.
La política, al desligarse del bien común trascendente, se transformó en liturgia del poder.
Wilson soñó con erradicar la guerra, pero terminó consagrando la fe moderna en la burocracia de la salvación.

La arquitectura de la utopía: de Kant al Diktat

El wilsonismo no surgió de la nada.

Su genealogía remite a Kant y a su célebre ensayo Sobre la paz perpetua (1795): el intento de fundar la concordia sobre la razón instrumental, no sobre la verdad.

Kant ofreció la teoría; Wilson quiso construir la catedral.

Ambos confundieron la tranquillitas ordinis —la paz como fruto del orden justo— con la simple ausencia de conflicto.

De esa raíz filosófica brotó el tratado de Versalles, el “Diktat” de 1919: una paz sin autoridad, impuesta por la fuerza de los vencedores.

El mundo creyó firmar la paz perpetua; en realidad, firmó la tregua que incubaría la siguiente guerra.

El sueño fracasado de la razón

La Liga de las Naciones, creación predilecta de Wilson, pretendía ser la catedral institucional de la racionalidad internacional.

En su seno, las naciones debían resolver los conflictos por la vía del diálogo.
Pero sin un criterio trascendente de justicia, toda negociación se convierte en un equilibrio de intereses.

Lo que se llamó diplomacia era, en el fondo, un politeísmo de egoísmos.
La historia del siglo XX lo demostró con cruel claridad: el tratado de paz más idealista engendró el conflicto más devastador.

Panem et circenses: la liturgia del vacío

Los romanos decían que al pueblo se le domina con pan y circo.
Hoy, el circo es digital y el pan es informativo.

Juvenal describió una técnica; nosotros asistimos a una teología del simulacro.
El entretenimiento, el escándalo y la indignación prefabricada son el opio de una sociedad que ha perdido su anclaje en el Ser.

El objetivo del espectáculo moderno no es distraer al ciudadano, sino disolverlo.
En el ruido constante, el hombre olvida que existe la verdad y que tiene el deber de buscarla.
El circo contemporáneo —sea político, mediático o virtual— no busca el silencio de la conciencia, sino su anestesia.

La cultura woke ha elevado esta dinámica a sistema moral: convierte la emoción en dogma, el sentimentalismo en criterio ético y la consigna en sacramento.

No se exige pensar, sino sentir correctamente.

Y quien no participa del rito colectivo es excomulgado en nombre de la tolerancia.
El resultado es un pueblo dócil, moralmente satisfecho, espiritualmente vacío.

La gnosis de la gestión: tecnocracia y régimen de verdad

El fracaso de la utopía democrática dio paso a la utopía tecnocrática.
Hoy el poder ya no se presenta como soberanía del pueblo, sino como administración de expertos.

La autoridad no se legitima por el bien, sino por la gestión.

Esta es la nueva gnosis: una élite que, en nombre de la ciencia y la seguridad, pretende gobernar por encima de la ley natural.

Los conceptos nobles —salud pública, cambio climático, igualdad de género, lucha contra la desinformación, inclusión social— se han vuelto llaves semánticas del control.
Son los nuevos nombres de una vieja tentación: el dominio universal bajo la apariencia del bien.

La gestión se vuelve dogma.

El lenguaje se purifica, las palabras se reeducan: ya no existen hombres y mujeres, sino identidades fluctuantes; ya no hay padres ni madres, sino “progenitores”; ya no hay pecado, sino “discurso de odio”.

El poder gnóstico no se impone con violencia, sino con léxico.

Y así, bajo la bandera de la inclusión, se inaugura la dictadura de la neutralidad moral: un mundo incapaz de llamar bien al bien y mal al mal.

El feminismo dogmático, el transhumanismo sentimental y el ecologismo apocalíptico son ramas de este mismo árbol gnóstico: reemplazan la trascendencia por la autodeificación, la naturaleza por el laboratorio y la moral por la emoción.

A su sombra crecen la ideología de género, la deconstrucción del lenguaje, la cultura de la cancelación, la infantilización social, el positivismo terapéutico, la tecnocracia cognitiva, la cultura woke, el nihilismo hedonista y el nuevo paganismo emocional.

Todos proclaman derechos absolutos sin deberes, inclusión sin identidad, libertad sin límites.

Prometen redención sin redentor, orden sin verdad, libertad sin responsabilidad.
Y todos terminan fundando el mismo imperio del simulacro: un paraíso gestionado donde nadie peca porque nadie responde, donde todo se perdona porque ya nada importa.

No se requiere ya un tirano visible.

El poder burocrático del siglo XXI actúa en nombre del Bien, pero sin la Verdad; y un bien sin verdad es la máscara más perfecta del mal.

Tecnócratas sin pueblo: el colapso de la legitimidad

En esta nueva estructura, el pueblo ya no elige: consiente.

Los comités, las agencias, los bancos centrales y los organismos internacionales deciden sin rostro ni rendición de cuentas.

La legitimidad se evapora bajo el brillo frío de la eficiencia.

La democracia degenera en espectáculo, y el ciudadano en consumidor de políticas.

El poder moraliza lo que antes oprimía: censura con dulzura, uniforma con ternura, vigila con compasión.

El tirano ya no amenaza: cuida.

El paternalismo tecnocrático suplanta la paternidad espiritual; la madre-Estado reemplaza a la madre real; y el alma ciudadana se infantiliza, agradecida de su tutela.

El resultado es un mundo donde el hombre ya no busca ser libre, sino estar cómodo.
La nueva servidumbre es higiénica, terapéutica, emocionalmente sostenible.

La acedia del ciudadano gestionado

Entre el poder mediocre y el pueblo anestesiado se consuma la gran abdicación.

El ciudadano posmoderno padece acedia, la pereza espiritual que brota de la pérdida del sentido.
Hijo de una cultura que ha “liberado” a la mujer de la maternidad y al hombre de la virilidad, ya no sabe quién es ni para qué existe.

Ha sustituido el deber por la sensibilidad, la identidad por la opinión, la virtud por la autoafirmación.

El lenguaje del alma —honor, sacrificio, fidelidad— se ha vuelto sospechoso; en su lugar prosperan las palabras cómodas: empatía, autocuidado, autenticidad.

Y así, el ciudadano gestionado se vuelve perfecto súbdito del sistema: afectivo, inofensivo, utilizable.

Teme al silencio porque en el silencio podría escuchar su conciencia.
Prefiere el ruido porque lo mantiene acompañado en su vacío.
No teme al tirano: teme a la verdad que lo haría libre.

Del circo antiguo al circo digital

Roma regalaba trigo y juegos; hoy se reparten pantallas y causas.

El Imperio necesitaba mantener dócil a la plebe; el nuestro necesita mantener distraída a la masa.

El panem et circenses del siglo XXI consiste en fabricar escándalos para que nadie contemple el abismo.

Cada crisis se dramatiza para justificar control; cada emoción se amplifica para diluir la razón.

El hombre, ocupado en indignarse por lo efímero, olvida luchar por lo eterno.
Y mientras aplaude el espectáculo, la historia se repite: los poderosos reparten distracciones, y el pueblo agradece su servidumbre.

Cuando el espectáculo sustituye a la contemplación, el alma se vacía y el Estado se llena de poder.

La vigilancia del ser como última trinchera

Frente a esta nueva gnosis del poder, el remedio no es la duda cartesiana, sino la adhesión contemplativa a la verdad del Ser.

La vigilancia que se nos exige no es solo política, sino ontológica: vigilar que la inteligencia permanezca fiel a la realidad y al orden divino.

La auténtica libertad no nace de la sospecha, sino de la verdad.

El hombre verdaderamente libre no es el que critica sin cesar, sino el que contempla y obedece al bien.

Cuando la política deja de ser arquitectura de virtud y se reduce a gestión de intereses, la tiranía se vuelve inevitable.

La última trinchera de la libertad no está en la urna ni en la calle, sino en la conciencia que se niega a llamar “paz” al silencio administrado y “alba” a la penumbra organizada.

El precio de la libertad es, sí, la vigilancia eterna;
pero una vigilancia que brota de la verdad contemplada, no del miedo gestionado.

“Pax omnium rerum tranquillitas ordinis”.
— San Agustín, De Civitate Dei, XIX, 13

ANEXO DOCTRINAL

Las ramas del nuevo árbol gnóstico

“Non serviam”: el eco antiguo que resuena en los ídolos nuevos.

Introducción: El mapa del error

El ensayo precedente ha mostrado cómo la gnosis tecnocrática representa la madurez de una rebelión espiritual: el intento de reorganizar el cosmos sin referencia al Creador, sustituyendo la sabiduría por la gestión, la verdad por el consenso y la salvación por el bienestar.

Este anexo ofrece una visión ordenada de las principales corrientes contemporáneas que derivan de ese mismo principio.

Cada una niega la naturaleza del hombre como criatura, aspira a redefinirlo mediante ideología o técnica y promete redención sin Redentor.
No son fenómenos dispersos, sino manifestaciones convergentes de una misma raíz gnóstica.

El eje antropológico: la disolución del hombre

El feminismo dogmático y la ideología de género transforman la diferencia sexual en campo de batalla y niegan la complementariedad varón-mujer.

El mito del patriarcado universaliza la culpa y convierte la autoridad en pecado.
El cuerpo deja de ser signo del alma y pasa a ser error corregible por la técnica.
El resultado es la disolución de la identidad: el hombre y la mujer dejan de existir como rostros del misterio creador, reducidos a percepciones fluctuantes.

El eje tecnológico: la autodeificación del hombre

El transhumanismo sentimental sueña con superar el límite humano por la máquina; la tecnocracia cognitiva promete un paraíso de algoritmos que piensa por nosotros.

El hombre deja de aceptar su fragilidad y pretende rehacerse a sí mismo.

Pero una inteligencia sin alma no conoce el bien, y una humanidad sin límite pierde su rostro.
La fe en la técnica sustituye la esperanza en la gracia: es la idolatría del silicio.

El eje ecológico: la religión sin Creador

El ecologismo apocalíptico convierte la legítima defensa de la naturaleza en teología del miedo.
Proclama la Tierra como diosa y al hombre como su enemigo.

La “culpa de carbono” reemplaza al pecado original, y el reciclaje se convierte en penitencia laica.

La creación se venera, pero el Creador se omite: idolatría verde, espiritualidad sin trascendencia.

El eje político: la ingeniería del consenso

La cultura woke, el victimismo moral y el inclusivismo compulsivo uniforman conciencias en nombre de la compasión.

El disidente ya no se refuta: se cancela.

La emoción colectiva reemplaza al argumento.

Los pueblos dejan de deliberar para sentirse; la razón pública se convierte en terapia grupal.
El resultado: una sociedad emocionalmente unánime y moralmente vacía.

El eje cultural: el lenguaje invertido

La deconstrucción del lenguaje destruye el puente entre palabra y realidad.
Cambiar las palabras es cambiar el mundo.

La ingeniería lingüística dicta cómo debe hablarse para “no herir”, mientras reescribe la historia para que nadie recuerde.

La cultura de la cancelación borra autores, héroes y símbolos.

Cuando el lenguaje deja de servir a la verdad, se vuelve herramienta del poder.

El eje psicológico: el Estado terapéutico

El positivismo emocional y la infantilización social convierten al gobierno en psicólogo y al ciudadano en paciente.

Toda incomodidad se diagnostica como trauma.

La política se vuelve pastoral terapéutica: el Estado consuela, vigila y premia.

La virtud es reemplazada por el bienestar; el coraje, por la estabilidad emocional.
Así se extingue la madurez moral.

El eje moral: el nihilismo hedonista

El nihilismo hedonista busca placer sin sentido y libertad sin deber.

El cuerpo se idolatra y se desprecia a la vez; la belleza se banaliza, la fecundidad se teme, la fidelidad se ridiculiza.

La cultura de la imagen sustituye a la cultura del alma.

Todo se puede, pero nada vale.

El vacío se maquilla de felicidad.

El eje religioso: la nueva superstición

El nuevo paganismo espiritualista mezcla misticismo difuso y relativismo moral.
Habla de energías, vibraciones y universo, pero nunca de Dios.

Promete paz interior sin conversión, cielo sin cruz, incienso sin altar.
La fe se sustituye por emoción, la adoración por autoayuda.
El alma moderna no deja de creer: deja de obedecer.

Conclusión: el fruto prohibido

Todas estas ramas brotan de una misma raíz: la rebelión del hombre contra su condición de criatura.

Cada una promete luz, pero su resplandor ciega; ofrece libertad, pero esclaviza.
Son variaciones de un mismo grito: “Non serviam”.

Frente a este árbol del simulacro, la única defensa es no comer de su fruto: conservar la inteligencia fiel al orden, la memoria del bien y la esperanza que no defrauda.

Porque la verdadera paz —como enseñó Agustín— no es el silencio de la historia, sino la tranquilidad del orden justo que refleja la armonía del Creador.

Un comentario sobre “El ocaso positivista

  1. Que viva el sentido común y el sentido por el bien común.

    Gracias sean dadas a Dios y a María Santísima por estos escritores que dan su grano de arena cada día para frenar la caída y hacer reflexionar y – con la gracia de Dios – cambiar a las mentes.

    Cuando un hombre se da cuenta de como estamos, se puede ordenar muy rápido – más veloz que se puede imaginar.
    Para Dios todo es posible, su gracia es la fuerza restauradora, irresistible – cuando llega.
    Hagámosla llegar. Recemos el Santo Rosario!

    ¡Viva Cristo Rey!

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